Hallazgos a la deriva
El artista no ha salvado nunca al mundo. Lo único que hace es traducir sus propias sensaciones.
Gao Xingjian
De cara a la muerte
Procurando huir de nunca sabremos qué culpas o dolores personales (cada espectador puede proyectar en ese espacio en blanco sus propios fantasmas o demonios), el actor francés Julien (Julien Cottereau representándose a sí mismo) deriva por las costas del Pacífico mexicano hasta llegar a Chacahua, una pequeña comunidad oaxaqueña de pescadores.
Allí, entre las bellezas del Parque Nacional con su bahía, su laguna y sus estuarios, Julien sigue deambulando cual espíritu chocarrero, indiferente a todo, anestesiado aún de sí mismo e ignorado por todos, hasta que finalmente establece incipientes contactos humanos: primero con Andrés El Piojo (ídem) y luego con el pescador y guía de turistas Pablo (Pablo López Díaz), quien se alquilará con él para mostrarle algunas de las maravillas naturales del lugar.
Julien, pues, ha venido a curarse. Voluntaria o involuntariamente, ese es el objetivo de su viaje.Pero no será una experiencia relacional la que lo ayude a reabrirse a la existencia, sino otra, radicalmente íntima: la de ese ocaso en el que, al meterse solo a nadar a la bahía, sufre un calambre y está a punto de morir ahogado. Su roce con la muerte lo hará reevaluar todas sus perspectivas, activará las emociones estancadas por quién sabe qué desventura y finalmente descubriremos quién es realmente el personaje: un mimo y actor europeo que agradecerá cuanto ha obtenido en ese lugar regalándole a los habitantes del pueblito una función callejera de sus gags y sketches antes de emprender su camino de regreso a casa.
Trascendencia y homenaje
A partir de lo anterior, en El calambre estamos ante una historia de redención. Cine trascendente, de búsquedas y hallazgos espirituales, resuelto desde las austeras estrategias del cine directo. Casi hermano gemelo, en este sentido, de Alamar (González Rubio, 2009), El calambre es un cine de planos-idea que se extienden para afinar nuestra mirada y depurar nuestros sentimientos.
Pero lo más interesante, en este caso particular, es que, adaptando un cuento del Nobel de literatura chino Gao Xiangjian, Matías Meyer también parece interesado en homenajear la otra gran pasión en la que se desenvuelve Gao (y que a Meyer, dados sus pasos en un cine eminentemente visual, le queda como guante): el dibujo y la pintura.
En efecto, la composición de sus planos en El calambre responde no sólo a las ideas o sensaciones cinemáticas, sino a la intención explícita de parafrasear visualmente algunas obras y atmósferas de Xiangjian.
Del original a la adaptación
Por lo demás, ya desde lo narrativo, la adaptación que Meyer ha emprendido del cuento de Gao es, a la vez, respetuosa e inventiva. No transcribe anécdotas, pero conserva los temas esenciales.
Para comprender esto, desde luego, hay que leer primero el cuento de Gao.
En El calambre (escrito en 1984), un anónimo nadador es atacado por un violento calambre en su costado derecho. Como ha salido a nadar al ocaso, casi no hay gente en la playa, nadie a quien gritarle en demanda de auxilio. A solas consigo mismo, en medio del barruntar de las olas, el personaje consigue, con mucho esfuerzo, volver a tierra.
La primera reacción del nadador, ya a salvo, es de júbilo: corre a la casa de huéspedes donde se hospeda con la urgencia de decirles a todos que acaba de escapar de la muerte, pero en el vestíbulo la gente juega a las cartas o se ocupa de sus propios asuntos y el compañero con quien comparte cuarto ha salido.
Este primer momento, en el cuento, es terrible porque deja al personaje consciente de su insignificancia. Acaba de salvar su vida, pero al mundo eso no le importa; le da lo mismo. Es tan poca cosa como la medusa que también le había rozado un tobillo durante el agónico episodio.
Así, inquieto, el personaje se calza unos zapatos y vuelve a salir a la playa. Es una noche sin estrellas y él deambula por la arena, de cara al mar. Un segundo episodio lo espera en los siguientes términos. Escribe Gao (en traducción de Laureano Ramírez):
Escucha voces y distingue tres sombras. Se detiene. Van en dos bicicletas. En la parrilla de una está sentada una muchacha de largos cabellos. Las ruedas se hunden en la arena y las sombras que conducen parecen hacer un gran esfuerzo. Los tres no cesan de hablar y de reír; la voz de la muchacha es especialmente alegre.
Se detienen delante de él, afirman las bicicletas sobre los caballetes y uno de los jóvenes le entrega a la muchacha la gran bolsa que carga en su parrilla. Los dos varones empiezan a desvestirse, dejando al descubierto su gran flacura, y una vez desnudos agitan los brazos y saltan y dan voces sobre la playa.
— ¡Qué frío!, ¡qué frío! —gritan, mientras la muchacha ríe inconteniblemente, como si le estuvieran haciendo cosquillas.
— ¿Quieren beber ahora? —pregunta la sombra de la chica, al lado de las bicicletas. Ellos se vuelven, cogen la botella de licor, beben por turnos, la regresan y corren hacia el mar.
— Aaah, aaah...
— Aaah...
Restalla el oleaje, la marea sigue creciendo.
— ¡Vuelvan pronto! —grita la muchacha con voz aguda.
La única respuesta es el embate de las olas.
El débil reflejo del agua que fluye sobre la playa le permite ver el par de muletas en que se apoya la muchacha, erguida al costado de las bicicletas.
Presiones y resultados
Este momento final, cuando el nadador descubre que la niña es minusválida, vuelve a poner en perspectiva el trance que ha vivido.
Así, con pocos detalles que distraigan, Gao se concentra constantemente en sus cuentos en contrastes emocionales. Este mismo tratamiento vale para el filme de Meyer.
Mientras, en la prosa de Gao, el resultado que provoca el autor es muy curioso.
A semejanza de esos finos y precisos navajazos, que sólo duelen y dibujan su hilo rojo cuando el instante del corte ha pasado, los relatos de Gao Xingjian tienen la cualidad de tomarse su tiempo para revelarse y tocar. De primera mano parecen simples, porque Xingjian evita tanto el argumento completamente desarrollado como la retórica poeticista. En rigor, apenas deja algo para preguntarnos qué es lo que ha sucedido en lo que leímos. En la lectura de primera intención, Gao siempre es curiosamente opaco, pero sus cuentos son de esos que van creciendo dentro de uno. Y si uno les permite echar raíces de esta manera, pueden inquietarnos, conmovernos o atormentarnos durante mucho más tiempo del que nos tomó leerlos.
Y si el cuento original de Gao es, finalmente, muy doloroso, porque deja al personaje consciente de su insignificancia, y del relativismo de sus padecimientos, en la película de Meyer hay un tratamiento más luminoso y de más relaciones.
Entre la noche en que Julien arriba al pueblo, como un personaje que no es sino una solitaria y anónima sombra entre las sombras, y la noche final, en la que (colocado nuevamente en el camino de la vida) le ofrece a los pobladores una función callejera, median una veintena de planos secuencia en los que vemos a este personaje solitario ir estableciendo contactos, casi todos gestuales (el coco que se le invita, la borrachera que se comparte, el ritual con el lodo en la laguna…), por medio de los cuales se va a ir reencauzando a la existencia.
Hay una buena problematización, pero también problemas de los cuales el director es consciente.
Durante la conferencia de prensa, posterior al filme, Meyer señalaba: “La cinta la hice con 400 mil pesos. Digamos que su valor es de tres millones, pero que su costo fue de 400 mil; lamentablemente no le pudimos pagar a nadie, excepto a los técnicos. El rodaje fue amor al arte, con apoyo de gente que nos dio apoyo y se convirtió en coproductora. Todavía debo dinero y no tenemos con qué mandar las copias a los festivales. Tener tan poco presupuesto permite un trabajo muy artesanal y tener control sobre la película, pero ya no veo posible seguir trabajando así: sin pagar, con sólo nueve días de rodaje y con tomas únicas, improvisando tanto y sin opción de repetir alguna escena. No me gustaría que mi próxima película fuera así”.
Todos estos problemas presionan contra la película, especialmente el de las tomas únicas y el de la imposibilidad de repetir alguna escena, porque se traducen en falta de limpieza, en imprecisiones que desdibujan la concentración y el pathos. Como sea, el experimento o la audacia es totalmente pertinente y muy bienvenida, a pesar del analfabetismo de una prensa –tanto local como nacional– que jamás se tomó la molestia, por lo menos (toda vez que estaban delante de un filme que se había anunciado como una adaptación) de acudir a la fuente original para poder valorar los resultados. Bemoles de los que no hacen su tarea.
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