Estamos hechos de la materia de la que se forjan los sueños.
Shakespeare / La Tempestad.
Con el título El sueño del mito, el autor Alfonso Mata exhibe dos series y una instalación que intersectan / reelaboran tres mitos clásicos. Las dos series se distribuyen en seis obras que pasan por la estampa, el grabado, la plástica, la escultura y la instalación. La exposición se ambienta con acervos del Centro Mexicano para la Música y las Artes Sonoras (CMMAS) y fue inaugurada el viernes 8 de junio en la sala Jesús Escalera (arcada mayor) de la Casa de la Cultura de Morelia. Las obras permanecerán a la vista del público hasta el 1 de julio.
Mi sorpresa ante esta exposición –y hace tiempo que no me sorprendía en algún evento– surge del vivo contraste entre dos impresiones.
Durante la velada inaugural, el autor y anfitrión, Alfonso Mata, no dejó de señalar a sus convidados y a los medios que lo entrevistamos, que sus siete obras son fruto de sueños. “Es un collage de sueños de diferentes épocas, de diferentes años –explicaría, como se ve en el video–. A la hora de empezarlos a reunir para esta muestra vi que tenían muchas coincidencias y así se fue armando este proyecto”.
Sin embargo, al recorrer la exposición y dialogar con cada obra, encuentro que ninguna es un sueño (en el sentido de que sean resultado de algún cabrioleo de la imaginación o del asalto caprichoso de alguna fantasía subjetiva e individual). No se trata de eso en absoluto. Al contrario, cada trabajo alude a un mito perfectamente acotado, que se conecta con las Doctrinas Discretas (que no Secretas) que han sustentado cosmogonías, religiones y cultos en casi todas las civilizaciones. De hecho, a lo largo de sus tres temas y de sus siete obras–estación, la muestra sigue un guión respetuoso de muchos ritos iniciáticos.
Y el hecho de que el artista haya invitado al público a calarse una máscara antes de entrar a la galería, dándole la oportunidad de adquirir otra personalidad, terminó de establecer un juego que confirmó mi lectura.
Así, la muestra El sueño del mito es más mito que sueño e, incluso, más rito que otra cosa. Pero antes de pasar a las obras que integran la muestra es prudente compartir una consideración alusiva al valor del mito, tan devaluado en nuestros días.
Así, la muestra El sueño del mito es más mito que sueño e, incluso, más rito que otra cosa. Pero antes de pasar a las obras que integran la muestra es prudente compartir una consideración alusiva al valor del mito, tan devaluado en nuestros días.
Los mitos son experiencias fundamentales. Siempre lo han sido y siempre lo serán. Pero es difícil comprender el gran papel que juegan en nuestras vidas y en la vida de las culturas si seguimos pensando en la palabra “mito” como sinónimo de “mentira”, de “fantasía” o (la peor de las interpretaciones) como “evasión de la realidad”.
Ciertamente, hay muchas manifestaciones que nos distraen de nosotros mismos cuando hablamos de “mito”. Allí está todo el cine a la Hollywood y la gran industria mexicana de la telenovela para demostrarlo. Pero la verdad es que en sus orígenes y especialmente en los grandes sistemas cosmogónicos, como el griego, los mitos son una forma privilegiada de dialogar con el mundo y con nosotros. La potencia emocional de sus alegorías y relatos, la precisa polivalencia de sus símbolos, establecen índices de comprensión vedados a otras vías de conocimiento.
De allí que el mito haya surcado con nosotros todas las edades. Ha estado presente en los periodos más sombríos de la historia de la raza, pero también en las épocas de mayor iluminismo y esplendor del pensamiento. En cada caso, estos meta–relatos permiten que una sociedad pueda verse y explicarse a sí misma, manifestándole a sus integrantes, a un nivel profundo, quiénes son, a qué aspiran y en qué creen.
El papel que juegan los mitos en nuestra vida era bien conocido desde la antigüedad clásica. El romano Horacio, en su Arte Poética, ya declaraba: “Los mitos han sido compuestos por los sabios para dar fuerza a las leyes y enseñar verdades”.
Por lo que toca a nuestro tiempo, desde hace doscientos años se ha ido cultivando una disciplina denominada Mitología comparada, que estudia la simbología de los mitos y las correspondencias entre diversas cosmogonías. El padre de esta ciencia es el alemán Friedrich Maximilian Müller (1823–1900), con sus trabajos sobre textos sagrados hindúes, aunque la obra precursora más popular es británica: La rama dorada (Sir James Frazer, 1890).
Al paso de las décadas, esta línea de conocimiento se ha ido enriqueciendo con el aporte de autores como Carl C. Jung, Scott Littleton, Brian Morris, Gastón Bachelard, Jean Pierre Vernant y un largo “etcétera” que bien puede concluir con la labor divulgadora pop de Joseph Campbell. Gracias al impacto mediático de la película Star Wars (George Lucas, 1977 y secuelas), Campbell halló gran eco a su libro El héroe de las mil caras, del que Lucas afirma haber abrevado antes de echar a volar por media galaxia a los jedis, a Luke Skywalker y a su Dark Father, digo, a Darth Vader.
De manera que, como escribía en el apartado previo, los contenidos de la exposición El sueño del mito son más mito que sueño (a pesar de lo que mis colegas repitan como loritos, colgados del distraído boletín de prensa). Y la empresa, por pequeña que sea, tiene su mérito. Que cada quien la disfrute conforme a sus alcances. Por lo pronto, yo procedo a describir sus contenidos como sigue:
Uno: la Catábasis
La primera serie de la exposición, Descensus ad ínferus / Descenso al inframundo, toma su nombre del canto XI de La Odisea. A partir de aquí ya no estamos hablando de sueños, sino de otra cosa.
Pero esta experiencia de bajar al lugar de los muertos tiene su nombre propio: los romanos le decían Catábasis y para los griegos era la Nékyi.
La instalación, por su lado, incluye tres esculturas y viene a ser la versión tridimensional de la serigrafía. La disposición de sus piezas cumple un efecto de narración episódica. En lo más alto hay un personaje albino que duerme en posición fetal sobre un velo azul que le sirve de lecho y que también opera como frontera simbólica entre el mundo ordinario y el Más Allá. Por debajo, colgando de esa figura, una escultura idéntica desciende de cabeza, también en posición fetal, hacia lo profundo. Finalmente, en el piso, el personaje, ahora de negro y envuelto por un velo de la misma tonalidad, ha tocado fondo.
Este tema del descenso al inframundo es tan viejo como la historia documentada de la humanidad. Hace cinco mil años la diosa asiria Inanna, así como los babilónicos Enkidú y Gilgamesh, emprendían esta travesía. Más adelante harían lo propio Perséfone, Orfeo, Hércules, Psique, Ulises, Eneas, Jesucristo, Mahoma, Dante Alighieri y los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué del Popol Vuh, todos ellos arquetipos en esta clase de odisea pues no sólo bajaron y estuvieron entre los muertos, sino que lograron desandar el camino (la Anábasis) y volvieron a la esfera de los vivos.
El viaje a los parajes de la muerte es la aventura mítica por excelencia. Y, de acuerdo a los mitos, hay cuatro motivos para trasgredir esa línea divisoria: adquirir conocimiento, rescatar a alguien, cumplir una promesa o saldar deudas pendientes.
En el simbolismo iniciático, el trance representa al neófito que ingresa al territorio de Los Misterios, donde el primer enfrentamiento se da con los aspectos más oscuros de sí mismo (su Sombra, en el sentido junguiano del término). Es el primer peldaño en el camino de su preparación. Abre la fase iniciática en la transfiguración de la personalidad.
Pero volviendo a la serigrafía de esta primera serie, con esa multitud que aguarda ávidamente al personaje que cae al inframundo, el trabajo inquieta porque logra evocar a esas presencias de atributos medio caníbales, medio vampíricos, procedentes del Erebo, que reciben a Ulises y a sus marinos al llegar a la primera región del Hades.
Dos: el umbral de la luna
La segunda serie de la exposición, titulada Acto de poder, tiene un tema más amable. Consta de un aguafuerte, una pintura, una escultura y una instalación. Las obras aluden a una danza ritual de carácter lunar, es decir: femenina, nocturnal, acuática, erotómana y onírica.
Ciertamente, hay muchas manifestaciones que nos distraen de nosotros mismos cuando hablamos de “mito”. Allí está todo el cine a la Hollywood y la gran industria mexicana de la telenovela para demostrarlo. Pero la verdad es que en sus orígenes y especialmente en los grandes sistemas cosmogónicos, como el griego, los mitos son una forma privilegiada de dialogar con el mundo y con nosotros. La potencia emocional de sus alegorías y relatos, la precisa polivalencia de sus símbolos, establecen índices de comprensión vedados a otras vías de conocimiento.
De allí que el mito haya surcado con nosotros todas las edades. Ha estado presente en los periodos más sombríos de la historia de la raza, pero también en las épocas de mayor iluminismo y esplendor del pensamiento. En cada caso, estos meta–relatos permiten que una sociedad pueda verse y explicarse a sí misma, manifestándole a sus integrantes, a un nivel profundo, quiénes son, a qué aspiran y en qué creen.
El papel que juegan los mitos en nuestra vida era bien conocido desde la antigüedad clásica. El romano Horacio, en su Arte Poética, ya declaraba: “Los mitos han sido compuestos por los sabios para dar fuerza a las leyes y enseñar verdades”.
Por lo que toca a nuestro tiempo, desde hace doscientos años se ha ido cultivando una disciplina denominada Mitología comparada, que estudia la simbología de los mitos y las correspondencias entre diversas cosmogonías. El padre de esta ciencia es el alemán Friedrich Maximilian Müller (1823–1900), con sus trabajos sobre textos sagrados hindúes, aunque la obra precursora más popular es británica: La rama dorada (Sir James Frazer, 1890).
Al paso de las décadas, esta línea de conocimiento se ha ido enriqueciendo con el aporte de autores como Carl C. Jung, Scott Littleton, Brian Morris, Gastón Bachelard, Jean Pierre Vernant y un largo “etcétera” que bien puede concluir con la labor divulgadora pop de Joseph Campbell. Gracias al impacto mediático de la película Star Wars (George Lucas, 1977 y secuelas), Campbell halló gran eco a su libro El héroe de las mil caras, del que Lucas afirma haber abrevado antes de echar a volar por media galaxia a los jedis, a Luke Skywalker y a su Dark Father, digo, a Darth Vader.
De manera que, como escribía en el apartado previo, los contenidos de la exposición El sueño del mito son más mito que sueño (a pesar de lo que mis colegas repitan como loritos, colgados del distraído boletín de prensa). Y la empresa, por pequeña que sea, tiene su mérito. Que cada quien la disfrute conforme a sus alcances. Por lo pronto, yo procedo a describir sus contenidos como sigue:
Uno: la Catábasis
La primera serie de la exposición, Descensus ad ínferus / Descenso al inframundo, toma su nombre del canto XI de La Odisea. A partir de aquí ya no estamos hablando de sueños, sino de otra cosa.
Pero esta experiencia de bajar al lugar de los muertos tiene su nombre propio: los romanos le decían Catábasis y para los griegos era la Nékyi.
Esta primera serie consta de una instalación realizada en resina y fibra de vidrio y de una serigrafía. En cada una el autor aprovecha correctamente el soporte y los medios que les son propios.
En la serigrafía, buscando un efecto solarizado que enrarezca la atmósfera de la composición, Mata acentúa el trazo y el contraste fondo / figuras con planos de color muy rítmicos, gracias a las salpicaduras y otros accidentes controlados propios de la tinta. A la sombría vivacidad del trabajo contribuye el choque de complementarios, pero no desde la gama primaria o secundaria, sino desde los registros de mayor densidad emocional de colores terciarios, muy armónicos por el juego entre cromatismos dominantes, tónicos y de mediación. Desde ese tratamiento se distingue la silueta de un personaje que, en tres tiempos, se precipita a un abismo donde lo espera un abigarrado conjunto de sombras que tienden sus manos hacia él.La instalación, por su lado, incluye tres esculturas y viene a ser la versión tridimensional de la serigrafía. La disposición de sus piezas cumple un efecto de narración episódica. En lo más alto hay un personaje albino que duerme en posición fetal sobre un velo azul que le sirve de lecho y que también opera como frontera simbólica entre el mundo ordinario y el Más Allá. Por debajo, colgando de esa figura, una escultura idéntica desciende de cabeza, también en posición fetal, hacia lo profundo. Finalmente, en el piso, el personaje, ahora de negro y envuelto por un velo de la misma tonalidad, ha tocado fondo.
Este tema del descenso al inframundo es tan viejo como la historia documentada de la humanidad. Hace cinco mil años la diosa asiria Inanna, así como los babilónicos Enkidú y Gilgamesh, emprendían esta travesía. Más adelante harían lo propio Perséfone, Orfeo, Hércules, Psique, Ulises, Eneas, Jesucristo, Mahoma, Dante Alighieri y los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué del Popol Vuh, todos ellos arquetipos en esta clase de odisea pues no sólo bajaron y estuvieron entre los muertos, sino que lograron desandar el camino (la Anábasis) y volvieron a la esfera de los vivos.
El viaje a los parajes de la muerte es la aventura mítica por excelencia. Y, de acuerdo a los mitos, hay cuatro motivos para trasgredir esa línea divisoria: adquirir conocimiento, rescatar a alguien, cumplir una promesa o saldar deudas pendientes.
En el simbolismo iniciático, el trance representa al neófito que ingresa al territorio de Los Misterios, donde el primer enfrentamiento se da con los aspectos más oscuros de sí mismo (su Sombra, en el sentido junguiano del término). Es el primer peldaño en el camino de su preparación. Abre la fase iniciática en la transfiguración de la personalidad.
Pero volviendo a la serigrafía de esta primera serie, con esa multitud que aguarda ávidamente al personaje que cae al inframundo, el trabajo inquieta porque logra evocar a esas presencias de atributos medio caníbales, medio vampíricos, procedentes del Erebo, que reciben a Ulises y a sus marinos al llegar a la primera región del Hades.
Dos: el umbral de la luna
La segunda serie de la exposición, titulada Acto de poder, tiene un tema más amable. Consta de un aguafuerte, una pintura, una escultura y una instalación. Las obras aluden a una danza ritual de carácter lunar, es decir: femenina, nocturnal, acuática, erotómana y onírica.
En la pintura sin título (¿qué habrá sido de la cédula?), una sombra contempla a tres personajes femeninos que, de pie sobre un claro, aguardan el momento propicio para comenzar su rito. Sus cuerpos azulados aparecen desnudos. Una de las mujeres sostiene un banderín. Las formas son naturalistas pero la cabeza de cada sacerdotisa tiene la forma de una media luna.
En el grabado al aguafuerte Acto de poder I, estas tres oficiantes, con cuerpos traslúcidos hasta el punto de que se distinguen sus esqueletos, bailan y reciben las emanaciones que despide una luna en cuarto creciente. El tratamiento formal, aquí, es más estilizado.
En la instalación Reliquias, el ritual ha concluido y sólo quedan los vestigios de la experiencia: las huellas que permiten intuir los diseños creados por el baile, el banderín clavado en el suelo y una blanquísima luna menguante que yace sobre la arena.
En la instalación Reliquias, el ritual ha concluido y sólo quedan los vestigios de la experiencia: las huellas que permiten intuir los diseños creados por el baile, el banderín clavado en el suelo y una blanquísima luna menguante que yace sobre la arena.
Por último, la escultura Acto de poder II reproduce a una de las danzantes del grabado, pero con dos acotaciones importantes. La primera es que la escultura acentúa la naturaleza erótica y maternal del personaje por la atención que le dedica a sus senos, muy opulentos. La segunda es que exhibe alegóricamente cierto efluvio que, desde los pies del personaje, se hunde bajo la tierra, al mismo tiempo como capullo y como raíz, para sugerir cuál ha sido el objetivo alcanzado por el ritual.
El tema de la danza lunar en esta serie tiene fuertes correspondencias con la tradición celta. Las oficiantes o druidesas son mujeres; el acto se cumple en estrecho contacto con la naturaleza y los implementos que acompañan al rito son deliberadamente rudimentarios (es decir: básicos, primigenios, naturales). Por otro lado, en los rituales druidas que han llegado hasta nosotros, las wicca suelen portar en la cabeza una diadema de plata (el metal lunar por excelencia) o lucen una media luna en la frente y todo el sentido de sus operaciones está muy relacionado con el magnetismo que sustenta y le otorga su forma a todo cuanto vive en el mundo natural. En la exposición, el autor ha llevado esta simbología al extremo al darle a la cabeza de cada una de estas mujeres fantásticas la forma de una media luna creciente, reafirmando así tanto la naturaleza de los personajes como la del ritual que cumplen. Más aún: en la pintura de esta serie aparecen los colores propios de la luna en la tradición celta: el lavanda, el azul pálido y el blanco perlado.
Por si alguna remota duda quedara, las participantes de este acto de poder son tres. Encarnan así a la Triple Diosa céltica –o a los aspectos de su triada– que eran conocidos como Danu, la Doncella (la luna creciente); Badb, la Madre (la luna llena), y Macha, la Arpía (la luna menguante), cuyos equivalentes galeses eran Blodeuwedd, Arianrhod y Cerridwen. Un índice de esta tradición perdura incluso en los relatos del ciclo Bretón (las historias dedicadas al Rey Arturo y sus paladines): Elaine es la Doncella, Morgausa es la Madre, y la justa pero despiadada Morgana es la Arpía.
Tres: Sirenas y epifanía
Finalmente, Sirenum scopulli, es decir El acantilado de las encadenadoras en latín y que en términos de vistosidad es la estrella de esta exposición, es una instalación que ilustra a las tres sirenas de la tradición helénica (Aglaope, Peisinoe y Thelxiepeia), a quienes el autor ha colocado en el lecho marino, debajo de alguno de los escarpados islotes que el mito les dio como hogar y que eran indistintamente llamados con el nombre preciso de esta pieza.
Los fantásticos personajes lucen nuevas licencias artísticas que modifican su aspecto. Ya no son las mujeres–ave rapaz de la tradición griega, ni las vírgenes con colas pisciformes que nos legó el simbolismo alquimista medieval. Alonso Mata las ha dotado de cabeza de pez; manos y brazos de batracio; torso, vientre y caderas femeninos, así como piernas que rematan, cada una, en enormes aletas romboidales propias de un cetáceo.
El encuentro con estas sirenas de pieles jaspeadas, tercera y última estación de Los sueños del mito, equivale a una epifanía.
Para comprenderlo hay que repasar el simbolismo sirénido.
Debido a la influencia de pensadores cristianos como Isidoro, obispo de Sevilla (hacia el 620 D.C.), que en su libro XI de Las Etimologías las diabolizó eróticamente, se hizo común pensar en las sirenas como seres que pierden a los hombres a través del deseo. Así ocurre hasta nuestros días en la imaginación popular.
Pero la tradición griega veía a las sirenas de forma muy distinta. Eran la contraparte de las musas, tenían lazos con las arpías y originalmente estuvieron al servicio de Démeter, la madre de Perséfone, de donde viene su relación con el mundo de los muertos (episodio que las transformó en seres fabulosos, como describe Ovidio). Lo que las sirenas ofrecían no era lujuria o cualquier otra turbación de los sentidos, sino algo del todo diferente: la tentación del Conocimiento Absoluto.
Para recordarlo, basta visitar el pasaje de La Odisea en el que Ulises las afronta. Cuando, aconsejado por Circe, el héroe pasa frente a la roca de las sirenas atado al mástil de su nave, lo que ellas le dicen (Capítulo XII, versos 275 y 276) es:
El tema de la danza lunar en esta serie tiene fuertes correspondencias con la tradición celta. Las oficiantes o druidesas son mujeres; el acto se cumple en estrecho contacto con la naturaleza y los implementos que acompañan al rito son deliberadamente rudimentarios (es decir: básicos, primigenios, naturales). Por otro lado, en los rituales druidas que han llegado hasta nosotros, las wicca suelen portar en la cabeza una diadema de plata (el metal lunar por excelencia) o lucen una media luna en la frente y todo el sentido de sus operaciones está muy relacionado con el magnetismo que sustenta y le otorga su forma a todo cuanto vive en el mundo natural. En la exposición, el autor ha llevado esta simbología al extremo al darle a la cabeza de cada una de estas mujeres fantásticas la forma de una media luna creciente, reafirmando así tanto la naturaleza de los personajes como la del ritual que cumplen. Más aún: en la pintura de esta serie aparecen los colores propios de la luna en la tradición celta: el lavanda, el azul pálido y el blanco perlado.
Por si alguna remota duda quedara, las participantes de este acto de poder son tres. Encarnan así a la Triple Diosa céltica –o a los aspectos de su triada– que eran conocidos como Danu, la Doncella (la luna creciente); Badb, la Madre (la luna llena), y Macha, la Arpía (la luna menguante), cuyos equivalentes galeses eran Blodeuwedd, Arianrhod y Cerridwen. Un índice de esta tradición perdura incluso en los relatos del ciclo Bretón (las historias dedicadas al Rey Arturo y sus paladines): Elaine es la Doncella, Morgausa es la Madre, y la justa pero despiadada Morgana es la Arpía.
Tres: Sirenas y epifanía
Finalmente, Sirenum scopulli, es decir El acantilado de las encadenadoras en latín y que en términos de vistosidad es la estrella de esta exposición, es una instalación que ilustra a las tres sirenas de la tradición helénica (Aglaope, Peisinoe y Thelxiepeia), a quienes el autor ha colocado en el lecho marino, debajo de alguno de los escarpados islotes que el mito les dio como hogar y que eran indistintamente llamados con el nombre preciso de esta pieza.
Los fantásticos personajes lucen nuevas licencias artísticas que modifican su aspecto. Ya no son las mujeres–ave rapaz de la tradición griega, ni las vírgenes con colas pisciformes que nos legó el simbolismo alquimista medieval. Alonso Mata las ha dotado de cabeza de pez; manos y brazos de batracio; torso, vientre y caderas femeninos, así como piernas que rematan, cada una, en enormes aletas romboidales propias de un cetáceo.
El encuentro con estas sirenas de pieles jaspeadas, tercera y última estación de Los sueños del mito, equivale a una epifanía.
Para comprenderlo hay que repasar el simbolismo sirénido.
Debido a la influencia de pensadores cristianos como Isidoro, obispo de Sevilla (hacia el 620 D.C.), que en su libro XI de Las Etimologías las diabolizó eróticamente, se hizo común pensar en las sirenas como seres que pierden a los hombres a través del deseo. Así ocurre hasta nuestros días en la imaginación popular.
Pero la tradición griega veía a las sirenas de forma muy distinta. Eran la contraparte de las musas, tenían lazos con las arpías y originalmente estuvieron al servicio de Démeter, la madre de Perséfone, de donde viene su relación con el mundo de los muertos (episodio que las transformó en seres fabulosos, como describe Ovidio). Lo que las sirenas ofrecían no era lujuria o cualquier otra turbación de los sentidos, sino algo del todo diferente: la tentación del Conocimiento Absoluto.
Para recordarlo, basta visitar el pasaje de La Odisea en el que Ulises las afronta. Cuando, aconsejado por Circe, el héroe pasa frente a la roca de las sirenas atado al mástil de su nave, lo que ellas le dicen (Capítulo XII, versos 275 y 276) es:
“¡Ea, célebre Odiseo, gloria insigne de los aqueos! Acércate y detén tu nave para que oigas nuestra voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin oír la suave voz que fluye de nuestra boca, sino que se van después de recrearse en ella, sabiendo más que antes (…), conocemos (…) todo cuanto ocurre en la fértil tierra”.
Lo que poseen las sirenas es conocimiento ilimitado. Ovidio las distingue por ese rasgo y por eso les reprocha no haber impedido el rapto de Perséfone: “¿O por qué, cuando Proserpina recogía las flores primaverales, os hallasteis entre el número de sus compañeras, oh, doctas sirenas?”
Es evidente que ningún mortal puede encarar impunemente una experiencia como la que prometían estas mujeres–ave. Para un hombre común, el conocimiento absoluto sólo puede llevar a la locura y a la muerte. De allí que los islotes de las sirenas estuvieran sembrados de cráneos.
Por otra parte, la metamorfosis que le dio a las sirenas aspecto de pez, abandonando sus atributos alados, se operó en la Edad Media, entre los siglos VI y XII, a través de las artes del relieve y la escultura, ambas al servicio de la simbología hermética de los alquimistas.
En el clásico El misterio de las catedrales, Fulcanelli apunta que la sirena es el emblema de las dos naturalezas conciliadas en la Sal de la sabiduría o mercurio filosófico, que resulta de la unión exitosa entre el azufre naciente (“uno de cuyos emblemas es un pez, porque, a la manera del pez, nace y vive en el agua”) y del mercurio común, llamado virgen.
Como dato de interés, aquí a la derecha les comparto una imagen que procede del panel central del tríptico El Jardín de las Delicias (Hyerónimus Bosch, quizás hacia 1480-1490), donde aparece una sirena ya con todos los atributos de un pez, pero que todavía conserva una definida conexión con sus rasgos originales, pues viaja por el cielo sobre el lomo de un pez volador.
Finalmente, la caracterización medieval de las sirenas como seres acuáticos también recobra una referencia muy anterior: la de Oannes, el antiquísimo semidiós caldeo con forma de hombre–pez.
Oannes simbolizaba la sabiduría esotérica: salía del mar, del Gran Abismo, alegoría del conocimiento secreto… no porque esté deliberadamente oculto –esa es una sandez–, sino en el sentido de que se trata de un saber muy íntimo y de difícil transmisión. Esto es así porque está bajo las aguas y el agua, símbolo del mundo psíquico, es, de acuerdo a la filosofía pitagórica, el elemento propio de la emoción. Dice Tales de Mileto, citado por Cicerón (De Natura deorum, I – 10) “el agua es el principio de todas las cosas (…) la Divinidad es la Mente suprema que del agua modeló todas las cosas”.
De modo que la instalación Sirenum scopulli sugiere el encuentro con este saber íntimo que es intransferible, excepto por el método de boca a oído. Es la consumación del breve ciclo propuesto por la exposición. Pero, como toda consumación, su conquista apenas representa el comienzo de un nuevo ciclo. Es una cima que, paradójica pero inevitablemente, se convierte en la falda de una nueva montaña por escalar.
Lo que poseen las sirenas es conocimiento ilimitado. Ovidio las distingue por ese rasgo y por eso les reprocha no haber impedido el rapto de Perséfone: “¿O por qué, cuando Proserpina recogía las flores primaverales, os hallasteis entre el número de sus compañeras, oh, doctas sirenas?”
Es evidente que ningún mortal puede encarar impunemente una experiencia como la que prometían estas mujeres–ave. Para un hombre común, el conocimiento absoluto sólo puede llevar a la locura y a la muerte. De allí que los islotes de las sirenas estuvieran sembrados de cráneos.
Por otra parte, la metamorfosis que le dio a las sirenas aspecto de pez, abandonando sus atributos alados, se operó en la Edad Media, entre los siglos VI y XII, a través de las artes del relieve y la escultura, ambas al servicio de la simbología hermética de los alquimistas.
En el clásico El misterio de las catedrales, Fulcanelli apunta que la sirena es el emblema de las dos naturalezas conciliadas en la Sal de la sabiduría o mercurio filosófico, que resulta de la unión exitosa entre el azufre naciente (“uno de cuyos emblemas es un pez, porque, a la manera del pez, nace y vive en el agua”) y del mercurio común, llamado virgen.
Como dato de interés, aquí a la derecha les comparto una imagen que procede del panel central del tríptico El Jardín de las Delicias (Hyerónimus Bosch, quizás hacia 1480-1490), donde aparece una sirena ya con todos los atributos de un pez, pero que todavía conserva una definida conexión con sus rasgos originales, pues viaja por el cielo sobre el lomo de un pez volador.
Finalmente, la caracterización medieval de las sirenas como seres acuáticos también recobra una referencia muy anterior: la de Oannes, el antiquísimo semidiós caldeo con forma de hombre–pez.
Oannes simbolizaba la sabiduría esotérica: salía del mar, del Gran Abismo, alegoría del conocimiento secreto… no porque esté deliberadamente oculto –esa es una sandez–, sino en el sentido de que se trata de un saber muy íntimo y de difícil transmisión. Esto es así porque está bajo las aguas y el agua, símbolo del mundo psíquico, es, de acuerdo a la filosofía pitagórica, el elemento propio de la emoción. Dice Tales de Mileto, citado por Cicerón (De Natura deorum, I – 10) “el agua es el principio de todas las cosas (…) la Divinidad es la Mente suprema que del agua modeló todas las cosas”.
De modo que la instalación Sirenum scopulli sugiere el encuentro con este saber íntimo que es intransferible, excepto por el método de boca a oído. Es la consumación del breve ciclo propuesto por la exposición. Pero, como toda consumación, su conquista apenas representa el comienzo de un nuevo ciclo. Es una cima que, paradójica pero inevitablemente, se convierte en la falda de una nueva montaña por escalar.
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