51 Muestra Internacional de Cine
El silencio de Lorna
Una imagen del filme que se exhibió el sábado en la tercera jornada de la Muestra.
En la tercera jornada de la Muestra Internacional de Cine en Morelia, el sábado se proyectó el séptimo largometraje de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne: El silencio de Lorna, que ha resultado una experiencia aceptable, como sigue:
Belgas de nacimiento, los hermanos Dardenne se formaron al seno de una de las más perfectas sociedades primermundistas del norte europeo. En efecto, Bélgica y los demás países de la región, cada día más unidos y fortalecidos por el poder económico del Euro, son el Paraíso del pensamiento neoliberal moderno. Islas elíseas para lo que nosotros denominamos la “clase media” y sus ideas de distinción y de clase, fundadas en una cultura del consumo en la que todo ciudadano respetable y bien nacido es el prototipo dibujado por Aldoux Huxley hace casi cien años en Un mundo felíz: individuos atractivos, bien comidos, bien vestidos y sexualmente satisfechos.
Lo interesante en el cine de los Dardenne, desde esta perspectiva, consiste en que cada una de sus películas escudriña con desconfianza explícita ese estilo de vida primermundista. Es por esta razón y no por otra que todo el cine de estos realizadores es protagonizada y surcada por personajes marginales, desesperados, cada uno de los cuales, de una u otra manera, se mantienen en una lucha constante por integrarse a ese sistema perfecto, pero que ha hecho de la exclusión uno de los pilares de su status.
Estas premisas fundamentales siguen presentes en El silencio de Lorna.
Con su estilo habitual (una narrativa muy contenida como discurso, un permanente trabajo de cámara inestable), los Dardenne nos convidan a acompañar a Lorna, una inmigrante albanesa que se ha instalado en Bélgica gracias a una boda de conveniencia con un drogadicto local, a cambio de dinero.
Pero muy pronto Lorna será convocada por la red de corrupción tejida en torno al jugoso negocio de la inmigración clandestina para que deje morir a su esposo y así, una vez viuda, pueda casarse otra vez, ahora con un líder de la mafia rusa, a cambio de más dinero.
Evidentemente, a los Dardenne no les interesa hacer cine de género. Por tanto, la situación descrita (que a caricaturistas gruesos como Tarantino les daría para un coctel explosivo) se convierte en el canal de un conflicto ético. Y es que, una vez que Lorna cede y deja morir a su marido (que, de todas maneras, ya estaba en la antesala de lo fatal, a causa de sus adicciones), se convierte no sólo en la cómplice de un asesinato, sino en una víctima más de una sociedad perversa que envilece a los individuos.
Contra ese proceso de desintegración moral es que Lorna se rebela, y este es el verdadero tema de la película. Su lucha interior adquiere la forma de una profunda necesidad de redención.
Tras la muerte de su esposo, e impulsada por fuertes sentimientos de culpa Lorna echa mano de todos sus recursos para mantener viva la memoria y el legado de ese yunkiee desechable y prescindible para una sociedad en la que “quien no produce ni consume, no cuenta”. Todo comienza con los síntomas de un embarazo psicológico, que detonan la crisis de nuestro personaje. A ella le han pagado por cerrar el pico y hacer de cuenta que no ha pasado nada. El conflicto le exige a Lorna asumir una actitud. Finalmente, ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar para alcanzar status, un mejor nivel de vida?
Lorna se pondrá a prueba a sí misma. Descubrirá de qué pasta está hecha. Sobre todo, confirmará para sí misma y para nosotros que son las acciones pequeñas, pero de gran valor, aquellas que nos separan de la indiferencia, de la inconsciencia y de la estupidez.
En El silencio de Lorna, los hermanos Dardenne siguen escudriñando, pues, los resquicios a través de los cuales puede respirar el espíritu de lo humano en medio de sociedades tan cerradas, egoístas cínicas y crueles como aquellas en las que prácticamente ya vivimos todos.
A pesar de sus aciertos, también hay que decir que una curiosa cualidad suave, dúctil, más convencionalmente emotiva, se ha deslizado en el discurso de estos cineastas, famosos por ser tan iconoclastas (aunque, por otro lado, también han emprendido una estética más fachosa, incluso brusca, en su edición y en las elipsis). No faltará quien proteste o “se saque de onda” porque los Dardenne nos presentan en este filme a un personaje desahuciado, a una joven que tiene todas las razones del mundo para hundirse en la desesperación… pero que sigue creyendo que todo es posible. Ciertamente, Lorna es un personaje extraño dentro de la filmografía de los Dardene, muy “fuera de lo común dardenniano”. Pero el ejercicio ha valido la pena. Lorna es un personaje que nos sigue confrontando por una sola y simple razón: siempre está nadando contra la corriente.
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El tráiler original de El silencio de Lorna, que se exhibió este sábado en la Muestra Internacional de Cine
La música y su influencia político-cultural
Abre los ojos,
pueblo americano
Conferencia del historiador Antonio Ruiz Caballero acerca del papel de la música en vísperas de la guerra de Independencia
Con el título Abre los ojos, pueblo americano. Música e historia en villancicos y coplas en Nueva España en vísperas de la Independencia, el maestro en historia Antonio Ruiz Caballero ofreció este jueves una conferencia acerca del papel de la música como instrumento ideológico y político en la Nueva España previa a la guerra insurgente. La conferencia se emprendió en la dirección del Archivo Histórico Municipal y Museo de la Ciudad a las 19:00 horas y a lo largo de la misma el ponente compartió la manera en que la música fue un elemento cuya función política y cultural fue empleada, ya para legitimar al sistema o ya para cuestionarlo y hacer circular ideas subversivas.
El historiador durante su explicación de cómo la arquitectura religiosa virreinal da cuenta de la rígida estratificación de la sociedad novohispana de la época.
Arte: legitimación y subversión
El maestro Ruiz caballero comenzó señalando que para autores como Herbert Marcuse (El hombre unidimensional, Ética de la Revolución…) el arte tiene el poder de configurar ideas capaces de derribar una realidad establecida y de crear una nueva realidad, toda vez que "la estética es la irrupción de otra racionalidad".
Desde esta perspectiva, indicó que las investigaciones que se han emprendido en torno a la música durante el virreinato y en relación a movimientos armados como el de la guerra de Independencia, le han permitido encontrar elementos que muestran cómo esa manifestación artística cumplió con una función política y cultural que sirvió, ora para legitimar, ora para cuestionar el estatus.
A lo largo de la ponencia, que acompañó con imágenes y fragmentos de grabaciones que reconstruyen coplas y villancicos de los siglos XVII y XVIII, el ponente abordó tres temas sucesivos de análisis: La música en la iglesia (el papel de la música como legitimadora de un estado de cosas), Los Sones de la tierra o Sonecitos del país (La música popular como canal de ideas distintas a las del Status Quo), y Las coplas prohibidas por la Inquisición (el papel subversivo de la música).
Aspecto del público durante la conferencia del jueves.
Para ganar almas… y conciencias
Al abordar el primer tema, el de la música en la Iglesia durante el virreinato, el conferencista señaló que el papel de la música en el ámbito religioso fue un elemento fundamental de la colonización del Nuevo Mundo, toda vez que, adujo, “ganar almas para Dios también significaba ganar conciencias a favor del Rey”.
Fue esta, entre otras razones, por lo que los europeos impusieron muy pronto sus ritmos, armonías y escalas a los naturales y a sus culturas en la Nueva España.
Fue así como la música adquirió un papel preponderante dentro de todo tipo de ritos litúrgicos que legitiman un orden, un sistema “inspirado por Dios”.
El académico tomó como ejemplo varios Villancicos empleados para fiestas patronales como la de San Pedro Apóstol, que exaltaban y afirmaban la autoridad real borbónica.
En este apartado también mostró cómo la arquitectura del periodo, en particular la religiosa, expresaba claramente la severa estratificación social de la época y la imposición de un estricto orden jerárquico, presente en los rituales litúrgicos.
Sin embargo, el ponente también advirtió que la institución eclesiástica no era un bloque compacto. Desde el siglo XVIII, las diferencias entre criollos y peninsulares comenzaron a crear conflictos y algunos símbolos religiosos, como el de la Guadalupana, cobraron una importancia decisiva para afianzar entre los criollos una nueva identidad.
Del son a la copla prohibida
De la música religiosa, al servicio de la conservación de un orden, el ponente pasó al tema de la música de carácter profano que se tocaba en fiestas, bailes y convites.
Explicó cómo, en medio de estas formas musicales populares, se comenzó a hablar de los Sones de la tierra (o Sonecitos del país), para distinguirlos de las composiciones musicales foráneas, que aún llegaban procedentes de Europa.
Estos sonecitos comenzaron a ganar presencia y difusión hasta que lograron ser reconocidos y ocuparon un lugar propio en el mosaico de manifestaciones de la época. El autor indicó que se les incluye en los espectáculos del Coliseo de la ciudad de México a fines del siglo XVIII por primera vez.
Durante la conferencia, el historiador compartió ejemplos de estos sones, a partir de reconstrucciones emprendidas por musicólogos. Sin embargo, advirtió que aún es difícil saber cuál era la estructura musical exacta de estas formas musicales y cómo sonaban en realidad porque, a diferencia de lo que ocurre con los villancicos y la música sacra del periodo, de estos sones no hay partituras. Empero, algunas tabladuras han dado indicios al respecto.
Luego de compartir un son extraído del álbum La guitarra en el México Barroco, el conferencista pasó al tema de las coplas prohibidas por la Inquisición.
Señaló, de entrada, que desde el siglo XVII la iglesia vigilaba atentamente el contenido de ciertas formas musicales populares porque eran sospechosas de promover la idolatría, la promiscuidad y, en general, de “faltarle a la moral cristiana”. Por lo menos, tales eran los principales asuntos fiscalizados por la iglesia.
A pesar de todo, las coplas se extendieron por todo el siglo XVIII y su contenido se hizo más peligroso… no sólo por sí mismas, como música, sino por otras costumbres culturales asociadas a ellas: los modos de vestir o de bailarlas, lascivos o escandalosos. Por todo esto fueron perseguidas.
Entre las coplas que hacían alusiones más o menos explícitas a lo sexual, por ejemplo, citó el chuchumbé, un baile que se hizo muy popular y en cuyas coplas se aludía al sexo y se burlaba del conservadurismo represor del clero. Un edicto emitido a mediados del siglo XVIII las prohibía por “excesivamente escandalosas” y establecía sanciones que llegaban a la excomunión. Pero en 1771 el chuchumbé seguía muy sano, vivito y coleando.
Otras coplas cuestionaban símbolos religiosos. “Los profanaban al aludir a ellos en formas coloquiales y desenfadadas. Esto nos habla del avance de la desacralización como proceso sociocultural. Entre los ejemplos que sobreviven hasta hoy existe una copla que representa una mofa al Miserere, por ejemplo”.
Lo significativo, explicaría el historiador, es que de la crítica religiosa se pasó a la crítica de la autoridad política, avizorando claramente la conciencia de una emancipación contra la injusticia. Mostró una de esas coplas, que data de 1808.
Concluiría indicando que las coplas son también documentos históricos, a través de los cuales podemos descubrir que no todo era “lealtad al monarca”, como pretenden hacerlo creer ciertas parcelas de la historia oficial. Llamaría a seguir estudiando estas manifestaciones culturales que ayudan a comprender y explicar las transformaciones en la conciencia de un pueblo cada vez más atento a la búsqueda de su propia identidad y a la construcción de su propio destino.
EN VIDEO
Un fragmento de la conferencia impartida el jueves en la dirección del Archivo Histórico Municipal y Museo de la ciudad.