Dos visiones complementarias acerca de la violencia se intersectan en el monólogo No me muevo, no grito, no tengo voz, que se organiza a su vez desde los monólogos La puta en el manicomio (Darío Fo / Franca Rame, 1977) y La violación (Franca Rame, 1975). El trabajo se presentó en Morelia en la penúltima jornada del festival de monólogos Teatro a una sola voz 2010, en dirección de Ernesto Cruz Gómez y con la actuación electrizante de Vanesa Vargas, ambos de la Compañía de Teatro de la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, en Monterrey.

Uno
La protagonista de La puta en el manicomio se ha desprendido de su cuerpo. Es una inquietante cabeza parlante. Pensamiento puro, reflexión en acto. Así aparece ante el público, con el resto de su anatomía negada, invisibilizada dentro de un cubo. Una cabeza aséptica, de cabellos lacios pulcramente recogidos con una cinta de color claro y una mirada fuerte, desafiante, que dialoga y responde a las preguntas de la doctora que la entrevista dentro de una institución psiquiátrica. Pronto veremos que el distanciamiento del personaje es su escudo y resguardo contra los horrores que le ha tocado vivir.
“Si una no ha sido puta, no sabe lo que es perderse el respeto a una misma –declara en algún momento–. Lo peor de este oficio es que te hace sentir como una cosa: un agujero, tetas, piernas, un culo, una boca. Y nada más. Nada más. Si una está metida en la mierda ¿qué hace? ¿tratar de nadar? ¿de no notar la peste? Y buscas a alguien que te suba a la barca en excursión de placer y casi te parece que te estás vengando: ¿Quieres coger, pedazo de mierda? ¿Quién te crees que eres porque tienes dos pesos? Pues entonces, paga. Coge y paga. Yo no estoy. Tú resoplas encima de mí, pero yo no estoy. Hago como que estoy, pero he salido. ¡Estás cogiéndote con una muerta, imbécil!
Acechada sexualmente desde niña en el hogar paterno; explotada laboral y sexualmente como sirvienta y luego en una fábrica de condiciones increíblemente insalubres (“había un estruendo horrible, hacía un calor para desmayarse y la peste de los disolventes daba un dolor de cabeza que no se podía aguantar”), esta prostituta interna en una clínica terminará narrando cómo sus compañeras de oficio han incendiado la casa de un industrial. El sentido de ese acto, así como sus motivos, será la línea de fondo de todo el monólogo.
Mientras, la historia de La puta en el manicomio es la de una puber ignorante de todo lo relativo al sexo el día de su iniciación sexual con un amigo de su edad (“Sólo sabíamos que los niños nacen de la tripa. No. No sentí nada. Bueno, sí: recuerdo que me dolió muchísimo el ombligo, porque creíamos que el amor se hace por ahí”.) y que se ufana de haber aprendido más tarde “todo sobre el sexo” en libros que muestran el cuerpo femenino y sus zonas de respuesta erótica como diagramas fríos e impersonales, idénticos a los que exhiben la anatomía de las reses y los diferentes cortes que puede obtener de ellas en una carnicería.
Es la historia de una mujer que sufre crisis de ira en las que se priva de sentido sólo para descubrir, horas después, que durante esas lagunas se ha perdido a sí misma, bailando y desnudándose hasta ser objeto de abuso incluso por los mismos policías que suelen levantarla de la calle para llevarla a alguna clínica (“suelo tener el cuerpo lleno de moretones, hasta en la cara. ¿Yo qué sé? La policía que me ha recogido dice que me he caído. No. Nunca hay testigos. Cuando llega la policía que me trae para acá, nunca hay nadie. O, de haber alguien, pasaba por ahí o acababa de llegar”).
Pero es también la historia de una sexoservidora con irónica conciencia de clase (“nunca me he encontrado con alguna colega que diga: ay, qué bonito es esto de ser puta. No. Todas dicen lo contrario: Voy a ahorrar un poquito con este oficio de mierda y pongo un negocio o una tiendita con mi hombre. ¡Ja!, que si fuera verdad todas las tienditas de la esquina las llevaríamos las putas”) y que cierto día, durante uno de los levantones con violación colectiva a los que está expuesta, identifica al líder de la pandilla: un influyente empresario junior (“un tipo conocido, con un carrazo de la empresa, despacho de primera, dos secretarias y amigos con clase… ¡tan cerdos como él!”).
Decidida a exhibirlo, maniobra hasta el punto en el que puede grabar una confesión que es enviada a la prensa pero que nunca se ventila en los medios, dados los intereses que el agresor representa. Más bien, lo que obtiene nuestro personaje es una golpiza anónima y casi fatal, que es la que desata la solidaridad de sus compañeras para ir a incendiar el edificio donde se localiza la oficina-habitación del culpable (“Incendio provocado, dijo la televisión. Un gesto político, dijo una de las enfermeras. La doctora joven se quedó un rato callada, pero luego dijo a su vez: Sí, esto fue un gesto político”).

Dos
Si el monólogo La puta en el manicomio impacta por la radical frialdad del personaje, que describe su historia sin otras pasiones que no sean la rabia o el sarcasmo contenidos, así como por las condiciones de desigualdad a las que todavía está sujeta durante la entrevista (“Oiga, ¿no sería mejor que viniera usted a sentarse aquí, a mi lado, en vez de quedarse allá arriba, que parece que está en la cabina de un avión? Es que me cuesta mucho decir ciertas cosas si no tengo a quién mirar a la cara, mientras hablo”), la escena dedicada al segundo monólogo, La violación, es una experiencia todavía más extrema porque los sentimientos y las sensaciones se encienden en lo más vivo, a flor de piel.
Insertada a la mitad del monólogo previo, en realidad La violación es un texto-exorcismo con el que la dramaturga y activista Franca Rame procuró conjurar una experiencia real que le aconteció en 1973, cuando por motivos políticos varios carabinieri disfrazados de civiles la secuestraron a bordo de una camioneta, donde tres de ellos la torturaron y la violaron antes de abandonarla en la calle.
En la edición electrónica de la revista Magazine Digital se conserva una entrevista realizada hacia 1995 en la que Rame habla sucintamente del hecho. Dice:
“En 1973, fui secuestrada y violada por varios hombres. Se trató de una intimidación política. Ya tenía 41 años, y en esa época me dedicaba a visitar cárceles e intentar liberar a detenidos políticos, a ocupantes de fábricas, a luchadores antifascistas... Lo recuerdo como si fuera ayer. Sentí una pistola o un dedo en la espalda, y me metieron en una furgoneta. Eran cuatro secuestradores. Lo que me hicieron aquellas fábricas de esperma durante horas, uno tras otro, fue tan horrible que tardé muchísimo tiempo en poderlo explicar. Al volver a casa sólo tuve fuerzas para decirle a Dario (Fo) y a la policía que me habían golpeado. Para poder sacar todo eso afuera, tuve que escribir un monólogo de teatro, La violación, y hacérselo decir a mi personaje. Cuando la obra se representó en Barcelona, un espectador tuvo un ataque de epilepsia. Dario se enteró de todo años después de que sucediera y ni siquiera ha podido ver esa obra”.

Tres
“No me muevo…, no grito. No tengo voz”. Estas tres afirmaciones va a repetirse una docena de veces, distribuidas al comienzo y casi al final de La violación, como frase que elimina todo lo superfluo y contiene, absoluta, la esencia del miedo, de la ira y de la humillación a que es sometido el personaje.
Las emociones que la actriz verbaliza en un extraordinario trabajo de tono vocal naturalista, son acentuadas por un estudiado fraseo de movimientos que, en contrapunto, establecen secuencias sucesivas y bien marcadas que hablan estilizada y alegóricamente de invalidez, de impotencia y desesperación. Ahora es el cuerpo temeroso hecho ovillo; ahora los brazos que se extienden, ansiosos de escape o el tronco que se tuerce, la pelvis que se proyecta, los muslos forzados, abiertos en tijera para consumar la invasión.
¡Twang! la cuerda que vibra. ¡Twing! la cuerda que se rompe. ¡Twong! la lira hecha pedazos. ¡Twang! ¡Twing! ¡Twong!
Y en medio de estos trazos, la angustiosa descripción en cressendo de las estaciones de la brutalidad, en despiadada primera persona: los primeros golpes al vientre para que la víctima sepa, por si aún lo dudara, que nadie está jugando. El sonido de una radio que transmite canciones de amor en la penumbra. La poderosa presencia de aquel que la inmoviliza de espaldas. La sorda sensación de la mente que rechaza comprender para no perderse en el horror de lo que está sucediendo. El ritual de los cigarrillos y la navaja contra las prendas y la piel para ir anticipando más miedo y más dolor antes del asalto definitivo.
Son diez minutos agónicos, al filo de lo soportable, desde esa escenografía de cubo por la que descienden, pendiendo de hilos, una decena de máscaras que dan cuenta de otras víctimas anónimas, todas con el grito congelado en la boca, mientras avanza la coreografiada carnicería que se corona por tres rupturas para los “¡Muévete, puta! ¡Tienes que hacerme gozar!” que profiere cada uno de los verdugos antes de que la inconsciencia llegue, bienhechora, a arropar a la víctima con su manto blanco.

Cuatro
Cualquier aproximación a la obra o al pensamiento de Darío Fo (Sangiano, Italia, 1926) y de Franca Rame (Milán, 1929) tiene que estar estrechamente urdida desde los ámbitos de la política y el teatro. En el caso de los monólogos que configuran No me muevo, no grito, no tengo voz, se trata ante todo de ver cómo las relaciones desiguales de poder pervierten cualquier posibilidad de lo humano al buscar la anulación del otro. Siguiendo un poco a Foucault, es evidente que para someter al otro hay primero que verlo, es decir construirlo (codificar su figura a la medida de nuestros intereses y ambiciones); este es un proceso habitual en las relaciones humanas. Pero en las condiciones de una distribución desigual del poder, conocer al otro es ya ponerlo de rodillas. Esto es contra lo que nos ponen en guardia tanto Rame como Fo.
Claro: No me muevo, no grito, no tengo voz se funda en dos trabajos centrados explícitamente en la violencia de género, en mujeres vistas desde la perspectiva de una relación de poder en la que el sexo ya no es un lenguaje en sí mismo (tal es su naturaleza), sino un instrumento de sumisión, una herramienta para humillar. Esa es la circunstancia, que en los dos trabajos es mostrada con un pathos dolorosamente poderoso.
También son dos textos hijos de su tiempo y, en tal sentido, feroces y honestos combatientes a favor de una clase trabajadora (hoy más desideologizada que nunca, pero sometida todavía a las mismas presiones de entonces, apenas maquilladas de un modo distinto). Desde tales ámbitos, la puesta en escena de la Compañía de Teatro de la Escuela de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León es una eficaz llamada de atención hacia experiencias como las Muertas de Juárez o toda la violencia que trae, hacia mujeres y niños, esta Guerra Total contra el narco que tan explícitamente estamos perdiendo.
Pero más allá de estas lecturas de género y de situación (perfectamente válidas), estamos ante una puesta que mira críticamente todo abuso de poder y toda forma de absolutismo fascista, ya desde los zarpazos ligeramente irónicos del texto de Fo, ya desde la radical, dolorosísima experiencia de autoconfesión de Rame, ambas estupendamente encarnadas por Vanessa Vargas. Otra noche memorable en el festival de monólogos.

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