Sólo si viene un corazón al mundo / rebosa el vaso humano y se hincha el mar.
Antonio Machado / Poesías completas. 1917
Luego de navegar Con toda la mar detrás –cantaría Patxi Andion–, el capitán Naufragio sobrevive al hundimiento de su nave por enésima vez.
Abandonado a la suerte, deriva. La corriente lo lanza, al fin, gulliverianamente, a la orilla de alguna LeGuiniana costa más lejana: nunca remanso, sino espacio muy activo para experiencias que llevan al personaje a poner en perspectiva cuanto ha sido su vida.
Es así que, totalmente solo, el capitán sueña, evoca, delira y hace el recuento de aciertos y daños (“diez mujeres, cien puertos, veinte fantasmas, Cuatrocientos golpes [¡guiño a Truffaut y al inolvidable Antoine Doiniel!], trescientos sueños, setenta pesadillas…”).
Comprendiendo que “casi muertos, en esta soledad de mar y arena sólo tenemos la pasión para sabernos vivos”, hunde su mano bajo las aguas, hacia la profundidad de ese océano / abismo de la psique, y de allí extrae una vela maravillosa que extiende cual pantalla para proyectar, con siluetas de teatro de sombras, el episodio–suma de sus recuerdos más dolorosos: el del niño que afronta la indiferencia y el abandono paternos:
“¡Papaaá!” (grito de alegría para encaramarse a los hombros del progenitor, saltando desde la noble frondosidad del árbol / madre, del árbol / fundamento y pertenencia). “¿Vendrás a tiempo a mi fiesta de cumpleaños?” (Y el silencio de la sombra que nunca habla). “¿Iremos al circo?” (Y la sombra que comienza a perder foco y sustancia). “¡Vamos al zoológico!” (Y el padre que se aleja y se disuelve). “¿Me llevarás contigo?” (Y la sombra que se ha marchado). “¿Volverás?” (Y, como única respuesta, un vendaval desvanecido).
Estos cuadros de apertura para el unipersonal Ron de arena (dramaturgia de Rogelio Luna con el grupo Teatro Artimañas, procedente de Morelos) dan paso a un viaje iniciático para nuestro personaje que, por un lado, muy a la Dante, se halla a la mitad del camino de su vida, pero que al mismo tiempo es un niño interior en pos de sanarse para volver a crecer y recuperarse como dueño de su propia historia. De allí que recapitule sus pasos, fabule con personajes que le permiten asimilar lecciones y vaya articulando las claves que le devuelvan la veracidad de un alma con la cual ser, sentir, pensar y entregarse al mundo con nuevos bríos.
Tercera noche en el festival de monólogos Teatro a una sola voz, en Morelia, y en el escenario del foro La Bodega, de la mano del actor y titiritero Sergio Guevara Althabe, se despliega una Odisea o, si prefieren, de manera más discreta pero no menos importante, el solitario viaje de un argonauta dispuesto a crecerse al castigo para reemprender la búsqueda de su Vellocino.
Lo del castigo es más que una frase. De acuerdo a Gastón Bachelard, uno de los ensayistas que más admiro a la hora de pensar en la poética de los símbolos, la imagen del náufrago es un símbolo que alude a la idea de castigo. Un náufrago ha cometido algún error y a causa de ese error ahora lucha por su vida. Si corrige y tiene suerte, saldrá adelante. Todo viajero corre siempre el riesgo de naufragar. Cada periplo está ligado al potencial infortunio de los hombres.
Sin embargo, como en toda Odisea, el viaje en Ron de arena está lleno de acechanzas y desafíos que el personaje, con su actitud, puede transformar en simbólicos aliados y en presencias cómplices. De hecho, así ocurre en este trabajo y cada antagonista se transforma en un guía o en una pista para el protagonista.
Así pasa, por ejemplo, con esa vermiforme roca–mojiganga que encarna a la Mentira (¡Y qué imagen!: un gusano de piedra y de voz cantarina [a la manera de los oráculos o de las pitonisas], que envuelve al personaje y que algo tiene de duquesa, reina o emperatriz, pues al fin y al cabo la mentira es Señora en este mundo). El diálogo entre ambos no tiene desperdicio, ni en los momentos de humor irónico ni en los de intensidad:
Este asunto de buscar, merecer y alcanzar lo auténtico es el gran tema de la obra. Para nuestro capitán, la revisión de lo que ha sido su vida significa, ante todo, enfrentar sus mentiras y sus disimulos.
La situación básica es la de aquel niño que ya conocimos en el cuadro de las sombras chinescas y que, luego de ser abandonado (y de ser, por tanto, convertido en náufrago), le escribe un mensaje a su padre, lo mete en una botellita y lo lanza hacia altamar. “Papá –dice la sencilla carta– ya no digas mentiras”.
El mensaje recurre una y otra vez, con distintos modos y acentos, a todo lo largo de la puesta en escena.
Está presente en las palabras que le dirige a Naufragio esa mefistofélica presencia, mitad zorro, mitad armadillo, que le explica: “La gente llega aquí y escucha. Algunos vienen a jugar; otros, con un mundo nuevo en sus corazones. La mayoría vive inédita… y muere igual. Todo depende de la música, lo sabes. El resto es falso”.
Deviene amoroso reproche en labios de esa Eva / Eros que le reclama su cómodo conformismo: “¿Cuándo, dónde abandonaste tus sueños? ¿En la esquina de cuál bar? ¿En la blandura de qué lecho? ¿En los brazos y piernas de quién? ¿Fue en una calle, una oficina, un shopping? (…) En un verano permanente la vida es fácil: los sueños húmedos, la visión clara, la confusión, un futuro que no llega. ¿Dónde dejaste la mitad del sueño incubado en las islas, el mar, las carreteras? Tu viaje ha naufragado nuevamente”.
El momento supremo concurre en el enfrentamiento de Naufragio con su padre: ese maniquí mecatrónico de saco y bufanda, cuya cabeza no es sino un globo blanco que sale despedido tan pronto el hijo lo desafía y rompe en pedazos la carta que jamás leyó su destinatario.
Hay mucho más. Deben ser 12 ó 15 cuadros distribuidos en 70 minutos, cada uno sembrado de imágenes inquietantes porque interpelan en lo más vivo diversas zonas de nuestra experiencia.
Lo interesante, en términos de discurso, es que Ron de arena se construye desde una textura simbólica bien problematizada, lo cual significa que sus metáforas, signos, estampas y símbolos están generosamente abiertos.
Me ocupo aquí sólo de la cuestión del padre. La paterna es una imagen de autoridad. El padre de familia representa el orden, la ley y, por extensión, toda noción de gobierno y de liderazgo.
Un poco a la manera del extraordinario clásico Pescar águilas (Jesús Coronado, 1995, compañía El Rinoceronte enamorado, y vista en Morelia en 2005), en Ron de arena el tema del abandono paterno va más allá de ilustrar un mero conflicto existencial e íntimo, común a muchos, y adquiere en cambio una connotación política y social totalmente clara en varios momentos y frases: “Me gustas, Democracia… pero estás como ausente”. “Somos miles de náufragos escribiendo testamentos en botellas que arrojamos al mar”. “No importa lo que pase: seguirá sin pasar hasta que haya pasado” (¿Kierkegaard?). Y dos frases que figuraron en las manifestaciones de jóvenes barceloneses del año pasado: “Esto no es una crisis: es una estafa” y “Si no nos dejan soñar… no los dejaremos dormir” (no ubico al autor, pero tengo el fuerte sabor de que no es una consigna anónima).
El reproche final al padre, en el episodio del globo, insiste en este mismo sentido colectivo y social: “¿Giras? ¿Huyes? Igual, igual. La historia se repite: una vez como tragedia, ahora ¿como comedia? [una paráfrasis de Marx]. Hiciste un melodrama de nuestra existencia, ¿lo sabías? Una costumbre nacional, supongo. Girar en círculos sin salida posible. Es lo que has hecho siempre. Lo que me enseñaste”.
O:
“Ahí están, tendidos. Todos los buenos hombres. Muertos. Todos llevan la huella del asesinato. Todos ejecutados sin un juicio justo. Desde el oscuro ocaso hasta la sucia aurora, algunos jugaron sus cartas. La bebida y la droga hicieron el resto. Todos eran buenos y honestos: sólo querían el oro y el trono, las mujeres, un par de pantuflas, un buen fin de semana. Los envolvieron con telas y sogas y los echaron al mar, diez brazas al fondo, camino de otro Infierno. Nadie contará sus historias… o las contarán mal. Ninguna mujer de ojos salvajes llorará por ellos”.
Por lo demás, en términos técnicos, la puesta es también una delicia. Hay mucha producción, pero resuelta con eficaz sencillez: un océano de tafetanes iluminados por calles y luminarias de piso, una isla de cartón piedra y un recorrido por títeres que acuden a varias técnicas, desde el títere de mesa y los de vara, hasta la mojiganga o el robot mecatrónico (que le debemos al talento de Miguel Ángel Marchese), pasando por un curioso híbrido que tiene mucho de bocón con partes vivas.
Todo para alcanzar la gran reconciliación final: el cuadro musicalizado con La Vida en Rosa en versión de cajita de música en la idílica escena del retorno / invención de un entrañable y apacible hogar confeccionado en cálidos y diminutos títeres de mesa.
Es un gran momento. Un momento de lúcida felicidad, pues en medio del embeleso hogareño, del retorno a Itaca, el personaje se permite un paréntesis para reafirmar su ascendiente. Es feliz estacionado en ese hogar estable y seguro, que ha ganado y merecido al medirse consigo mismo: “pero siempre, siempre volveré al mar”.
Y, como epílogo conclusivo, el descenso sobre la casita de esa presencia alada (ya ángel, ya el mismísimo Dios), que, intrigado ante tanta felicidad verdadera, inquiere, cómplice: “¿Dejarán de mentir?” Y la respuesta del capi Naufragio: “¿Y tú me lo preguntas? ¡No lo sé! Nada es para siempre… ni siquiera nosotros”, rubricada por los acordes de la subversiva Simpatía por el diablo, de los Rolling Stones.
Tercera noche en el festival de monólogos Teatro a una sola voz, en Morelia, y en el escenario del foro La Bodega, de la mano del actor y titiritero Sergio Guevara Althabe, se despliega una Odisea o, si prefieren, de manera más discreta pero no menos importante, el solitario viaje de un argonauta dispuesto a crecerse al castigo para reemprender la búsqueda de su Vellocino.
Lo del castigo es más que una frase. De acuerdo a Gastón Bachelard, uno de los ensayistas que más admiro a la hora de pensar en la poética de los símbolos, la imagen del náufrago es un símbolo que alude a la idea de castigo. Un náufrago ha cometido algún error y a causa de ese error ahora lucha por su vida. Si corrige y tiene suerte, saldrá adelante. Todo viajero corre siempre el riesgo de naufragar. Cada periplo está ligado al potencial infortunio de los hombres.
Sin embargo, como en toda Odisea, el viaje en Ron de arena está lleno de acechanzas y desafíos que el personaje, con su actitud, puede transformar en simbólicos aliados y en presencias cómplices. De hecho, así ocurre en este trabajo y cada antagonista se transforma en un guía o en una pista para el protagonista.
Así pasa, por ejemplo, con esa vermiforme roca–mojiganga que encarna a la Mentira (¡Y qué imagen!: un gusano de piedra y de voz cantarina [a la manera de los oráculos o de las pitonisas], que envuelve al personaje y que algo tiene de duquesa, reina o emperatriz, pues al fin y al cabo la mentira es Señora en este mundo). El diálogo entre ambos no tiene desperdicio, ni en los momentos de humor irónico ni en los de intensidad:
– La mentira es un crimen –dice la entidad–. Yo soy una mentira. ¿Quién demonios eres tú?
– Naufragio.
– ¿Nombre o situación?
– Capitán Naufragio: así me llaman.
– Debes tener mucha suerte, capitán.
– Mucha… Muy mala, pero mucha. ¿Esto es el Paraíso?
– Ja, ja, ja. Lo que dejaron de él ingleses, españoles, portugueses, estadunidenses, turistas, antropólogos, un par de terremotos y un tsunami… Lo único bueno fue Gauguin. Y obtuvo fama, sífilis y lepra. El Infierno debe estar mejor.
– Entonces ¡es verdad! He muerto.
– No te hagas ilusiones.
– ¿Vivo?
– ¿Entregas todo en cada instante? ¿Amas, te rebelas, luchas? Eres un hombrecito que deambula de la cama a la mesa, a la silla, a la fila. Soy la mentira en la que habitas. La pregunta es si mereces alguna verdad.
Este asunto de buscar, merecer y alcanzar lo auténtico es el gran tema de la obra. Para nuestro capitán, la revisión de lo que ha sido su vida significa, ante todo, enfrentar sus mentiras y sus disimulos.
La situación básica es la de aquel niño que ya conocimos en el cuadro de las sombras chinescas y que, luego de ser abandonado (y de ser, por tanto, convertido en náufrago), le escribe un mensaje a su padre, lo mete en una botellita y lo lanza hacia altamar. “Papá –dice la sencilla carta– ya no digas mentiras”.
El mensaje recurre una y otra vez, con distintos modos y acentos, a todo lo largo de la puesta en escena.
Está presente en las palabras que le dirige a Naufragio esa mefistofélica presencia, mitad zorro, mitad armadillo, que le explica: “La gente llega aquí y escucha. Algunos vienen a jugar; otros, con un mundo nuevo en sus corazones. La mayoría vive inédita… y muere igual. Todo depende de la música, lo sabes. El resto es falso”.
Deviene amoroso reproche en labios de esa Eva / Eros que le reclama su cómodo conformismo: “¿Cuándo, dónde abandonaste tus sueños? ¿En la esquina de cuál bar? ¿En la blandura de qué lecho? ¿En los brazos y piernas de quién? ¿Fue en una calle, una oficina, un shopping? (…) En un verano permanente la vida es fácil: los sueños húmedos, la visión clara, la confusión, un futuro que no llega. ¿Dónde dejaste la mitad del sueño incubado en las islas, el mar, las carreteras? Tu viaje ha naufragado nuevamente”.
El momento supremo concurre en el enfrentamiento de Naufragio con su padre: ese maniquí mecatrónico de saco y bufanda, cuya cabeza no es sino un globo blanco que sale despedido tan pronto el hijo lo desafía y rompe en pedazos la carta que jamás leyó su destinatario.
Hay mucho más. Deben ser 12 ó 15 cuadros distribuidos en 70 minutos, cada uno sembrado de imágenes inquietantes porque interpelan en lo más vivo diversas zonas de nuestra experiencia.
Lo interesante, en términos de discurso, es que Ron de arena se construye desde una textura simbólica bien problematizada, lo cual significa que sus metáforas, signos, estampas y símbolos están generosamente abiertos.
Me ocupo aquí sólo de la cuestión del padre. La paterna es una imagen de autoridad. El padre de familia representa el orden, la ley y, por extensión, toda noción de gobierno y de liderazgo.
Un poco a la manera del extraordinario clásico Pescar águilas (Jesús Coronado, 1995, compañía El Rinoceronte enamorado, y vista en Morelia en 2005), en Ron de arena el tema del abandono paterno va más allá de ilustrar un mero conflicto existencial e íntimo, común a muchos, y adquiere en cambio una connotación política y social totalmente clara en varios momentos y frases: “Me gustas, Democracia… pero estás como ausente”. “Somos miles de náufragos escribiendo testamentos en botellas que arrojamos al mar”. “No importa lo que pase: seguirá sin pasar hasta que haya pasado” (¿Kierkegaard?). Y dos frases que figuraron en las manifestaciones de jóvenes barceloneses del año pasado: “Esto no es una crisis: es una estafa” y “Si no nos dejan soñar… no los dejaremos dormir” (no ubico al autor, pero tengo el fuerte sabor de que no es una consigna anónima).
El reproche final al padre, en el episodio del globo, insiste en este mismo sentido colectivo y social: “¿Giras? ¿Huyes? Igual, igual. La historia se repite: una vez como tragedia, ahora ¿como comedia? [una paráfrasis de Marx]. Hiciste un melodrama de nuestra existencia, ¿lo sabías? Una costumbre nacional, supongo. Girar en círculos sin salida posible. Es lo que has hecho siempre. Lo que me enseñaste”.
O:
“Ahí están, tendidos. Todos los buenos hombres. Muertos. Todos llevan la huella del asesinato. Todos ejecutados sin un juicio justo. Desde el oscuro ocaso hasta la sucia aurora, algunos jugaron sus cartas. La bebida y la droga hicieron el resto. Todos eran buenos y honestos: sólo querían el oro y el trono, las mujeres, un par de pantuflas, un buen fin de semana. Los envolvieron con telas y sogas y los echaron al mar, diez brazas al fondo, camino de otro Infierno. Nadie contará sus historias… o las contarán mal. Ninguna mujer de ojos salvajes llorará por ellos”.
Por lo demás, en términos técnicos, la puesta es también una delicia. Hay mucha producción, pero resuelta con eficaz sencillez: un océano de tafetanes iluminados por calles y luminarias de piso, una isla de cartón piedra y un recorrido por títeres que acuden a varias técnicas, desde el títere de mesa y los de vara, hasta la mojiganga o el robot mecatrónico (que le debemos al talento de Miguel Ángel Marchese), pasando por un curioso híbrido que tiene mucho de bocón con partes vivas.
Todo para alcanzar la gran reconciliación final: el cuadro musicalizado con La Vida en Rosa en versión de cajita de música en la idílica escena del retorno / invención de un entrañable y apacible hogar confeccionado en cálidos y diminutos títeres de mesa.
Es un gran momento. Un momento de lúcida felicidad, pues en medio del embeleso hogareño, del retorno a Itaca, el personaje se permite un paréntesis para reafirmar su ascendiente. Es feliz estacionado en ese hogar estable y seguro, que ha ganado y merecido al medirse consigo mismo: “pero siempre, siempre volveré al mar”.
Y, como epílogo conclusivo, el descenso sobre la casita de esa presencia alada (ya ángel, ya el mismísimo Dios), que, intrigado ante tanta felicidad verdadera, inquiere, cómplice: “¿Dejarán de mentir?” Y la respuesta del capi Naufragio: “¿Y tú me lo preguntas? ¡No lo sé! Nada es para siempre… ni siquiera nosotros”, rubricada por los acordes de la subversiva Simpatía por el diablo, de los Rolling Stones.