Siempre Primavera, de Cristóbal Tavera
Maravillas y delirios cotidianos
Íntimo y cercano en la elección de sus temas, severo en la construcción de las formas y atento a permanentes operaciones sintéticas que lo llevan a prescindir de todo lo accesorio para quedarse con lo esencial indispensable, Cristóbal Tavera dibuja como quien se confiesa. Gracias a esta actitud directa y transparente (pero en absoluto fácil), su fuerza creadora engendra formas imaginativa y expresivamente vivas.
No es poca cosa en los tiempos que corren y de allí el valor de la exposición Siempre Primavera, XV años de gráfica, que se aloja en cuatro salas de la planta alta del Museo de Arte Contemporáneo Alfredo Zalce (Macaz). La muestra reúne una selección de 60 títulos que dan cuenta de tres lustros de quehacer de este moreliano cosmopolita y se mantendrá abierta al público hasta el próximo día 1 de junio.
EN VIDEO Aspectos a la obra y comentarios
Siempre Primavera se inauguró el pasado 11 de mayo, junto con la exposición Espejos y sombras (instalada en la planta baja del museo) y lo primero que quiero hacer en este post es recuperar una tesis que el autor visual Miguel Carmona Virgen compartió con el público aquella noche, al presentar los trabajos de Cristóbal.
“Para mí –dijo– los artistas gráficos son los más respetables porque son verdaderos creadores de lenguaje. En el dibujo hay una virtud por encima de la pintura: permanece. La pintura tiene la ventaja/desventaja de ser color y el color lo vemos a diario; por el contrario, las líneas no las vemos. Muchas veces ni siquiera las adivinamos”.
En efecto, el grabado le permite a Cristóbal Tavera traducir a líneas cuanto ve o imagina; la línea significa una voluntad de orden y de descripción. Lo interesante es que, aunque Tavera conserva de este modo una relación estrecha con el mundo concreto, su espíritu se mantiene lejos de cualquier afirmación naturalista que lo habría podido llevar a un pintoresquismo anecdótico más o menos vacío.
Por el contrario, el autor elimina todo sentimentalismo –que, se los recuerdo, no es lo mismo que sentimiento– y, libre de tal impureza, encuentra en el plano relaciones lineales de poderosa eficacia expresiva que conducen a sus trabajos a un ámbito más allá de la mera representación.
Líneas arriba he tratado de describir esto aduciendo que Cristóbal trabaja “como quien se confiesa”. Lo que he querido decir es que, a fuerza de afinar la sensibilidad y de purificar trazos y formas, Tavera consigue un raro y desafiante acierto: el de sobreponer a la simple imagen de representación una imagen de creación que lo retrata a sí mismo. Y este “retratarse a sí mismo”, desde el rigor que despliega nuestro artista, significa plasmar la actitud y las emociones que le despiertan sus temas, pero también implica un distanciamiento crítico, fundado la mayor parte de las veces en un exquisito sentido del humor.
Si tuviera que acudir a una frase para señalar las virtudes de la obra de Cristóbal, tal vez diría que el suyo es un dibujo construido desde adentro. Pero esto, dicho así, quizás parezca una perogrullada y probablemente tampoco le revele mucho al lector medio.
Debo abundar.
Pensando de manera particular en la mayoría de sus linóleos, que son los que se ocupan de los temas más domésticos e íntimos; en algunas xilografías, así como en las cuatro o cinco mixtas al aguafuerte y la aguatinta protagonizadas por el personaje de la colegiala, el espectador atento puede advertir hasta qué punto Tavera se conmueve y se ocupa de distintas manifestaciones de la injusticia y del sufrimiento cotidianos (la voracidad de un sistema/pez, la huérfana errancia por indiferentes o caóticos espacios domésticos que deberían ser cálidos, la guerra, las pérdidas afectivas, la soledad específica que resulta de las ausencias o de la incomprensión, los encuentros insólitos con uno mismo, la contaminación ambiental…). Pero en vez de manifestar sus sentimientos hacia tales experiencias con recursos llanamente representativos, que inevitablemente habrían devenido anecdóticos, subjetivos y, en definitiva, coyunturales (es decir prescindibles y transitorios), el autor concibe, articula y desarrolla las formas de tal modo que refiere esos hechos con una definida nota de impersonalidad. Esta operación creativa hace que en sus grabados las formas adquieran la categoría de símbolos.
No es otro, a mi entender, el triunfo de Tavera en esta exquisita selección de trabajos en los que el sentimiento no se manifiesta nunca como vibración superficial, sino como forma estructural, libre de toda trivialidad (sea en la modulación, en el gesto o incluso en el ademán).
Ahí están, para probarlo, esas recurrentes sillas vacías como expresión de la espera; las nubes negras como precipitación del desastre; esas casas que devienen espirales, laberinto, hogares pasados a serrucho (en Los parientes mágicos), bombas de tiempo o catafalcos (y cómo me has conmovido, Cristóbal, con la contenida angustia del díptico en xilografía La espera, ante todo por lo que implican esas huellas que se pierden en el lluvioso y desahuciado horizonte, puesta esa imagen en perspectiva con la de esa casa–ataúd coronada con nubarrón).
Otros notables momentos de imagen–símbolo, ya lo acoté líneas arriba, son los de esa puberta de uniforme escolar y mochila a la espalda que surca los escenarios más insólitos como manifestación de las potencias de la vida sobreviviendo y abriéndose paso a través del cochambroso tizne de las fábricas, del vientre de gigantescos peces fantásticos, de casas sembradas de espacios ominosamente umbrosos y de escaleras escherianamente delirantes o deambulando por la cubierta y los cañones de compactos buques de guerra.
Es en este sentido en el que hablo de un “dibujo construido desde adentro”, expresión de un indomable pathos que logra objetivarse y volverse, por tanto, universal.
Por lo demás, ya desde el terreno de lo técnico, Cristóbal Tavera está a sus anchas manejando la punta dura del buril sobre la plancha metálica porque el instrumento le da un control absoluto en el tratamiento de la línea; más aún, le brinda una precisión completa hasta en sus fluctuaciones tonales. Véase, para el caso, la extraordinaria y humorística simplicidad de Y además, yo no soy tu gato (que, por cierto –y más allá del magritteano guiño a Esto no es una pipa–, se me antoja el mejor autorretrato del autor porque Cristóbal Tavera tiene en su mirada mucho de la jocosa sabiduría del Gato de Chesire en el célebre relato de Carroll: me parece que es la actitud con la que su imaginación asiste al espectáculo de la vida).
Mientras, en las xilografías, donde cada corte sobre la madera establece zonas netas de blanco y negro, trabaja con el virtuosismo de quien ha ido depurando los desafíos técnicos para dotar a la línea de modulaciones tan palpitantes e intensamente vivas como en El recibir está el dar.
Y en los aguafuertes y los trabajos en puntaseca, donde los acordes lineales son amplísimos, predominan las líneas fuertes y seguras, aunque el autor enriquece los trazos con una potencia de sugestión dinámica que rara vez podemos encontrar en otros artistas gráficos michoacanos.
Es así como, a resultas de un ejercicio de rigurosa reflexión artística, la deformación de las figuras en los grabados de Tavera desaparece como tal y todas sus audacias resultan pertinentes y legítimas en el plano de una, digamos, sobrenaturaleza creada por el poderoso mundo interior del grabador. Creo que esto es mucho más importante de lo que parece porque el proceso de jugar y deformar las figuras, en un autor con menos talento, acaba siempre en la caricatura y esto no ocurre con Tavera, excepto en los casos precisos en los que deliberadamente busca tal efecto: por ejemplo en el Gregorio Samsa de Los parientes mágicos, un aguafuerte en el cual –aprovecho para decirlo de pasada– construye una estructura simbólica de enorme carga política, pero en la que lo político es concebido y manifestado de la manera artística correcta: atravesado por lo íntimo, lo mítico y lo lúdico.
Caso aparte ameritan sus fotografías digitales transferidas a papel algodón, pertenecientes a la serie “Objetos encontrados” (cuyo nombre alude a uno de los mecanismos de creación adoptados por los surrealistas de hace casi ochenta años, siempre tan viejos y tan nuevos).
En estas fotos, una vez más instalado en lo cotidiano, lo cercano y lo íntimo, Tavera colecciona imágenes, las interviene, las manipula, las interpola y obtiene metáforas insólitas, preñadas esta vez de cualidades absolutamente plásticas, que participan del grafiti, del collage y del afiche publicitario.
He aquí, pues, una gran exposición, con las obras de un artista que, como dijera el autor y crítico xalapeño Omar Gasca durante la presentación del catálogo, “trabaja mucho y trabaja bien”. La muestra incluye además algunas matrices de grabado, entre ellas la de la inquietante xilografía Padre y madre depositando 5 parásitos básicos en el interior del hijo, la cual (sentimental que soy) tiene para mí, entre otros efectos, el de mandarme directo y sin escalas a la canción Esos locos bajitos, de Serrat.
No se la pierda.