Eduardo Thomas, entrevista
Los perfiles de Injerto
El curador de la sección videoexperimental
Injerto habla acerca de los realizadores participantes este año. Las proyecciones tendrán como sede la Escuela Popular de Bellas Artes plantel centro histórico. El acceso es gratuito.
Por lo demás, aunque el siguente material es asequible con el catálogo electrónico de Ambulante 2011, adjunto a continuación las reflexiones de María Minera en torno a los contenidos de Injerto 2011, cuyos títulos giran en torno al tema de las Constelaciones del lenguaje, es decir, todos los lenguajes que no son parte de nuestra oralidad habitual.
Injerto: escrituras del cine
María Minera
Para los primeros cineastas experimentales se hizo muy pronto evidente que, para ser usado como dispositivo artístico, el cine necesitaba empezar por contradecirse a sí mismo. Aquello que al cine documental o narrativo le era tremendamente útil —la veracidad—, aquí representaba un estorbo. La capacidad de registrar con toda fidelidad el entorno debía, pues, ser por lo menos mitigada, si lo que se buscaba era conseguir la autonomía estética propia de otras expresiones artísticas como la novela o la pintura (porque incluso a la novela más realista le falta lo que al cine le sobra: volumen, podríamos decir). Había, por tanto, que encontrar otros modos de transmitir la inmediatez. Fue así que los cineastas se dieron a la tarea de producir toda clase de efectos y mecanismos —vidrios que distorsionaban la imagen, animaciones abstractas, condiciones extremas de luz, uso de textos, etcétera— que sirvieran para poner hasta cierto punto a raya la irrefrenable tendencia del cine por mostrar las cosas tal y como son. No obstante, lo que fi nalmente llevaría al cine experimental —avant-garde, como se le llamaba entonces— más allá del documento y la fi cción convencional, y lo pondría a la vez a salvo de caer en un mero ejercicio artesanal, sería, como demostraron los cineastas rusos, el descubrimiento de las posibilidades inagotables del montaje; un procedimiento que, según lo defi nió Theodor W. Adorno, en lugar de “interferir directamente en las cosas, las acomoda en una constelación que tiende a parecerse a la de la escritura”. Para el fi lósofo, “todo lo que no es estrictamente cinematográfico en una película” —y pone como ejemplo La noche (1961), de Michelangelo Antonioni— es lo que le da el poder de expresar, “como desde lo profundo de los ojos, el vacío del tiempo” (de ese tiempo: conocido, lineal). En otras palabras, el modo subjetivo de la experiencia —aquel que no responde a lo estrictamente cinematográfi co— es el único capaz de otorgar a un filme su carácter artístico. Ahí las imágenes ya no se funden en un fl ujo continuo; por el contrario, buscan contrastarse unas con otras pues sólo la discontinuidad de las imágenes del mundo interior se acerca, nos dice Adorno, al fenómeno de la escritura: que improvisa, que va y viene, que abstrae. Dos cosas, entonces: el cine más que fi lmarse se escribe pero con una escritura propia, interna (“El medio por excelencia está íntimamente relacionado con la belleza de la naturaleza”, señala Adorno). Por ello no puede decirse que exista una sola manera de escribir —de hacer— cine; lo que hay son modos: constelaciones de lenguaje.
Con el tiempo, y como es natural, estas constelaciones se hicieron más complejas —a la par de la tecnología— en su intento por llevar el lenguaje cinematográfico cada vez más lejos (hasta las fronteras de otras disciplinas como, digamos, la música y las artes visuales). En la sección Injerto de Ambulante 2011 se han incluido cuatro cortometrajes a cargo de Vicki Bennett, artista multimedia y disc jockey inglesa mejor conocida como People Like Us, en los que es posible ver, por ejemplo, cómo la idea de Sergéi Eisenstein del montaje como colisión o conflicto es conducida a un territorio límite —más parecido a los sueños que al cine— en que los elementos secuenciales no sólo no se perciben uno junto al otro: tampoco, necesariamente, uno encima del otro —según quería el director ruso— sino de todas las maneras posibles. A veces dos o tres elementos confluyen en la pantalla; a veces uno y otro reaparecen por turnos o se desplazan por el espacio, poniendo seriamente en duda la noción misma de secuencia. En Trabajo, descanso y juego (2007), la pantalla, seccionada en tres partes, nos deja ver a un niño que se levanta de la cama; más allá, una puerta; detrás de la puerta, el mar; al lado del mar, un clavadista que al arrojarse al agua desata una explosión que da pie al surgimiento de una máquina de escribir en cuyo papel es posible observar de nuevo el mar, del cual brota de pronto la imagen desdoblada de una secretaria a la que le suena con insistencia el teléfono; junto a ella, un grupo de amas de casa mira la televisión; se escucha un gong; unos niños tocan un xilófono mientras los cuadros de al lado nos muestran a un jugador de golf, unos aviones de juguete, un campo de flores. Como se ve, estamos ante un ensamblaje cinematográfico de gran complejidad cuyo asunto —el papel que juega la tecnología en la elaboración de la idea colectiva de futuro— nos es entregado a manera de mensaje diríase subliminal: en efecto, la idea, como en la teoría de Eisenstein, “surge del choque de las tomas independientes”; sólo que aquí, como si se tratara de un enorme rompecabezas, debemos esperar a que choquen no dos sino todas las piezas para que al final pueda surgir la idea que se fue formando, a lo largo del filme, por debajo del umbral de la conciencia.
Tanto en esta cinta como en Descubriendo la música electrónica (1999), El controlador remoto (2003) y Desfile (2009), People Like Us trabaja con “material encontrado”: pietaje de distinta índole (educativo, comercial, industrial) que la artista toma prestado de diversos archivos públicos para generar, a través de collages audiovisuales y muy al estilo cubista, lo que ella misma define como “un acercamiento humorístico y surrealista que busca replantear la naturaleza de los contenidos originales”.
También son las sutilezas del montaje las que ocupan al japonés Takashi Ito, aunque su asunto es mucho más abstracto. Lo que da origen a sus filmes no es un conjunto de temas específicos sino una zona de trabajo: la frontera entre la fotografía y el cine, donde el cineasta ubica esas verdaderas “montañas rusas” que son sus exploraciones visuales según la crítica. En efecto: si en los collages de People Like Us es aún posible vislumbrar la presencia de un residuo narrativo, aquí lo que hay es sensación pura; los ojos dejan de ser la puerta del entendimiento para volverse simples receptáculos de los estímulos visuales y sonoros que brotan sin descanso de la pantalla. En Spacy (1981), considerada por muchos su obra maestra, Ito consigue algo muy improbable: mantener al espectador al filo del asiento por la simple manera de aproximarse, casi en la oscuridad, a un espacioso gimnasio vacío. Realizada a lo largo de dos años, la cinta está conformada por setecientas fotografías fijas del gimnasio que el director refotografió cuadro por cuadro, de acuerdo con una estricta regla que marcaba que a todo movimiento rectilíneo debía seguir uno circular: una técnica de animación en cierto sentido elemental —y conocida: los cineastas experimentales japoneses de los años setenta la utilizaban con frecuencia— que en la obra de Ito alcanza, no obstante, un grado de sofisticación y complejidad ciertamente novedoso y perturbador. Algo de ese misterio está presente también en Diario fotográfico 87, cinta de corte autobiográfico en la que el director hace un recorrido por el año 1987 a través de las fotografías que él mismo tomó durante ese periodo: desde la ventana de su casa, en una boda, en la calle, frente a un parque, etcétera. De nuevo, nada más alejado de la crónica o el recuento tradicional que este intrincado ensamblaje de instantáneas que, más que mostrar el día a día de Takashi Ito, parece revelar su vida interior: cómo percibe los sucesos, qué cosas llaman su atención, cómo se relaciona con las personas de su entorno, qué emociones le despiertan. “Mi intención es transformar las escenas cotidianas y meter al espectador en un torbellino de ilusiones sobrenaturales”, dijo Ito alguna vez, y eso es exactamente lo que logra.
El “reciclaje” de materiales fílmicos es también el punto de partida de las artistas Zoe Beloff y Lisl Ponger. Cada una, sin embargo, lo lleva a un terreno distinto. A partir de cintas caseras encontradas en mercadillos y tiendas de viejo, Beloff construye una asombrosa fi cción que da vida a una curiosa cofradía de habitantes de Coney Island que, inspirados por la sonada visita de Sigmund Freud al lugar —un hecho real ocurrido en el verano de 1909—, se proponen dar rienda suelta a la exploración del subconsciente; para ello fundan en 1926 la Sociedad Psicoanalítica Amateur de Coney Island, cuya principal actividad consiste en filmar los sueños de cada miembro para después analizarlos colectivamente. Cabe decir que, a partir de esta interesante premisa, Beloff se dio a la tarea nada sencilla de crear el archivo completo de los “sueños” del círculo psicoanalítico cuya vida se extendió —como ella imagina— hasta entrados los años setenta; cada sueño es un cortometraje y una aproximación cinematográfi ca —y desde luego onírica— diferente (el proyecto va del blanco y negro al color, como corresponde al paso del tiempo). El señor Rosenzweig, por ejemplo, sueña que se transforma en un oso, y aunque al principio lo disfruta —“Las damas me colman de atenciones”, dice—, después teme que lo descubran y dejen de quererlo y acariciarlo; el señor Grass tiene un sueño en el que su jefe y todos sus empleados son una tropa de enanos a los que debe ayudar a subir a un barco que está por zarpar; Charmian de Forde se sueña como una enorme mantis religiosa y Beverly D’Angelo como la niña a la que todos dejan plantada en su fiesta. Lo más sorprendente aquí no es tanto la historia como el hecho de que esté tan bien tramada que difícilmente uno podría reconocer el “engaño” sin ser advertido de antemano.
Por último, la austriaca Lisl Ponger explora, a través de mediometrajes de corte aparentemente documental, las maneras en que el medio cinematográfico puede contribuir a cambiar ciertos paradigmas de comportamiento colectivo, como puede ser la relación que comúnmente establece el turista occidental con los “pueblos lejanos” que visita. En Déjà vu (1999), Ponger hace uso de las clásicas películas de viajeros para contar —por medio de diversas voces en off— una historia distinta a la que muestran esas cintas llenas de clichés acerca del supuesto exotismo de “los otros”. Así lo explica ella: “Las imágenes son los nuevos souvenirs: ahora es común volver a casa con la maleta llena de fotos en lugar de seda, videos en lugar de especias. Este material es un testimonio inmejorable de una manera de ver y percibir el mundo y sus jerarquías silenciosas.”
La idea, sin embargo, no es hacer una sátira de los cineastas aficionados sino resaltar los elementos que estos diarios de viaje revelan en conjunto, incluso a su pesar, en una suerte de puesta en evidencia involuntaria. Paralelamente, Ponger busca sacudir al espectador al cuestionar su certeza más primaria, el lenguaje: las voces que narran lo que en realidad está ocurriendo en esos lugares no están ahí para ser entendidas, o no necesariamente (se hablan once idiomas distintos). La fantasmal Viena Extranjera (2004) se ocupa también de la “otredad” aunque desde otro ángulo; el material al que ahora recurre Ponger le permite retratar la situación pero desde adentro: en Viena, nos dice, “las comunidades de inmigrantes son prácticamente invisibles. Desde luego, se habla de ellas en los medios pero siempre como un ‘problema’ por resolver. En pocas palabras, rara vez estas comunidades hablan por sí mismas. Este proyecto es un intento por darles voz y visibilidad”. Lo que vemos entonces son los fragmentos, cuidadosamente hilvanados, de las decenas de películas caseras que Ponger recolectó para mostrar las diferentes celebraciones de las también decenas de comunidades que habitan los barrios “invisibles” de Viena. De esta autora se proyecta asimismo Fantasmas semióticos (1990).