– ¿Qué piensas, Hamlet, de la guerra? ¿Ya tomaste partido? ¿Qué haces?
– ¿Qué puedo hacer? ¿Me imaginas hombre de partido?
– No. Tampoco yo lo soy, pero tengo un sitio. ¿Lo tienes tú?
– No, ¿dónde está el sitio de un metafísico?
– En alguna parte estará, Hamlet.
Hamlet a sí mismo, en sueños, en El diario de Hamlet García (1941-1944, pág. 318) / Paulino Masip
Tengo la seguridad de que hoy es un día duro, uno de esos en los que quisieras no haberte levantado.
Monólogo de La Mujer Madura en Hamlet García (2003) / Miguel Morillo
Busca a tu complementario,
que marcha siempre contigo
y suele ser tu contrario.
Nuevas canciones (1924) / Antonio MachadoCinco personajes (cuatro en la dramaturgia original) llegan al escenario y exponen sus vivencias y puntos de vista acerca de experiencias pequeñas, cotidianas. A través de tales anécdotas, todas arropadas por un humor más o menos agridulce, estos personajes comparten con el público cómo padecen y sobrellevan los retos del violento e incierto mundo actual.
Así es como la tragicomedia Hamlet García (Miguel Morillo, 2003), distribuida en cinco breves actos sembrados de pura angustia existencial, acomete su tema, que es el de nuestra permanente búsqueda de una felicidad que siempre resulta esquiva.
Esta puesta en escena fue ofrecida durante el mes de febrero en el auditorio Silvestre Revueltas (Escuela Popular de Bellas Artes, plantel centro histórico de Morelia), en una serie de funciones de fin de semana en las que alumnos pertenecientes al turno 02 del segundo año de la carrera de teatro compartieron con el público su primera evaluación en la materia de Taller de Montaje.
La dirección ha corrido a cargo de Aida Andrade. La asistencia de dirección ha sido de Manuel Frías y han aparecido en escena los alumnos Lizeth Rangel Díaz, Nereida Ortega Villa, Dalia Sánchez González, Eréndira Tahuilan Benítez y Giovanny Rafael Paz Camacho.
Estilísticamente híbrida, Hamlet García es una pieza que congrega lo mismo estructuras de representación propias del monólogo y del sketch, así como contenidos propios de tratamientos tan disímbolos entre sí como la sátira o el Teatro-documento (a la Weiss). La reunión de todo esto en una tragicomedia que es no sólo eficaz, sino profunda, es uno de los grandes aciertos del trabajo, para el cual los alumnos nicolaitas han acudido a una solución esencialmente minimalista que prescinde de casi todo (en escena sólo hay algunas sillas y una naranja, apuntaladas con un discreto pero preciso trabajo de luces) con el fin de concentrar toda la atención en el desempeño actoral, así como en el trazo y el ritmo que han sido modulados por la dirección.
He aquí, pues, a cinco seres humanos indefensos y confundidos, atribulados por sus dudas, vulnerados por una violencia siempre implícita en los demás (¿acaso para reafirmar, sartreanamente, que “el infierno son los otros”?) y con toda su acción volcada mayoritariamente hacia sí mismos a partir de ejercicios de meditación continua.
Reflexivos y quebradizos, sedientos de reafirmación, pero también ansiosos de sentirse protegidos, cada uno de los significantes anecdóticos une la voz de su monólogo al soliloquio de los demás. Todos están aislados… pero sólo porque ninguno cobra conciencia de las voces que discurren a su lado. Quizá si pudieran extender su mirada más allá de sus diminutos mundos podrían empezar a atisbar la cadena de causas y efectos de la que forman parte. Pero no lo hacen. Y como Los amorosos, de Sabines, se van quedando solos, solos, solos.
Debe ser motivo de orgullo el que, para sacar adelante sus compromisos curriculares, los alumnos de la EPBA en el específico de teatro estén acudiendo actualmente a textos tan frescos y tan bien armados como el de Hamlet García (su autor, Morillo, apenas ronda los 30 años de edad y representa uno de los puntales de la generación de dramaturgos europeos a la que pertenece), a fin de usarlos como material de trabajo.
Por completo antiestilística, esta pieza (no deja de ser una pieza, creo, ya que su circunstancia clave nunca abandona lo cotidiano) es un pequeño diamante de intersecciones intertextuales que se conectan bien con la tradición hispánica de la que procede el autor, pero que también sabe hacer un click muy natural a su referencia del Shakespeare isabelino. Todo eso sin perder de vista la mirada contemporánea hacia lo nucléico, lo diminuto, lo íntimo o lo casi “tribal”, propio de los intereses del teatro actual.
La referencia al Hamlet clásico es probablemente la más fácil de desentrañar si concedemos que para el príncipe de Dinamarca son las intrigas y deslealtades de los demás habitantes de Elsinor las que limitan y condenan al fracaso todas sus tentativas por ser feliz (es decir, sus esfuerzos por restituirle al mundo un orden en el cual él sea capaz de alcanzar su propia forma y el destino que originalmente le correspondía).
Y a semejanza del amigo de Horacio, los personajes de esta pieza piensan mucho, lo hacen intensamente… Pero, coptados por el relajamiento crítico que es uno de los grandes males de nuestros días, sus pensamientos son trágicamente cortos, de bajo vuelo. La mujer joven limita su idea de felicidad a la experiencia de un buen güagüis (lo cual no deja de ser suculento, pero es demasiado fugaz). La mujer madura cree que la felicidad es respetar fielmente el guión de los manuales de reafirmación y autoayuda (esas tristes panaceas auto-hipnóticas diseñadas para fabricar esclavos contentos). La conformista anhela invisibilizarse, no luchar y dejarse llevar por la corriente (aunque esa corriente la empuje a un intento de suicidio). El personaje más divertido y doloroso de todos –a partes iguales– es ese conductor bisoño y atento lector de Gandhi que, en un supremo acceso de ira ante las injusticias que ha padecido, dejará salir al cavernícola que lleva dentro (aunque su relajamiento le cueste convertirse en un agente del caos quizá más terrible que los demás, pues en su caso la anarquía explosiva es totalmente consciente, deliberada).
Pero si los personajes, cada uno, es incapaz de comprender el corto vuelo de sus pensamientos, los espectadores sí podemos darnos cuenta de lo que ocurre en escena y a ese objetivo responde la muy inteligente dramaturgia de Morillo. Desde el zarpazo satírico, desde la estocada irónica y desde discretos mecanismos de parateatralidad y de juego con lo absurdo, el trabajo exhibe hasta qué punto cada uno de nosotros suele volverse loco (ya a ratos, ya de manera rutinaria) y nos invita a emprender un proceso introspectivo correcto, más amplio del que jamás lograrán –quizá– los protagonistas de la pieza.
La risa es el gran mecanismo liberador de Hamlet García. Reducidas a una dimensión absurda, las agonías de cada personaje se revisten de una jocosa capa de perspectiva que ayuda a “ver el espectáculo de la vida con las emociones adecuadas” (como le gustaba decir al poeta romántico William Wordsworth cuando alguien le preguntaba para qué servía la poesía).
Mientras, la dirección de Aida Andrade aprovecha bien las posibilidades del escenario y explora sus distintas áreas sin sobrecargar ninguna con los trazos. El ritmo (veloz, en lo general, como corresponde al timming propio de la comedia) está bien organizado. El trabajo de los actores, a nivel de energía, de gestualidad y de voz, es también en general correcto y fresco. Sólo en muy contadas ocasiones se nota el marcaje (lo que es un acierto) y los personajes sí están vivos. Sobresalen el personaje de la Mujer madura, el de la Mujer joven y el del fan de Gandhi.
Es así como, a partir de sus monólogos articulados, los participantes de este ejercicio consiguen compartirnos esas angustias y sinsabores cotidianos que todos conocemos: el desafío de aprender a coexistir con un mundo de “Otros” cada vez más convulso y vertiginoso, más indiferente y más demandante. En la comprensión de ese mundo y del lugar que nos toca ocupar en él (nos sugiere el autor), se encuentra la posibilidad de que la búsqueda de la felicidad, de parte de cada uno, tenga mayores posibilidades de éxito
Quiero añadir un último apunte a sólo una referencia intertextual más en este trabajo, así sea rápidamente. Es para la novela El diario de Hamlet García (Paulino Masip, 1941-1944). En esa extraordinaria y casi desconocida novela, el escritor y guionista de cine leridano exiliado en México sugiere que el ser humano no siempre es dueño de su libre albedrío y que existen hechos ajenos a su persona, como la guerra –en el caso de esta novela se trataba de la Guerra Civil española–, que lo arrastran por la vida sin mayor razón o motivo que la ley del accidente o los manes del Destino.
Algo similar ocurre en la dramaturgia de Morillo, aunque definitivamente sin el tono sombrío, más explícitamente trágico, del texto de Masip. Perduran en todo caso las intenciones y ciertos gestos irónicos y absurdos, así como el duelo entre una ciudad real (la Madrid de fines de los años treinta) y la ciudad interiorizada de la que da testimonio en sus cuitas aquel personaje.
Por lo demás, desde que pude ver el ejercicio de los alumnos de teatro en Bellas Artes, hace un par de semanas, no dejo de hojear la novela de Masip y me digo que, como este Hamlet García, cada uno de los personajes de ese otro Hamlet García quizás se internan hacia un desenlace similar, abierto y, a pesar de tanta desventura, esperanzador: “Tardó mucho tiempo en sanar. Pero no murió –concluye la novela–. Por ahí anda”.
Sí. Por aquí andamos todos.
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