Hijo del barrio, en la mejor tradición de nostálgicos filmes como los protagonizados por Valentín Trujillo Gazcón entre los años setenta y ochenta (unos siete títulos en medio de una filmografía extensísima, de la que sobresale Perro callejero), el joven y asmático Abner Torres (Alex Perea) se abre paso en los bajos fondos de la ciudad de México. El personaje y su hermana Silvana (Danny Perea) son hijos de Rigoberto, prototípico padre alcohólico y golpeador (Gustavo Sánchez Parra), que los explota por igual: a él en peleas clandestinas (¿otra vez a la Amores Perros, de González Iñárritu, 2001?) y a ella como prostituta (¿otra vez a la Ángel del barrio, de José Estrada, 1980?). Mientras, la novia de nuestro protagonista, Paulina (Sofía Espinoza), se dedica a la venta clandestina de tachas, controlada por el judicial gandalla Manuel Quintana (Raúl Méndez), como en el título que mejor les parezca de todo el cine de narcofronteras que filmaban los Almada y similares hasta hace una década.
En tal escenario sin perspectivas (existenciales, pero tampoco cinematográficas), Silvana y Abner conocen a Frank Irwin (Martin Sheen, rollizo hasta la médula, pero sin perder cierta dignidad): un doc gabacho, ruquito y buena onda que, acosado por sentimientos de culpa al haber causado la muerte de una joven que abortó, ha abandonado los Estados Unidos para trabajar en un dispensario de la capital mexicana.
El doc Irwin tiene un hijo que vive en Estados Unidos, ya maduro, Jimmy Irwin (Kirk Harris), cuya obsesión por seguir boxeando para obtener un título cuando es muy evidente que ya se le pasó el avión crea serias diferencias con su padre. Pero los dos personajes (que además comparten el dolor de la esposa/madre muerta) terminarán limando sus asperezas al reencontrarse en el Distrito Federal y unir sus esfuerzos para ayudar a Abner a convertirse en pugilista.
En estos términos se desarrolla el bienintencionado pero inofensivo debut como director del productor mexicano Miguel Necoechea, quien tras una trayectoria de más de veinte años en el medio nacional, ha decidido ponerse detrás de una cámara. Su largometraje Chamaco clausuró la sección oficial de competencia en el Festival Internacional de Cine de Morelia.
El cine del productor
En cierto sentido, es muy fácil dar cuenta de un producto como este. En otro, no.
De entrada, desde la parte “fácil”, la cuestión no tiene complicación alguna. A los veintitantos minutos de metraje, una vez que los personajes han sido presentados y se desata el conflicto, tal como lo pide el manual de guionismo made in Hollywood, el asunto se vuelve absolutamente tópico y de rutina: presentación, nudo y desenlace desde una postura epidérmica, superficial. Lo que cuenta es la acción exterior desde un cine de fórmula en el que hay malos malosos de una sola pieza (Rigoberto y el judicial Quintana) y buenos buenazos que cargan distintos remordimientos y dificultades, de los que saldrán redimidos de una u otra manera (todos los demás).
Cine de receta, ni más ni menos, y dice así:
Patriarcal doc ancianito y norteamericano (otra vez, aunque no quieras: el gringo bueno salvando al mundo más allá de sus fronteras geopolíticas y culturales… así nos lo vendas como gringo disidente).
Galán y carita héroe secundario (el treintañero Jimmy, “maduro interesante” y también sajón), que al ayudar a Abner en sus entrenamientos de box acaba azarosamente enamorado de la buenona hermana de nuestro protagonista, a la que quiere sacar de prosti, pero a la cual verá caer muerta (casi en sus brazos, pero de todos modos con la trágica fragilidad de un lirio roto) cuando ella se interpone entre él y una de las balas asesinas que el maloso judicial le había destinado.
Pelele héroe protagonista (lumpen y mexicano, para acabarla de amolar) que, inexperto e impulsivo, primero se vuelve muy cuate de Jimmy, cuando este lo entrena, pero que se indigna y lo manda por un caño cuando se entera de que el gringo le anda tronando los huesitos a la hermana. La separación, muy calculada, servirá además para que Abner reafirme a medias su confianza en sí mismo durante cierta pelea decisiva con un contrincante en el ring (pero sólo a medias, porque en ese preciso momento volverá su tutor y manager y al amparo de la amistad, aclarados los malentendidos con una sola frase, vendrá el final feliz).
Novia y hermanas sexosas, buenonas y buena onda, colocadas en la anécdota exclusivamente como ganchos para colgar de ellas todo lo que “el público pide”: la abnegación (puesto que ambas se corrompen contra su voluntad, por necesidad, sin dejar de ser “buenas” porque son “jovencitas”), el atractivo visual (ni a cuál irle de mejores bigotes) y el amanerado toque romántico (me voy a morir por ti porque [mira nada más] te amo).
Son estos y otros lugares comunes los que acaban con la posibilidad de cualquier cine personal, vivo en términos de un diálogo honesto y profundo, cara a cara, entre un cineasta y su público. Pero esta es la lectura fácil. ¿Cómo nos explicamos lo que hemos visto? ¿Por qué una película como esta ha participado en la sección oficial de competencia de un festival de cine? ¿Qué puede haber más allá?
La lección como advertencia
Aunque la primera reacción ante un filme como Chamaco (aún la mía, como se la compartí a Toño Monter en su momento, al salir de la función) es chasquear la lengua y rumiar “que me devuelvan los 97 minutos de ‘tiempo/neurona’ que acabo de perder”, no hay que dejar pasar señales como ésta.
Porque, de entrada, Chamaco es una película totalmente consecuente con la manera de pensar de su director, que viene de un largo camino como productor de cine.
Lo que más le importa a un productor es que lo que financía recupere la inversión y, de ser posible, que arroje dividendos. Y la única manera de procurar que esto suceda es apostándole a lo que uno piensa que es “lo seguro”, “lo probado”, lo que “nunca falla”.
Si alguien se pregunta por qué en Chamaco no existe la menor audacia (ni formal, ni temática ni argumental), la respuesta es esa: con su mirada de productor, Necoechea tiene un ojo puesto en la taquilla… y el otro también.
Durante toda la segunda mitad de la función he estado pensando en un cáustico cuento de Ricardo Garibay: Ingredientes de arte (en Lo fugitivo permanece, antología de cuentos mexicanos, edición de Aeroméxico con prólogo de Carlos Monsiváis, 1984) y en la obtusa y machacona voz de ese productor que le destaza al guionista la idea que le llevaba al escritorio, a fin de obtener lo que el señor del billete piensa que es un filme taquillero, a la usanza de las comedias rancheras de los cincuenta, pero con los nuevos tópicos del cine sajón de finales de los setenta:
“Porque esto es cine. Vamos a ver si me explico; usted es picudo, yo se lo reconozco, pero esto es cine: ce – i – ene – e. Cine pa’l pueblo, pa’l cabrón mugroso que sale apestando a aceite y compra tortas y se mete con su refresco al cine a ver Chisguete contra los Monstruos Interplanetarios…”.
En el fondo, esto es lo que pasa con Chamaco. Hay una intención de contar una historia de superación, de redención. Una película positiva sobre la vida que además se abra a ciertos registros de apunte social. Pero hasta la mejor de esas intenciones se trivializa y cae fulminada cuando se toma, para contarla, el cartabón del cine palomitero en uso.
La taquilla está asegurada. Eso sí. Pero nada más. Y es que sesenta años de colonizaje cultural a través de las formas del cine naturalista norteamericano, reproducidas a su vez en infinidad de populares series de TV, no puede fallar. La gente reconoce los códigos, se deja arrullar por ellos, ve una historia simple, familiar, sin conflictos que no pueda controlar. Coptada por la macabra idea de que el cine es entretenimiento, ya compró su boleto, ya se divirtió con una historia que cree edificante… y a lo que sigue.
La pregunta es: ¿recetas como la de Chamaco son viables para hacer accesible al público temas más personales, más reflexivos, que le den dignidad artística o por lo menos expresiva a una experiencia cinematográfica?
De cara a otras películas que hemos visto en el festival, las cuales se arriesgan en pos de esa voz personal, de esa intimidad, de ese contacto real en el que circulan ideas y sentimientos verdaderos (entre ellas Alamar, La mitad del mundo y Vaho), la respuesta es negativa.
Y desde esta respuesta negativa, Chamaco es una película importante. Muy, muy importante. Nos muestra todo lo que no hay que hacer si se aspira a un cine vivo: nos advierte contra el cine fórmula, contra el cine chatarra, contra ese cine que se viste de seda (aunque ni siquiera con el gusto o la maestría de los sastres originales, pa’ acabarla) y se depreda a sí mismo en pos de vender un boleto más.
Un cine-rapiña, que en el pecado lleva la penitencia: se manufactura fácil, se consume fácil.
Y se olvida fácil.
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