El momento en que Sully, en su papel de guerrero Na'vi, convoca a la lucha contra los humanos que intentan colonizar la luna Pandora.
Durante su último día como ser humano, antes de abandonar la base Puerta del Infierno y acudir a la ceremonia de Renacimiento que lo transformará para siempre en un Na’vi del clan de los Omaticaya, en la remota luna Pandora, el cabo Jake Sully nos narra la épica que lo ha conducido a una transformación tan radical. Comenzó siendo un ex marine inválido que viajó al espacio por azar, al servicio de intereses terrícolas, pero ha terminado por convertirse en el líder de la resistencia Na’vi y ha liberado a todo un mundo de la opresión de los invasores terrestres.
En estos términos se desarrolla Avatar, el décimo largometraje del cineasta canadiense James Cameron (Ontario, 1954). La cinta se estrenó en diciembre y con ella las pantallas le están dando la bienvenida al 2010.
El filme es un deleite. Y lo es porque lo firma un cineasta que a lo largo de su carrera se ha distinguido por dos grandes aciertos: el de ser un director de actores extraordinariamente eficaz y el de planificar cada uno de sus filmes con una gran inventiva visual.
En medio de estas dos virtudes, vale recordar que ya el segundo filme de Cameron, Terminator (1984), se ha convertido en un clásico de la ciencia ficción por la poesía implícita en su mirada hacia un apocalipsis tecnológico abordado con dosis idénticas de horror y esperanza.
Mientras, su melodrama Titanic (1997) logró uno de los hitos taquilleros de la década pasada al convertir la tragedia del enorme trasatlántico en la poderosa metáfora visual de un sentimiento que aún nos conmueve hoy: el de un mundo que se derrumba a nuestro alrededor sin ofrecer alternativas.
Por lo demás, James Cameron ha sido uno de los más tenaces exploradores de las posibilidades que da la moderna tecnología de manipulación de imágenes. Un filme suyo, El secreto del Abismo (The Abyss, 1989), fue el primer largometraje –hace 20 años– donde gráficos por ordenador se usaron para recrear rostros humanos. Siguiendo esta línea, en Terminator II (1991) el realizador dio un salto con la presentación del T-10000: un androide de metal líquido cuyas propiedades miméticas cautivaron al público. La estación más reciente de esta trayectoria llega justo ahora, con Avatar, donde Cameron lleva a un nuevo nivel de juego las posibilidades de la animación por captura de movimiento. Todo un festín, que en sus excesos y en sus virtudes nos presenta un relato que atesora tanto las bondades como los sinsabores del tiempo en que vivimos.
El ex marine inválido Jake Sully ante la cápsula que aloja a su avatar, casi al comienzo de la cinta.
Medievalismo y tecnología
Desde fines de los años setenta investigadores en distintos campos de las ciencias sociales (Umberto Eco, Roberto Vacca y Alain Minc, entre los más significativos) comenzaron a advertir contra lo que denominaron la medievalización de las sociedades postmodernas.
El fenómeno, lejos de ser una mera hipótesis, se ha convertido en nuestro pan de todos los días. Los síntomas son bien conocidos: paralización de la movilidad social y del poder adquisitivo; descontrolado desarrollo de feudos-monopolio, hoy de alcance mundial; auge de misticismos pop congregados en el new age; una paz mundial cada vez más relativa e idéntica a la “pax romana” previa a la debacle del imperio (con conflictos muy focalizados, pero que se generalizan en todo el orbe e incrementan los índices de inseguridad y violencia); crisis del control social en todos los sistemas sociopolíticos; una exigencia de readaptación constante a los individuos ante transiciones de todo tipo; el endiosamiento de la tecnología y su capacidad para seducirnos a través de las imágenes (con la consecuente trivialización del conocimiento) y –para no agotar la lista– el crecimiento de un sentimiento de incertidumbre ante el futuro inmediato, que colabora a que florezcan sectarismos, muchos de los cuales miran con nostalgia hacia un idílico Paraíso perdido y piensan en un retorno más o menos infantil al Edén del mundo natural.
Citar todos estos rasgos no es ocioso, ya que de ellos y de ninguna otra cosa se ocupa Avatar.
Lo que en el fondo está haciendo el filme de Cameron es tomarle el pulso con enorme precisión a sentimientos y fenómenos que son paradigma de nuestro tiempo y que a todos nos tocan, en mayor o menor medida.
Sully despierta dentro de su avatar y descubre que, gracias a la transferencia, ha recuperado la movilidad de sus piernas.
Entre el sueño y la mercancía
Como el agente Alex J. Murphy de Robocop (Verhoeven 1987), en Avatar el cabo Jack Sully es una mercancía en manos de una compañía.
Después de que su hermano, el científico Tommy Sully, es inesperadamente asesinado durante un asalto callejero, Jack es adquirido para reemplazarlo de última hora dentro del costoso proyecto Avatar, gracias al cual el ex soldado confinado a una silla de ruedas abandona la Tierra y, tras un viaje de más de cinco años en hibernación, llega a la remota luna Pandora.
El programa Avatar consiste en establecer un vínculo cerebral entre agentes humanos y clones creados a partes iguales con material genético terrícola y de los humanoides Na’vi, que son la especie dominante en Pandora. Estos avatares, animados por la conciencia de sus operadores humanos, pueden desenvolverse en la superficie de Pandora (cuya atmósfera enrarecida es mortal para los terrícolas) e interactuar con los Na’vi.
Los terrícolas están muy interesados en Pandora porque el satélite es una gigantesca veta de Unobtanium: un cotizado metal de propiedades antigravedad que es la clave para las necesidades de combustible del siglo XXII. Para apoderarse del precioso metal, los colonizadores no dudarán en arrasar con las armas a los pandorianos, pero antes están dispuestos a probar la estrategia de la diplomacia: adoptando sus identidades-avatar, científicos dirigidos por la doctora Grace Agustine (Sigourney Weaver) buscarán persuadir a los nativos para que abandonen los territorios más ricos en Unobtanium, a fin de que las gigantescas máquinas extractoras comiencen a trabajar.
Así pues, Jack Sully comienza esta historia siendo casi un producto de desecho a causa de sus piernas inválidas (“pueden reponerte la espina si tienes dinero, pero no a un veterano como yo, no en una economía como esta”). Sin embargo, a causa de la muerte de su hermano gemelo, se convierte en un valioso artículo para la compañía (“invertimos mucho en tu hermano; como tu genoma es idéntico al suyo, eres el único al que podemos poner en sus zapatos”).
Sin embargo, y también a semejanza del agente Murphy de Robocop, Jack Sully se rebelará muy pronto contra sus amos empresarios y militares.
Un sueño y su descubrimiento de las bellezas de Pandora y de la cultura Na’vi serán las influencias que guíen a Jack Sully en pos de una identidad y un destino satisfactorios (“los primeros días en el hospital comencé a soñar. Soñaba que volaba. Que era libre”). Y esa búsqueda será la que lo convertirá primero en un renegado, luego en un traidor y finalmente en un Na’vi.
Vaqueros del espacio
Coctel de géneros, juego de estructuras, malabarismo de caricaturas gruesas pero asombrosamente eficaces y, sobre todo, cruce de intersecciones estilísticas, Avatar es uno de esos genuinos filmes-mamuth que llegan muy de vez en cuando a la gran pantalla y en los que el entretenimiento se da la mano con una inteligente revisión a las herencias fílmicas de las que la cinta proviene.
Avatar es una “película-evento” como en su momento lo han sido La guerra de las Galaxias (Lukas, 1977), Terminador II (Cameron, 1991), Parque Jurásico (Spielberg, 1993), Matrix (Wachowski, 1999) o El señor de los Anillos (Jackson, 2001).
Varios párrafos atrás pensaba en intertextos entre Avatar y Robocop. Pero hay muchos más. Lo primero que llama la atención, desde la perspectiva del “coctel de géneros”, es la manera en la que Cameron asimila en Avatar legados muy disímbolos, que en lo fundamental van desde Danza con lobos (Sully es el alter ego del teniente John Dunbar de aquella fábula-western en clave reivindicatoria de 1990, incluyendo la difícil relación de Dunbar con el aguerrido sioux Viento en la cabellera), hasta geniales pero olvidadas novelas de fantasía épica como Una princesa de Marte (Edgar Rice Burroughs, 1912, escrita como la primera de once novelas dedicadas al Ciclo Marciano, casi al mismo tiempo en que Burroughs se volvía inmortal con las aventuras de Tarzán).
Entre estos dos referentes indispensables, Avatar es al mismo tiempo una space opera al estilo del clásico Tropas del Espacio (la novela de Robert A Heinlen, aparecida en 1959 y vertida al cine por Paul Verhoeven en Invasión, de 1997); un guiño de ojo a la frialdad militarista de Apocalipsis (Coppola, 1979, ya que el coronel Miles Quaritch, de Avatar [“Quiero una misión limpia y que regresemos a casa a tiempo para la cena”], es el doble del teniente coronel Bill Kilgore que ordenaba bombardeos con napalm al compás de La cabalgata de las Walkirias en la cinta de Coppola, sólo para poder surfear a gusto en las playas vietnamitas); un relato de amor intercultural a la Pocahontas (y que sólo lo ha sido en los relatos de ficción, como la versión de Mike Gabriel y Eric Goldberg para la Disney, en 1995, ya que la historia de la Pocahontas real no fue así), pero también una anécdota de amor interclasista como la de los encantadores Rita y Roddy Saint James en Lo que el agua se llevó (David Bowers y Sam Fell, 2006).
Sabiéndole rascar, hasta es posible hallarle cierto eco a la estética de El imperio contraataca (Kershner, 1980). Si en aquel filme Darth Vader viajaba a bordo del superdestructor Avenger, que opacaba con sus dimensiones al resto de las naves de la flota imperial, en Avatar el coronel Quadrich viaja a bordo de la nave capitana Dragón, tan colosal como el Avenger y flanqueada por un enjambre de cazas Escorpión. En el ataque final la secunda el no menos gigantesco bombardero Valquiria.
Pero entre estos y muchos otros referentes, en Avatar predomina y se impone, de todos modos, una cita esencial ya referida: el espíritu heroico y aventurero de la novela Una princesa de Marte (Burroughs, 1912), de la cual Cameron recupera muchos elementos, entre ellos la aparición de una exótica fauna de seis patas (un rasgo clave de aquella novela de hace cien años), la relación telepática que se da entre los guerreros y sus monturas, así como el espíritu épico y narrado en clave epistolar que nos muestra a un hombre que nos cuenta en primera persona la manera en que ha sorteado innumerables aventuras para ganar el corazón de una bella princesa extraterrestre.
Por si eso no bastara, tanto en Una princesa de Marte como en Avatar, Burroughs y Cameron se han inspirado para sus personajes en las relaciones entre los indios norteamericanos y los colonizadores europeos que escribieron a sangre y tiros la historia del Viejo Oeste. Ni más ni menos.
Del lugar común a las breves audacias
A Avatar se le puede criticar lo que en su momento todos se cansaron de repetir con respecto de Titanic (“¡Ay! pero si es un melodrama bien predecible, tú”). En efecto, como en Titanic, Cameron se ha abrazado aquí de la infalible eficacia del cine de fórmula. En este caso, de un cine de fórmula influido por las aventuras de folletín. En este sentido, tampoco es casual que la mayoría de los personajes del filme sean caricaturas más o menos gruesas. Sin embargo, Cameron ha hecho suya la sabiduría de un proverbio atribuido a Alfred Hitchkook. Se dice que el padre del cine de suspenso norteamericano dijo una vez: “Más vale que empieces en un lugar común y no que termines en él”.
Siguiendo este consejo, Cameron arranca con la típica historia del gringo bueno (léase esta vez terrícola bueno) que lucha contra su propia raza y salva a un pueblo ajeno y en desgracia.
Sin embargo, una vez instalado en este guión, Cameron da pasos que lo llevan a terrenos inéditos. El más importante consiste en que Jake Sully no se quedará como el clásico gringo/terrícola bueno que, sin dejar de ser lo que es, simpatiza con los Otros. Al contrario, esta vez dejará de ser definitivamente un terrícola, ya que un rito Na’vi puede darle para siempre las características de su avatar. Así, el héroe pasará de su realidad al sueño y de ese sueño a una nueva realidad. Ya no será nunca más el terrícola Jake Sully que soñaba con el avatar que le había devuelto las piernas y que le había abierto un nuevo universo de perspectivas afectivas y filosóficas. Se convertirá en Jakesully, del clan Omaticaya: un Na’vi unido por amor a la princesa Neytiri y gran Toruk-Macto que inspirará una nueva era de esplendor para los pandorianos.
Este tratamiento le da a la rebeldía de Sully una perspectiva mucho más subversiva de lo habitual, pues lo pone por completo del lado de las víctimas y le da la oportunidad de mostrar, desde esa posición, su capacidad para el heroísmo. Algo así no lo habíamos visto desde la transformación del androide Roy Batty en un ser humano capaz de sacrificarse por otro y de crear poesía en el inolvidable desenlace de Blade Runner (Ridley Scott, 1982).
Lo anterior, por un lado. Por el otro, un rasgo adicional de interés en Avatar tiene que ver con el tema del retorno a la naturaleza. La audacia de Cameron en este filme consiste apenas en un pequeño detalle. Nos muestra que los Na’vi, en su diálogo directo con la naturaleza de Pandora, pueden lograr los mismos resultados que los terrícolas con toda su tecnología: resucitar muertos, mutar conciencias a otros cuerpos, comunicarse con otras especies y, en definitiva, gozar de un sentimiento de unidad con todo lo que existe que está muy lejano de la experiencia de los humanos.
Esto es importante. Para Cameron en este filme, “volver a la naturaleza” no significa renegar de la historia y de la tecnología, sino asimilar ambos índices desde una perspectiva distinta.
Así pues, si los terrícolas emplean enormes extensiones robóticas para ampliar su poder militar (esos soldados de asalto de Avatar, que son un guiño a los montacargas robóticos que ideó Cameron en Aliens, el regreso [1990], para que la teniente Ripley pudiera darse un agarrón al tú por tú con la reina alien), los pandorianos pueden tener como aliados, para los mismos fines, a las bestias salvajes de su luna.
Si los humanos han ideado una elaborada ingeniería para que usuarios terrícolas usen como marionetas a sus avatares, trasladando sus conciencias a esos “muñecos de carne”, los Na’vi tienen las terminales de sus largas trenzas como equivalentes biológicos de conexiones USB o, si se prefiere, como dendritas portátiles para establecer sinapsis cerebral con animales y plantas a su alrededor.
Y si los terrícolas, en fin, poseen una elaborada tecnología en comunicaciones y dominan el viaje interestelar, los Na’vi poseen una red neural que abarca a todos los árboles de Pandora para comunicarse entre ellos a distancia, pero también con sus muertos, con sus recuerdos y hasta con su porvenir (“Los árboles en Pandora equivalen a una suma de 10 a la doceava potencia y cada uno está unido a los demás por conexiones que equivalen a 10 a la cuarta potencia… Eso son más conexiones de las que posee el cerebro humano” describe la doctora Grace en algún momento).
Así pues, este aparente llamado de Cameron a un “retorno a lo salvaje” no tiene la textura habitual del trasnochado discurso que llama a abandonar la tecnología en aras de la simplicidad de lo natural. Propone, en cambio, un mundo natural capaz de engendrar una tecnología distinta, emprendida desde la posición de un intenso respeto por el orden de las cosas.
La fauna insólita
Y aunque Avatar tiene numerosos intertextos (lo cual, por lo demás, es un acierto), también es una obra lo suficientemente honesta para ser original.
A lo largo de los doce años que se ha llevado la preparación del filme, Cameron y sus asistentes se han dado la oportunidad de concebir todo un universo con sus paisajes, flora y fauna interrelacionados.
El primer gran atractivo del filme es la manera en que Cameron nos permite ir conociendo ese mundo a través de las experiencias inciáticas de Jake Sully en las selvas de Pandora.
Así pues, sean bienvenidos a un exótico mundo poblado de flores como las helicoradiantes, que se enroscan en espiral sobre sí mismas cuando se sienten amenazadas.
Pasen a un zoológico desconcertante habitado por Titanoterios Cabeza de Martillo que son como rinocerontes de altísimo tonelaje y una piel inexpugnable a las balas. Conozcan a los feroces Thanatores, especie de panteras negras gigantes dotadas de afiladísimos dientes y ágiles movimientos. Miren con recelo a los Nantang, especie de chacales nocturnos que acechan a sus presas en manada. Sonrían ante las lenguas tipo oso hormiguero con que se alimentan de polen floral los Pa’li (usados por los Na’vi como caballos). Háganle gestos a los simpáticos pero malencarados Prolemures que se mecen de rama en rama para recorrer las selvas de Pandora, dotados como toda la demás fauna local de seis miembros (dos brazos, dos piernas y un par intermedio que se puede usar como unos u otras). Sonrían ante esos diminutos camaleones que a la menor señal de peligro comienzan a agitar sus alas a modo de hélices para salir girando por el aire. Regresen, en fin, al medievalismo mágico de la infancia ante la vista de esos banshees de montaña, que no son sino dragones de cuatro alas, y tiemblen ante la ferocidad de los gigantescos Leonópterix o Toruks, que son los reyes de los depredadores aéreos: gigantescos dragones de atigrados colores rojo y amarillo.
El cuento de hadas
Si la tarea del cine es crear mitos, James Cameron está cumpliendo sus deberes con mucha disciplina. Avatar no es, a fin de cuentas, sino un cuento de hadas contemporáneo.
No importa en este sentido lo que, agonizante, diga la doctora Grace a Sully en algún momento: “Soy una científica; no creo en los cuentos de hadas”. Por el contrario, Avatar es un cuento de hadas o no es.
Pero es un cuento de hadas muy especial. Respondiendo a los discursos de nuestro tiempo, el relato ha convertido a los viejos bosques encantados en selvas extrtaterrestres en las que el alma del mundo (la Eywn) fluye y lo interconecta todo, recobrando así la noción espiritualista de la Gaia que popularizó en el cine Final Fantasy (Hironobu Sakaguchi y Moto Sakakibara, 2001).
Mientras, azules como Pitufos (Hanna-Barbera, 1981, sobre personajes del historietista belga Pierre Culliford), los antiguos duendes del Fairy Tale se han convertido en Avatar en los Na’vi: esa raza de alienígenas que son dos veces más altos que un humano, con rasgos tan insólitos como sus colas prensiles, sus rostros felinos y sus trenzas rematadas en sensibles dendritas neuronales… pero en los que siempre es posible reconocer, a pesar de todo, una metáfora híbrida entre aguerridos indios Sioux y exóticas tribus polinesias, sazonados los dos referentes con una pizca de indigenismo sudamericano.
Y si nuestro Juan Orol fue capaz de filmar un día un concepto tan delirante como el de Gángsters contra charros (1948), Cameron no se arredra y en momentos como el del asalto contra el árbol-casa o la batalla final combina en una sola secuencia el cine bélico de la II Guerra Mundial y Vietnam con el cine de el Viejo Oeste.
Mientras, atento a las preocupaciones ecológicas de moda, Cameron es capaz de idear paisajes tan asombrosos como el de las Montañas Aleluya, que son enormes rocas flotantes (¿una idea nueva? No: Ya aparece en Los viajes de Gulliver, de Swift, en 1726). Lo que sí consigue Cameron, en cambio, es una imagen poderosa en la secuencia donde el ejército terrícola derriba al colosal árbol tutelar de los Na’vi. Cameron sabe bien lo que el arquetipo del árbol significa: la madre, la identidad, la memoria, la pertenencia. Para no dejar duda de esto, cuando las tropas terrícolas enfilan contra el Árbol de las Almas, el coronel Quaritch declara: “Haremos un cráter tan profundo en su memoria genética que nunca se van a volver a levantar”.
Fidelidad y trayectoria
Desde otro punto de vista, Avatar atesora toda la filmografía de James Cameron. Las referencias laten, ya como homenaje o como un mero asunto de congruencia.
Así, implacable como un Terminator (Cameron 1984 y 1991), el coronel Quaritch y sus tropas representan una avasallante tecnología, ante la cual los Na’vi están tan indefensos como los humanos ante los robots apocalípticos.
Como en Piraña II (Cameron, 1981, haciendo la secuela del exitoso filme de horror-B de Joe Dante de 1978), la fauna de Pandora es una colección de criaturas híbridas. En Piraña II eran peces carnívoros voladores que habían sido manipulados genéticamente. En Avatar son animales de múltiples extremidades, entre cuyos rasgos más bizarros sobresalen sus fosas nasales intercostales.
Como en Mentiras verdaderas (Cameron, 1994), el protagonista de Avatar, Jake Sully, participa en un juego de engaños y simulacros que, paulatinamente, lo conducen a una confrontación consigo mismo y a la necesidad de adoptar una decisión sobre su lealtad.
Como en El secreto del abismo (Cameron, 1989), en Avatar los científicos y técnicos deben lidiar con el brutal e intolerante poder de los militares, mientras unos y otros se enfrentan a unos alienígena que resultan ser esencialmente bondadosos.
Como en Titanic, (Cameron, 1997) Avatar cuenta con una imagen poderosa, la del gigantesco árbol-casa de los Na’vi, que cae como un coloso, parafraseando las impactantes secuencias del hundimiento del célebre trasatlántico.
Como en Aliens II, el regreso (Cameron 1986), la batalla final de Avatar se resuelve “a la Rambo”, en un mano a mano entre un humano enfundado en armadura robótica y un alien, aunque con los valores invertidos (esta vez el terrícola es el villano y el héroe es el alienígena). También como en Aliens, en Avatar sobresale un personaje secundario femenino: la piloto latina Trudy Chacón, que es un híbrido entre la fortachona soldado Vázquez, también de herencia latina, y la piloto Ferro).
Un cine del porvenir
En medio de todo lo anterior, costaría no coincidir con el juicio de Jordi Costa (en la muy buena página electrónica Fotograma.es). El crítico de cine sostiene: “Habrá quien afirme que James Cameron ha hecho evolucionar, de golpe, el lenguaje del cine-espectáculo cien años... pero sólo para hacerle justicia a una estética de tebeo francés de hace 30 años. Antes de contrarrestar tal descalificación con un exceso de entusiasmo, convendría discernir cuánto porcentaje de verdad encierra ese jarro de agua fría que muchos esperaban lanzar sobre la ambición visionaria del cineasta: la excepcionalidad de Avatar no está, en efecto, ni en su agresividad conceptual –en otras palabras: esto no es 2001: Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968)–; ni en las superficies de su diseño (aquí, la sombra de Valerian, el agente espacio-temporal de Mézières y Christin, sigue siendo alargada). Pero sólo una ceguera numantina podría negar su relevancia fundacional al abrir un nuevo capítulo de inagotables posibilidades en la total (con)fusión de la imagen fotográfica y la imagen de síntesis. En cierto sentido, exigir que Avatar acompañara su excelencia técnica con un discurso innovador y rupturista sería algo parecido a esperar que ese tren que llegaba a la estación de Ciotat hubiese venido cargado con las primeras bobinas (venidas del futuro) de la aún nonata Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941)”.
Una panorámica del planeta Polifermo, de características jupiterianas, y su luna Pandora, surcados por una nave interestelar que le hace guiños al Discovery del clásico 2001 (Stanley Kubrick, 1968).
Así es. Aunque, como se ha revisado aquí, Avatar no es tan comodina como parece y tiene sus detalles de interés (esos “pequeños detalles” que, dice el proverbio, son los que hacen “las grandes diferencias”).
Mientras, el aspecto técnico de la película es innegablemente uno de los aciertos capitales del filme y sí está sentando un precedente. Estamos –para bien y para mal– ante una primera probadita del “cine del tercer milenio”.
Para los que alucinan con la tecnología vale recapitular el proceso emprendido por James Cameron para realizar esta cinta, en colaboración con empresas como Sony.
Lo que ha hecho el cinerrealizador con Avatar ha sido, en primer término, reinventar el potencial del 3D. Fue precisamente la Sony, bajo las directrices del equipo de Cameron, quien desarrolló una cámara de alta definición de doble óptica, liviana, con imágenes susceptibles de ser calibradas, para el rodaje de la película.
Otros pasos innovadores en el proceso de filmación incluyen lo siguiente:
Visualizar y encuadrar los planos. En un gran estudio, vacío, los actores interpretaron las escenas de la película. Cameron, a través de un monitor conectado a un sistema de previsualización en tiempo real, no veía el estudio: veía el mundo que había imaginado y que cientos de artistas digitales habían creados previamente. Y, en vez de los actores, veía a los personajes del filme. Este sistema le permitió a Cameron hacer su labor como director: emplazar a sus actores en la locación virtual, marcar sus movimientos dentro del mundo creado digitalmente, así como ensayar y grabarlos con la cámara desarrollada por Sony. En pocas palabras: armar una puesta en escena desde una perspectiva completamente virtual.
Aspecto a la flora de Pandora. El diseño de las selvas eternas de la luna y en particular sus cualidades nocturnas, es uno de los grandes espectáculos del largometraje.
Mientras, para capturar la acción, los actores vestían trajes especiales con pequeños puntos reflectantes LED, que es una tecnología ya habitual desde El señor de los anillos. La diferencia estriba en que, para Avatar, 140 cámaras digitales distribuidas en el estudio registraban el movimiento de los haces y los transformaban en datos, con los cuales se alimentó un sistema informático que los relacionaba con los movimientos de los actores. Así, a medida que los actores interpretaban sus papeles en el estudio, el sistema creaba un registro en 3D de la escena completa. Este registro sirvió para darle vida al trabajo de los artistas digitales, que consiguieron escenas virtuales de enorme realismo.
Dentro de este trabajo sobresalió la indispensable tarea de capturar la expresividad de los rostros de los actores, algo particularmente importante para Cameron, de quien ya dijimos se caracteriza como un notable director de actores. De esta forma, el rostro de cada actor también fue marcado con puntos para hacer un registro de sus expresiones, siguiendo tecnologías que también son ya moneda corriente en el medio. La diferencia ha sido que una diminuta cámara digital dotada de una lente de gran angular y montada en un arnés adosado a la cabeza de cada actor y ubicada a centímetros de su rostro, registró esta vez hasta el más mínimo movimiento de cada punto. Con los datos recogidos por el sistema, se elaboró la actuación de los personajes digitales.
Finalmente, ya con la puesta en escena virtual completa, Cameron se terció al hombro una cámara virtual para crear todos los movimientos dentro del mundo digital: travellings, dollies, grúas, paneos y demás. Cameron veía los escenarios y personajes digitales a través del visor o monitor de su cámara, gracias al sistema de previsualización en tiempo real. Los movimientos de esta cámara virtual fueron registrados con el mismo sistema empleado para registrar el movimiento de los actores. Y, como en el aquel caso, el sistema de animación fue alimentado con estos datos para crear movimientos de cámara muy realistas. Lo más importante: permitió plasmar la exacta visión y el estilo del director en el novedoso material virtual.
Sully se apresta a elegir y domesticar a su propio dragón pandoriano, acompañado por otros guerreros Na'vi.
La intersección de los sueños
Todo lo anterior suena muy impresionante. Lo es. Pero ¿vale la pena? En el caso de Avatar, sí. Ante todo porque Cameron sí es un director y sabe darle su lugar a lo técnico. La tecnología siempre está, en sus filmes, al servicio de la historia. Nunca tan deslumbrante como Spielberg, pero creador de un estilo propio (lo cual es todo un triunfo en el impersonal imperio hollywoodense), en sus mejores momentos Cameron sabe equilibrar el espectáculo con la propuesta. Y en Avatar, nos muestra (cuarenta años después) que un cine anti-imperialista puede dejar de ser “imperfecto”… aunque se quede sin teoría el chileno Patricio Guzmán.
La película ya cuenta con varias nominaciones a los Globos de Oro de este año (la antesala de los Óscares) en los rubros de mejor película, mejor director, mejor banda sonora y mejor canción. Y todo por renovar uno de los temas más esenciales de los clásicos: la vida es sueño. ¿Nada es más real que lo que soñamos? Desde una dimensión pop, atractivamente juvenil, Cameron vuelve al tema y le brinda un voto de confianza. Así nos da la bienvenida a este 2010.
El terrícola John Carter y la princesa barsomiana Dejah Thoris flanqueados por dos "guerreros verdes" (de seis extremidades, como otros especímenes de la fauna marciana) en un óleo de 1976 realizado por Boris Vallejo para ilustrar una reedición de la novela Una princesa de Marte (Edgar Rice Burroughs, 1912), a la que Avatar homenajea en su espíritu de aventura de folletín y en la recuperación de una fauna alienígena de múltiples miembros.
El video oficial de la distribuidora Fox, con el que se promovió el lanzamiento de Avatar
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