Quien salva una vida, salva al mundo entero
Talmud
Nacemos hombres y mujeres y nos vamos haciendo humanos
Jean Paul Sartre
Por muy radical que sea un mal, este no será tan profundo como la bondad
Roger D. Taizé
Boris Schoemann en uno de los primeros cuadros del monólogo Bashir Lazhar.
Uno
Tímido, pero azuzado al saber que se juega su futuro inmediato, la primera imagen que tenemos de Bashir Lazhar (Boris Schoemann, extraordinario) es aquella que lo confronta con su propio reflejo: la de los diversos ensayos que emprende para causar la mejor “primera impresión” posible ante los niños de sexto de primaria que aspira a tutelar en una escuela canadiense, como suplente de la profesora de francés Maguie LaFortune. Juego de tonos e intenciones, de estrategias de enmascaramiento que surcan un registro amplio, del aplomo y la formalidad hasta el desenfado juguetón.
Pero detrás de todos los ensayos, de todas las máscaras, hay un único y verdadero Bashir Lazhar, que es al que vamos a aprender a conocer: el culto cuarentón argelino que, como cierto pichón de los recuerdos de su infancia, en este momento de su vida necesita mucho valor para abrirse camino, porque está baldado.
Exiliado de un país en convulsión, impedido a recibir la categoría de asilado político que merece a causa de burocratismos insensibles y, sobre todo, separado de los suyos por una distancia mayor que la de la geografía, Bashir Lazhar va a entregarse por completo a su labor magisterial. Va a enseñar apasionadamente. No porque necesite ganarse la vida; no porque busque prestigio y status, sino porque está honestamente convencido de esa vocación y porque quiere honrar el recuerdo de su esposa Fátima, profesora de francés en su Argelia natal; debe extender ese amor y mantenerlo vivo a través de la práctica que ella misma amó y por la cual, en cierto sentido, pagó con su vida y la de sus tres hijos.
Dos
En estos términos comienza y se desarrolla el monólogo Bashir Lazhar (Évelyne de la Chenelière, 2002), con el que el ya muy curtido franco-mexicano Boris Schoemann (París, 1964) vuelve como actor, con un texto maravilloso, tras una década entregada a la dirección teatral, la traducción y la gestión escénica desde la trinchera del grupo Los endebles y la administración del teatro La Capilla (ambos desde 2001), en el DF.
Como una suerte de doble antitético de Meursault (El Extranjero, Camus ’42, al que incluso se cita explícitamente en uno de los ágiles cuadros del monólogo), Bashir Lazhar es un alien, pero que es vivamente tocado por cuanto lo rodea. A diferencia del personaje camusiano, no hay pasividad ni escepticismo en su actitud ante la vida.
Procedente de una nación que no termina de parirse a sí misma en medio de las contradicciones de comienzos de tercer milenio y de las permanentes crisis que Occidente aviva en Oriente Medio para su propio beneficio, Bashir cree todavía en la necesidad de la franqueza, de la benevolencia y de una cierta candidez imprescindible para darle calor genuino a las relaciones entre las personas.
Con mínimos recursos escénicos y una iluminación versátil, diseñada por Fernando Flores, el monólogo se despliega a partir de una veintena de cuadros escénicos que, poliédricamente, van dimensionando con enorme riqueza al personaje.
Es el Bashir al cual, de una transición a otra, vemos dando tácticas de supervivencia a sus alumnos, no exentas de ironía crítica (“necesitarán muchas más palabras para sobrevivir, para dar la impresión de que dominan la situación. Para fingir que no dudan. Para envolver a los demás y así manipularlos con el fin de obtener lo que ustedes quieren de ellos”); es el Bashir que revive casi en acting out intensos episodios de su odisea inmigrante (“Llené mi ficha de identificación personal lo mejor que pude, señor inspector… ¡No! Ya le dije que soy ateo y feminista, sin actividad política”); es el Bashir que regresa continuamente a la dimensión de un ámbito familiar que le ha sido arrebatado para siempre (“Pero Alicia, en qué piensas. Cambias todos los objetos de lugar cuando te pones nerviosa o espantada o enojada. Y luego vuelves a colocar todos los objetos para que te miren –dice, dirigiéndose a su añorada hija menor–. Tal vez lo haces porque yo no te veo lo suficiente. Pero si te miro demasiado ya no tendré el valor para irme. En nuestra nueva casa ya no habrá nada que te ponga a temblar… Mira a tu madre, lo bien que enseña, cómo sabe escoger cada palabra para que se quede grabada en sus memorias”).
Y al lado de los recuerdos, ya luminosos o sombríos, Bashir lidia también con su realidad inmediata: la del erosionado sistema educativo que le apuesta (supongo que en Canadá tanto como en México) a la despersonalización, a la anestesia de los sentimientos, al miedo de comprometerse y tocar en directo las fuerzas de la vida.
Es la escuela de maestras Claire que se indignan cuando apenas se les sugiere que no es adecuado robar horas a una materia a fin de impartir otra; es la escuela de directoras inflexibles, que no aceptan iniciativas que activen la imaginación de los muchachos o que siquiera alienten la posibilidad de un pensamiento inquisitivo, es decir, atento y crítico; es la escuela que cosifica a los pupilos y a los mismos docentes, perfectamente intercambiables como piezas de repuesto, un poco como esos “humanos-extras” sobre los que reflexionaba piadosamente Peter Falk, interpretándose a sí mismo, en cierto momento de Las alas del Deseo (Wenders / Handke, ’91). Es, en fin, esa escuela en la que maestras frustradas y llevadas al borde de la bancarrota existencial deciden suicidarse en la propia aula que ha sido el sentido o la cárcel de sus vidas, derrotadas probablemente por la aridez del sistema, por la cosificación de la didáctica, por la dictadura impersonal que ahoga tanta ternura fracasada.
Tres
En medio de estos escenarios, la ambición de Bashir es muy simple, pero también muy exigente (“Compartir libremente el pensamiento. ¡Pensamiento libre! Quiero poder decir todo a toda voz, muy alto y por todos lados. Incluso lo injusto…”).
Este mirar las cosas de frente y nombrarlas es una vocación vital que se manifestará en una situación concreta: la propuesta de Bashir ante sus alumnos de sexto de primaria para que escriban una breve composición sobre el tema de La violencia en la escuela, a partir del cual una de sus alumnas, Alicia (esa Alicia que se desdobla en el espejo de los afectos de Bashir como reflejo de su hijita asesinada), plasmará las cosas sin disimulos y hablará de lo que nadie más habla: la muerte de esa desafortunada Maguie LaFortune, quien por razones que nunca se verbalizan, pero que no cuesta en absoluto inferir, decidió un día ponerle fin a su vida.
Inevitablemente, el ejercicio de franqueza (que no es sino una empresa para fundar los cimientos de una conciencia sana) pondrá a Bashir contra los centinelas del status quo, quienes, por supuesto, no quieren que nada cambie, despierte ni se transforme.
En este sentido, el cuadro dedicado a la fábula del lobo y el cordero es particularmente iluminador. Es la anécdota del lobo que, antes de zamparse al indefenso borrego, le espeta acusaciones falsas para justificar su necesidad de devorarlo. La moraleja es lúcida y demoledora: está en el orden de las cosas que los lobos devoren a las ovejas y si el lobo se ahorrara los pretextos y le expusiera los hechos a su presa, el hecho no sería tan horrendo. “Pero por intentar justificar su crimen, el lobo volvió su crimen injusto”.
La visión que Bashir Lazhar nos ofrece acerca del sistema educativo, en este sentido, es pavorosamente real. La escuela, el salón de clase, es el espacio que muestra sin disimulo cuáles son los intereses netos del sistema al que la escuela, como institución formadora, modela y perpetúa. Dime cuál es el plan de estudios oficial en un país y la manera en que lo aplica, y te diré exactamente a qué tipo de sociedad aspira ese país y qué modelo de nación está construyendo.
Así, por ejemplo, solemos pensar en la disciplina como sinónimo de autoritarismo. Y en ambas palabras el error de interpretación es grave y costoso. La etimología de disciplina viene de discere (sí, la misma raíz de discernir) y significa simplemente “desear aprender”. Ser una persona disciplinada es ser una persona deseosa de aprender y es a ese fin al que, idealmente, tendría que aspirar cualquier estrategia educativa. En cuanto a autoridad, viene de autoritas, literalmente: dejar crecer.
Es posible cambiar la vida de una persona simplemente despertando su capacidad crítica. Y el mayor logro de la disciplina docente es la de llevar al alumno a una actitud en la que, de un conjunto de alternativas, sea capaz de optar por la que le permita crecer como persona. Pero la escuela, como institución instructora, está gravemente resquebrajada. Los años de escolaridad ya no son garantía de movilidad social, como hace todavía veinte años. Su función social ha sido claramente desplazada.
Y es de esto de lo que se ocupa Bashir Lazhar, si se le aborda desde el tema de la instrucción. En este sentido, el asunto de las suplencias, es decir del reemplazo temporal o definitivo de un profesor por otro, representa una de las crisis que en este preciso momento contribuye a hacer estragos en el sistema educativo mexicano (que es el que nos interesa), pues intercambiar a un maestro por otro es romper el equilibrio de un salón entero. Quiebra su estabilidad interna y entorpece cualquier proceso formativo.
Cuatro
Boris Schoemann construye un personaje atractivo y conmovedor porque tal personaje ya no es joven, ha perdido mucho, quiere hacer lo correcto y está buscando su lugar en el mundo. Bashir viene de una crisis profunda. Afectiva, desde luego, pero de intensas resonancias sociopolíticas. Es un inmigrante, viene de un país desmoronado y ha perdido a su familia. Lo extraordinario es que no permite que esa crisis personal devenga una crisis pedagógica a la hora de cumplir su trabajo como suplente magisterial.
Y su motivación para ser maestro es entrañable. Es la parte más luminosa de este personaje que tiene todos los motivos para saberse desahuciado, pero que mantiene vivo un ideal, una esperanza, una fe en lo Porvenir. Su motivación es el amor a su familia… al recuerdo de su familia.
Si la memoria no me falla, la última vez que vimos en Morelia una dramaturgia canadiense contemporánea fue hace siete años, en 2003, con la entrañable puesta de El Ogrito, en dramaturgia de Suzanne Lebeau y dirección de Gervais Gaudreault, la cual estuvo itinerando por el país. Actuaron aquella vez en la capital michoacana la mexicana Luisa Huertas y el canadiense François Trudel.
Ahora, más de un lustro después, el festival de monólogos nos da la oportunidad de encontrarnos con una propuesta tan elegante y tan necesaria como ésta: técnicamente lúdica (lo que es un deleite), actoralmente irreprochable y desde una dramaturgia singularmente literaria, llena de matices delicados que además logran encarnar en escena.
En medio de todos estos aciertos, lo que hace el personaje de Bashir es lo que tendría que hacer todo maestro con sus alumnos: tratarlos como personas. Creer en ellos, no subestimarlos, aceptarlos como son, no agredirlos física ni verbal ni emocionalmente, escucharlos, despertar su sentido de la responsabilidad. Finalmente, si asumimos que la disciplina es alcanzar ese estado permanente de desear aprender, tenemos que reconocer que la disciplina no es algo que se le hace al alumno, sino algo que se hace con el alumno. Y lo que se hace es algo muy parecido a lo que es la dignidad: despertar la conciencia de su propio valor. Una noche memorable.
EN VIDEO
Algunos momentos del monólogo Bashir Lazhar.
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