Una imagen de la primera parte de la puesta en escena de Una velada con Vincent Price.

Uno
“Las cinco de la mañana. A las cinco de la mañana del 7 de octubre de 1849, en un cuarto de hospital de Baltimore, un hombre de 40 años de edad iba al encuentro de la Muerte… esa a la que él había visto, conjurado, enamorado, con una valentía y una sensibilidad de la que pocos mortales pueden ufanarse. Su nombre: Edgar Allan Poe, de ocupación periodista, de vocación alcohólico, de profesión poeta”.
Este bello texto abre, a modo de epitafio, el espectáculo Una velada con Vincent Price (Vicente Quirarte, Eduardo Ruiz Saviñón y Guillermo Henry, 2009), que fue estrenado en la ciudad de México el año pasado, cuando se conmemoraba el bicentenario natal del autor de El pozo y el péndulo, La carta robada y La caída de la casa Usher, entre muchos otros textos.
El monólogo en dos actos, a cargo de Guillermo Henry, se presentó en el teatro Stella Inda del IMSS este jueves, durante la cuarta jornada del festival de monólogos Teatro a una sola voz que en el último mes ha itinerado por distintas ciudades mexicanas.

Dos
Un cuerpo yace bajo los diseños caprichosos que dibuja el humo al ser hendido por un cenital azul. Hay un camafeo que exhibe la foto de Poe (1809-1849). Hay una botella de ese alcohol al que el poeta tanto amó hasta el último momento, fiel al placer que lo estaba matando, así como una pipa oriental y otros pequeños objetos, todos significativos para el personaje que tenemos enfrente.
Pero ese personaje en escena no es unívoco y tal es uno de los inquietantes aciertos del primer acto de la obra. Es Guillermo Henry reflejado en el actor norteamericano Vincent Price, quien se refleja en Edgar Allan Poe. Un Poe que se desdobla, a su vez, en los significantes anecdóticos de un cuento y un poema suyos: El entierro prematuro y El cuervo, ambos entremezclados en una experiencia que explora, a partes iguales los catetos físicos y las aristas trascendentes de lo que llamamos miedo.
El miedo más directo, el miedo físico, ese que se ocupa de la integridad de nuestro propio cuerpo y de nuestras sensaciones en la antesala de la muerte, es registrado puntualmente en las partes dedicadas al relato El entierro prematuro: “La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad; estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede”.
En tanto, el miedo más subversivo, el espiritual, ese que se ocupa de los estremecimientos de una conciencia que se asoma ante los llamados de lo Porvenir Desconocido que nos reclama, encuentra su manifestación suprema en los contenidos de El cuervo y su permanente sentencia “¡Nunca más!”:
“ ‘¡Sea esa palabra nuestra señal de partida, / pájaro o espíritu maligno!’ –le grité presuntuoso–. / ‘¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. / No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira / que profirió tu espíritu! / Deja mi soledad intacta. / Abandona el busto del dintel de mi puerta. / Aparta tu pico de mi corazón / y tu figura del dintel de mi puerta’. / Y el Cuervo dijo: ‘Nunca más’ ”.
“Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. / Aún sigue posado, aún sigue posado / en el pálido busto de Palas. /en el dintel de la puerta de mi cuarto. / Y sus ojos tienen la apariencia / de los de un demonio que está soñando. / Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama / tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, / del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, / no podrá liberarse. / ¡Nunca más!”
En este primer segmento, la semántica teatral ha elaborado un discurso muy intenso. En el caso de El cuervo, por ejemplo, solamente lleva a la palabra algunos fragmentos del poema. Muchas otras frases y situaciones, en cambio, se expresan visual, gestual o sonoramente (los rasguños contra la puerta; el crujido de las cortinas: la ansiedad y la energía en ascenso de quien narra; la sombra misma de ese cuervo nunca visto, siempre intuido, mensajero de eso Innombrable a lo que tememos, pero que tanto espera de nosotros).
Así entretejidos los temas de El entierro prematuro y El cuervo, ambos urdidos a las cavilaciones de Vicente Quirarte acerca de Poe y de su mundo, esta primera parte alcanza momentos intensos e inspirados, en los que la experiencia se torna una celebración a la poética del miedo.
La segunda parte de la velada será, en cambio, la puesta del relato El corazón delator, que es una cumplida y respetuosa trascripción escénica al cuento de Poe, organizada eficazmente desde los principios del monólogo. Ya no un juego interpretativo, como antes del intermedio, sino homenaje a una idea.

Tres
No se citará sino una vez a lo largo del monólogo a Vincent Price (1911-1993), pero la presencia del actor norteamericano será permanente en la caracterización que logra Guillermo Henry y que, sobre todo en la primera parte, va mucho más allá del maquillaje y de la mera similitud física.
Price, a quien las generaciones actuales, al menos en México, quizá sólo ubiquen por su último papel en el cine como el científico creador de Edward en El joven Manos de Tijera (Tim Burton, 1990), fue el actor que más adaptaciones de novelas de Edgar Allan Poe protagonizó en la pantalla grande hace cincuenta años, siempre en mancuerna con Roger Corman, director tutelar del Cine-B americano de la época (producciones baratas y con argumentos al vapor, aunque algunos de aquellos libretos fueron escritos por autores del calibre de Richard Matheson).
Para los aficionados al cine de género, en cambio, tanto Vincent Price como Roger Corman son referencias familiares y muy queridas. Hay un culto en torno a ellos que puede compararse al que se ha dedicado en su momento, digamos, a nuestras películas de El Santo… y casi (sólo casi) por las mismas razones.
Para estos devotos, son emblemáticas de Price sus intervenciones en La casa de cera (1953) y, sobre todo, La mosca (1958). El prestigio del actor se consolidaría en la década siguiente con una sucesión de filmes inspirados en Poe, que comenzaron en 1960 con La caída de la casa de Usher y prosiguieron ininterrumpidamente con El pozo y el péndulo (1961), Cuentos de Terror (1962), El cuervo (1963), La máscara de la muerte roja (1964) y La tumba de Ligeia (1965).

Cuatro
Hombre de su tiempo, instalado en el siglo XIX, Poe y su obra se ubican en el Romanticismo y es en ese movimiento, más que en lo Gótico, donde se desenvuelve, a su vez, Una velada con Vincent Price. A fin de cuentas, tanto en el trabajo escénico como en la obra de Poe, lo que se hace es experimentar con lo oculto, jugar con los horrores y los temores humanos más profundos, admirar el pasado y admirar los secretos sobrehumanos que oculta el mundo natural. Todos esos son, antes que nada, atributos romanticistas.
De este modo, el monólogo es un homenaje al padre del relato de misterio y pilar (junto con autores como Lovecraft y Arthur Machen) del género de horror contemporáneo, pero también una celebración taciturna a pasiones que tienen su eco gótico, pero que definitivamente son románticas.
La velada cumple, especialmente en su primera mitad. Sin duda la habrían aplaudido, de haber estado presentes (no en cuerpo, pero sí en espíritu), todos los cofrades de Poe y del mundo al cual su narrativa representa: sus paisanos Herman Melville, Waltt Withman, Washington Irwing y James Fenimore Cooper. O sus colegas británicos: Jane Austen, Mary Shelley, R. L. Stevenson, Walter Scott, Emily Brönte y Lord Byron, así como sus pares alemanes (Novalis, E.T.A. Hoffmann y Goethe por delante). Ya no se diga los franceses (con Baudelaire y Alexandre Dumas en los extremos de tal lista). Por lo que hace a nuestro idioma, el José Zorrilla de Don Juan Tenorio también estaría complacido, codeándose las costillas a placer con Bécquer y José de Espronceda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario