Madre e hija dan cuenta de un cuerpo, apenas ocultas por un tenue velo durante el filme Somos lo que hay, que abrió la competencia oficial de largometraje mexicano en el VIII FICM
Cuando el paterfamilia muere envenenado, los jóvenes hermanos Alejandro, Julián y Sabina, todavía inexpertos y con muchas más dudas que certezas, deben ocuparse de llevar el sustento al hogar. Pero esta situación, que así descrita es universal en la experiencia de cualquier familia que viva semejante trance, aquí se vuelve un poquito más literal: tanto la madre como los tres muchachos (y claro, el difunto padre,) se han venido dedicando a periódicos rituales caníbales que ahora es necesario perpetuar.
En estos términos se resuelve la anécdota de Somos lo que hay, que el sábado abrió la sección oficial de competencia en largometraje mexicano dentro del octavo Festival Internacional de Cine de Morelia.
Sin embargo, si tal es la anécdota, el tema es otro cantar. Más que una película de género (que es lo que uno esperaría de primera intención), el debut de Jorge Michel Grau procura una mirada híbrida que acentúa, grotescamente, disfunciones familiares y sociales contemporáneas.
El resultado es ambiguo. Uno nunca estará seguro de estar viendo Temporada de patos (Eimbcke), con su mirada deliberadamente distante y desdramatizada, pero en versión soft-gore; un homenaje no pedido a La invención de Cronos (Guillermo del Toro) o a El castillo de la pureza (Ripstein), con sus estructuras de representación enfiladas hacia la caricatura, o un melodrama familiar mexicano (el que ustedes gusten) mellado por el reborde.
Tan ambiguas como la película misma, las observaciones del párrafo anterior procuran cuestionar, pero también podrían ser un elogio. A mi modo de ver, el problema con Somos lo que hay es que todos los ingredientes de su estructura son, por el momento, mera latencia. Pulsiones que apuntan en diversas direcciones pero que en más de un caso no concretan lo que ofrecen.
Existe en Somos lo que hay una voluntad explícita de hacer “otra cosa”, de proponer algo más allá de la mera fabulita de terror o de querer calcar estilos como el de Reygadas, por ejemplo. Esta intención es correcta. También está presente el coqueteo con referencias clarísimas (los Dardenne, sin ir más lejos), que son parámetros para las generaciones emergentes de cineastas. Hay que celebrar esa vocación, pero en otros ámbitos, entre ellos el de la conjugación de tonos narrativos y el de la dirección de actores, el filme sufre y pierde eficacia.
De lo primero, me parece que ha sido muy difícil controlar la conjugación precisa entre el humor negro, la caricatura de brocha gorda y las tensiones reales que se generan al seno de la familia (el mismo pie del que cojeaba el proyecto privado regiomontano Las lloronas, de hace algunos años).
De lo segundo, las deficiencias en la dirección de actores contribuye a que el ritmo de la película se caiga apenas promediando los primeros veinte minutos. Y señalo esto (benévolamente), porque durante el comienzo del filme Grau ha ido construyendo con eficacia –lo cito como ejemplo– una tensión muy convincente en torno al personaje de Sabina y sus maniobras para poner a competir a sus dos hermanos desde una posición que le permita a ella asumir el verdadero poder dentro de la reconfiguración del clan familiar. Pero el arco, que hasta ese momento se ha ido desarrollando con enorme veracidad, se cae (de hecho, ni siquiera cumple su ciclo) y se lleva entre las patas todo lo demás.
Sin duda, va a ser cuestión de seguirle los pasos a Michel Grau porque, en germen, hay elementos de interés en su película: el humor tribilinesco con el que retrata a dos los judiciales del filme, síntesis de la ineptitud del aparato político-policial mexicano; la caricatura grotesca de esa madre castradora que, para detener en seco las pulsiones eróticas de sus dos hijos ante el cuerpo de la prostituta sometida sobre la mesa, la mata de tres certeros palazos en la cabeza y asunto arreglado; la espiral de una violencia que convierte a esta familia de outsiders (¿ya todos somos outsiders en el México lindo y querido que nos regaló la transición a la democracia?) en víctimas de una presencia más aterradora: el canibalismo de un estado policial que le apuesta a la estrategia de “muerto el perro, se acabó la rabia”… aunque, como siempre, Sabina sobreviva al tiroteo y a la masacre para convertirse en el huevo de la serpiente.
Cuando el paterfamilia muere envenenado, los jóvenes hermanos Alejandro, Julián y Sabina, todavía inexpertos y con muchas más dudas que certezas, deben ocuparse de llevar el sustento al hogar. Pero esta situación, que así descrita es universal en la experiencia de cualquier familia que viva semejante trance, aquí se vuelve un poquito más literal: tanto la madre como los tres muchachos (y claro, el difunto padre,) se han venido dedicando a periódicos rituales caníbales que ahora es necesario perpetuar.
En estos términos se resuelve la anécdota de Somos lo que hay, que el sábado abrió la sección oficial de competencia en largometraje mexicano dentro del octavo Festival Internacional de Cine de Morelia.
Sin embargo, si tal es la anécdota, el tema es otro cantar. Más que una película de género (que es lo que uno esperaría de primera intención), el debut de Jorge Michel Grau procura una mirada híbrida que acentúa, grotescamente, disfunciones familiares y sociales contemporáneas.
El resultado es ambiguo. Uno nunca estará seguro de estar viendo Temporada de patos (Eimbcke), con su mirada deliberadamente distante y desdramatizada, pero en versión soft-gore; un homenaje no pedido a La invención de Cronos (Guillermo del Toro) o a El castillo de la pureza (Ripstein), con sus estructuras de representación enfiladas hacia la caricatura, o un melodrama familiar mexicano (el que ustedes gusten) mellado por el reborde.
Tan ambiguas como la película misma, las observaciones del párrafo anterior procuran cuestionar, pero también podrían ser un elogio. A mi modo de ver, el problema con Somos lo que hay es que todos los ingredientes de su estructura son, por el momento, mera latencia. Pulsiones que apuntan en diversas direcciones pero que en más de un caso no concretan lo que ofrecen.
Existe en Somos lo que hay una voluntad explícita de hacer “otra cosa”, de proponer algo más allá de la mera fabulita de terror o de querer calcar estilos como el de Reygadas, por ejemplo. Esta intención es correcta. También está presente el coqueteo con referencias clarísimas (los Dardenne, sin ir más lejos), que son parámetros para las generaciones emergentes de cineastas. Hay que celebrar esa vocación, pero en otros ámbitos, entre ellos el de la conjugación de tonos narrativos y el de la dirección de actores, el filme sufre y pierde eficacia.
De lo primero, me parece que ha sido muy difícil controlar la conjugación precisa entre el humor negro, la caricatura de brocha gorda y las tensiones reales que se generan al seno de la familia (el mismo pie del que cojeaba el proyecto privado regiomontano Las lloronas, de hace algunos años).
De lo segundo, las deficiencias en la dirección de actores contribuye a que el ritmo de la película se caiga apenas promediando los primeros veinte minutos. Y señalo esto (benévolamente), porque durante el comienzo del filme Grau ha ido construyendo con eficacia –lo cito como ejemplo– una tensión muy convincente en torno al personaje de Sabina y sus maniobras para poner a competir a sus dos hermanos desde una posición que le permita a ella asumir el verdadero poder dentro de la reconfiguración del clan familiar. Pero el arco, que hasta ese momento se ha ido desarrollando con enorme veracidad, se cae (de hecho, ni siquiera cumple su ciclo) y se lleva entre las patas todo lo demás.
Sin duda, va a ser cuestión de seguirle los pasos a Michel Grau porque, en germen, hay elementos de interés en su película: el humor tribilinesco con el que retrata a dos los judiciales del filme, síntesis de la ineptitud del aparato político-policial mexicano; la caricatura grotesca de esa madre castradora que, para detener en seco las pulsiones eróticas de sus dos hijos ante el cuerpo de la prostituta sometida sobre la mesa, la mata de tres certeros palazos en la cabeza y asunto arreglado; la espiral de una violencia que convierte a esta familia de outsiders (¿ya todos somos outsiders en el México lindo y querido que nos regaló la transición a la democracia?) en víctimas de una presencia más aterradora: el canibalismo de un estado policial que le apuesta a la estrategia de “muerto el perro, se acabó la rabia”… aunque, como siempre, Sabina sobreviva al tiroteo y a la masacre para convertirse en el huevo de la serpiente.
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