Empujado por un sueño recurrente (la visión de un paisaje nevado en el que se ve a sí mismo desenterrando un misterioso cofrecito), a lo que se suma el azaroso encuentro de un llavero silueteado y con una indescifrable inscripción (“Sprague river”), el joven pastor de cabras Jacinto Medina (Gabino Rodríguez, sobresaliente), decide un día abandonar la miserable ranchería de Las cabecitas, en el desértico municipio potosino de Matehuala, y emprende el más incierto de los viajes.
Así comienza la opera prima en largometraje de Sebastián Hiriart, A tiro de piedra, que compite en el Festival Internacional de Cine de Morelia dentro de la sección oficial de largometraje. Lo más sorprendente de la cinta es su vocación abierta a lo impredecible.
El joven Jacinto (a quien Rodríguez le imprime una inocencia y una transparencia cautivadoras) va a abandonar su estrecho jacalito y va a cruzar la frontera con Estados Unidos, hacia el estado de Oregon. Pero a diferencia de lo que dicta el cine de migrantes habitual, nuestro personaje no va a realizar su travesía en pos de dinero; tampoco va en busca de algún pariente, de mejores expectativas de vida ni está huyendo de la ley o de cualquier otra cuenta pendiente. Simplemente, está emprendiendo su viaje en pos del misterio, de lo desconocido, de ese algo indefinible que lo impele a poner un pie delante del otro y a seguir hacia adelante… hacia su destino.
Aquellos familiarizados, en general, con la literatura fantástica (pero no con cualquiera, sino específicamente con la de autores como Borges o Calvino), no tendrán problemas en adivinar muy pronto qué busca y qué encuentra nuestro buen Jacinto a lo largo de su viaje. Se busca a sí mismo. Y lo mejor, a mi modo de ver, es que el filme de Hiriart nos muestra cómo ese “buscarse a sí mismo” es, en realidad, un “construirse a sí mismo”.
El cándido e ingenuo Jacinto que sale un día de Las cabecitas no tendrá absolutamente nada que ver con el Jacinto al que veremos volver a su pueblo, pero esto me obliga, en este texto, a ser más detallado.
De entrada, el desenlace puede desconcertar a los menos avispados, ya que luego del costoso recorrido que lo ha llevado al filo de la nieve, casi en la frontera con Canadá, este joven sencillo regresa con las manos materialmente tan vacías como el día en que se fue. Sin embargo, el viaje sí que le ha dado algo. Le ha abierto las puertas a un mundo en el que ha aprendido que hay gente en la que se puede confiar y otra en la que no; su odisea le ha brindado la experiencia de un primer y fugaz amor y lo ha colocado, en general, por primera vez en su existencia ante desafíos inéditos. Se ha visto incluso de cara con la muerte.
He aquí, pues, un filme de iniciaciones que resulta absolutamente grato y que le da su primer respiro a una sección en competencia que, hasta hoy, no las había tenido todas consigo.
Lo importante de A tiro de piedra es que, dentro de sus discretas sorpresas (todas ellas bienvenidas), es un filme absolutamente consecuente consigo mismo, empezando por un Jacinto que (así sea ficcionalmente) muestra llevar bien plantada en la sangre su herencia racial. En efecto, la Matehuala natal del personaje fue, en tiempos prehispánicos, tierra de huachichiles, célebres por ser un pueblo nómada.



Pero uno de los asuntos de fondo es que todo ha sido correctamente problematizado en este filme y, antes que nada, el cineasta ha sabido rodearse del elenco ideal. Ya se sabe que en cine (como en teatro), la elección de un reparto siempre conlleva por lo menos el 50 por ciento del éxito del proyecto.
En este sentido, el actor Gabino Rodríguez sabe darle a su Jacinto la textura precisa de vulnerabilidad y de sencillez. A su vez, el elenco de personajes que lo acompañan como secundarios son interpretados, no por actores, sino por gente sembrada en la geografía recorrida por el filme. Y cada uno de ellos es conducido hasta lograr interpretaciones creíbles en su diversidad de circunstancias y de temperamentos (la benévola prostituta Laura, sus primos norteños gandallas, el anciano pollero con quien Jacinto entabla el primer contacto para pasar al otro lado, la Janice que ha perdido a un hijo en México y que, aunque recupere su llavero de la manera más extraña, seguirá sin saber qué fue del vástago…).
Por lo demás, si A tiro de piedra fuera un mero drama naturalista, todo lo anterior no dejaría de ser sino apenas apuntes correctos, tópicos ya muy revisitados y extenuados. Es en este punto donde la película también aporta una textura novedosa, porque no se trata en absoluto de una historia de intenciones neorrealistas (sea lo que sea que la palabra pudiera significar hoy), sino que tiene el tono y la textura de una fábula.
Y no es sólo porque se inspire (libremente) en el cuento oriental de aquel hombre que sueña con un tesoro oculto en un lugar, que viaja hasta allí para encontrar a otro personaje que le narra, a su vez, su sueño, el cual lleva al hombre de regreso a su punto de partida para encontrar, “a tiro de piedra”, lo que estaba buscando, sino que el filme, para decirlo, en breve, aspira a una historia universal y para conseguirlo respeta cierta sentencia clave: “píntame tu aldea y me pintarás el mundo”.
Visualmente atractiva, argumentalmente interesante, metafóricamente rica en lecturas, A tiro de piedra es una odisea de iniciaciones absolutamente fiel a su vocación narrativa. Correrá con buena estrella, independientemente de lo que ocurra el sábado entrante en este festival.

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