Bestias, criaturas y perras / BAPE Teatro
Orfandad de fieras
¡Oh, amor poderoso, que a veces haces de una bestia un hombre y a veces de un hombre una bestia!
W. Shakespeare / Las alegres comadres de Windsor
Instalados en el sótano de la marginalidad, lúmpenes entre los lúmpenes y sumidos en la más absoluta jodedumbre existencial, los personajes de Bestias, criaturas y perras (Legom [Jalisco, 2002] en versión de BAPE Teatro [Morelia, 2011]), son dos presencias al mismo tiempo fuertes y vulnerables, grotescas y conmovedoras, violentas y contemplativas. Pasan también, a cada tanto, de lo sórdido y de lo sombrío a lo procazmente hilarante. El registro de tales matices desde un tono naturalista es su gran atractivo como dramatis personae.
He aquí, pues, a un par de ruinas humanas tan despojadas de todo que carecen incluso de cualquier disfraz. Son lo que son: ella una sombra larga, él una mecha corta, los dos acotados por la desolación de un triste y umbroso departamento que a él le sirve de refugio y al que ella quisiera llamar “hogar”.
Nunca sabremos sus nombres. Sólo podremos reconocerlo a él como la bestia (Armando Serrato), dedicado permanentemente a pintar su raya y a denigrar a su compañera (Raiza C. Robles) [“La casera dijo que no quiere a nadie más en esta casa y menos a ti con tu… cosa”. “¿Eso dijo?” “¡Lo puso en el contrato! (…): la cláusula siete dice ‘No bestias, no criaturas y no perras’ ”]. Mientras, la criatura es una entidad invisible pero muy presente en el discurso: el hijo de tres años de la mujer, siempre recluido en la cocina.
De modo que nuestros personajes, pobres como ratas, son un par de sobrevivientes. No sólo de la miseria como algo material y cotidiano, sino de una agotada relación de dos años que está a punto de cerrar su telón.
Esta es la circunstancia de la que parten las acciones de una pieza demoledora, distribuida en tres o cuatro cuadros y en la que la limpia dirección de Diego Montero Vargas (quien ha comprendido el texto extraordinariamente bien) hace que la crueldad roce el virtuosismo.
La solución escenográfica para este trabajo es uno de sus puntos fuertes. El departamento donde discurre toda la anécdota es un espacio sombrío y despojado. Un retrete y un catre son todo el mobiliario. Un retrete que nos recuerda continuamente que cuanto vemos es una enorme purga; un catre que nunca es la cama generosa del descanso y de los amantes, sino el lecho donde yacen los locos y los enfermos. Los personajes van de uno a otro, siempre muy cerca del público, desde una configuración de teatro-arena. Todo se ha dispuesto para generar una atmósfera de desamparo. En el piso, a la Dogville (Lars Von Trier, 2003) se ha establecido con tiza el perímetro del departamento; los mismos trazos operan también como el plano de la inalcanzable casita de interés social a la que aspiran los personajes en distintos momentos.
De lo demás hay poco qué decir porque todo opera, ensambla y está en su sitio. Como los dos actores han hecho su tarea a conciencia, en el escenario hay personajes absolutamente reales y, en consecuencia, el ritmo de la puesta discurre sin el menor contratiempo. Luminotecnia y música acotan sin ilustrar ni sobreexplicar y todo el trabajo ha sido configurado para concentrar la atención en el ejercicio actoral, que sabe responder al desafío.
Luego de un año de preparación y de una temporada de funciones que comenzó en julio del año pasado, Bestias criaturas y perras se presentó durante las jornadas dedicadas al Día Mundial del Teatro en el foro La Bodega. Una experiencia galvanizante, con dos personajes impecablemente construidos por los actores Raiza Carolina Robles Aceves y Armando Serrato Martínez.
La puesta en escena nació como un ejercicio escolar para aprobar la materia de Dirección II en la licenciatura de teatro de la Escuela Popular de Bellas Artes (EPBA); fue el proyecto final de montaje de Raiza Robles como actriz y de Diego Montero como director en 2011, con el que egresaron del octavo semestre de la carrera. A partir de su estreno intramuros, la obra ha estado en permanente movimiento; ha viajado a Querétaro, a San Luis Potosí y ha participado en distintos festivales.
Original del dramaturgo tapatío Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (Legom), Bestias, criaturas y perras es la obra que, hace una década, lo hizo de un nombre y de un lugar en el teatro nacional. La pieza es uno de los textos dramáticos más importantes de la escena mexicana del siglo XXI porque le abrió la puerta a un movimiento que enfoca su mirada en los bajos fondos y hace suyas las vidas de los parias, los desarraigados y los distintos; todos esos a los que el sistema suele clasificar como mexicanos “en pobreza extrema” o etiquetar como “grupos vulnerables” y a los que nadie voltea a ver dos veces. Descendiendo a los abismos de la pirámide social y otorgándole voz a quienes allí subsisten, Legom ha puesto en el escenario las parcelas más extremas y dolorosas de nuestra realidad: aquellas en las que el desamparo es tan absoluto que no cabe el menor disimulo. Esto es importante: digamos que las disfuncionalidades ambientadas entre personajes de la clase media o de familias pudientes tienen siempre la coartada del maquillaje o de la caricatura, que pueden atenuar su verdadera monstruosidad e incluso darle cierta dignidad; aquí, en cambio, todo está tan despojado, tan en bruto, tan en directo, que no es posible ningún velo que mitigue la sordidez de cuanto ocurre. Hasta el humor (un humor que no fluye a partir de intenciones fársicas, sino de un retrato fiel a los giros, retruécanos y dobles sentidos del caló popular de barrio y a cierta forma de sarcasmo cruel) opera como un mecanismo de desnudamiento. Es una dramaturgia sin concesiones.
El amor es el gran tema de Bestias, criaturas y perras. Un amor enfermo, oscuro y desahuciado. En breve, la pieza se ocupa de una mujer sola y sin perspectivas que con su hijo a cuestas persevera en ser aceptada por un misántropo que, a su vez, es incapaz de comprometerse en una relación, totalmente abandonado de sí mismo.
Ella aspira a un hogar, sueña con una familia, con una casita de interés social. Encadenada a ese deseo visita continuamente a su prospecto y soporta todo, violencia y humillaciones, con un estoicismo casi épico. Al final, sin embargo, la magnitud del rechazo la hace tocar fondo y un giro del azar le permite romper el círculo vicioso y optar por una alternativa.
A su vez, él es un personaje que por debajo de su temperamento hosco e incendiario está profundamente solo. Es una bestia, sí… pero enjaulada. No cuesta mucho descubrir que su ferocidad es un muro de contención para evitar heridas. Echado al olvido (su departamento bien se puede llamar Leteo), su único placer es pasar la tarde a solas, engullendo huevos pasados por agua y viendo el béisbol por la TV.
Lo triste de este personaje es que, en el fondo, también la necesita a ella. Tanto, que lo que más espera es que ella lo resuelva todo. Hay suficientes indicios en el desarrollo de la anécdota para advertir que esta bestia se deja desbarrancar deliberadamente para obligarla a ella a actuar en su lugar y venir en su rescate.
Lo trágico es que, tal como se dan las cosas, entre estos dos personajes y su muy agónica relación va a darse una radical inversión de fuerzas. Conforme avanza la acción la bestia se disminuye y la perra gana seguridad y confianza en sí misma, alcanza a abrirse de nuevo a la vida. Lo que va a quedar al final es una bestia abandonada. Vulnerable y vulnerada. Sola en su orfandad de fiera.
He aquí, pues, a un par de ruinas humanas tan despojadas de todo que carecen incluso de cualquier disfraz. Son lo que son: ella una sombra larga, él una mecha corta, los dos acotados por la desolación de un triste y umbroso departamento que a él le sirve de refugio y al que ella quisiera llamar “hogar”.
Nunca sabremos sus nombres. Sólo podremos reconocerlo a él como la bestia (Armando Serrato), dedicado permanentemente a pintar su raya y a denigrar a su compañera (Raiza C. Robles) [“La casera dijo que no quiere a nadie más en esta casa y menos a ti con tu… cosa”. “¿Eso dijo?” “¡Lo puso en el contrato! (…): la cláusula siete dice ‘No bestias, no criaturas y no perras’ ”]. Mientras, la criatura es una entidad invisible pero muy presente en el discurso: el hijo de tres años de la mujer, siempre recluido en la cocina.
De modo que nuestros personajes, pobres como ratas, son un par de sobrevivientes. No sólo de la miseria como algo material y cotidiano, sino de una agotada relación de dos años que está a punto de cerrar su telón.
Esta es la circunstancia de la que parten las acciones de una pieza demoledora, distribuida en tres o cuatro cuadros y en la que la limpia dirección de Diego Montero Vargas (quien ha comprendido el texto extraordinariamente bien) hace que la crueldad roce el virtuosismo.
La solución escenográfica para este trabajo es uno de sus puntos fuertes. El departamento donde discurre toda la anécdota es un espacio sombrío y despojado. Un retrete y un catre son todo el mobiliario. Un retrete que nos recuerda continuamente que cuanto vemos es una enorme purga; un catre que nunca es la cama generosa del descanso y de los amantes, sino el lecho donde yacen los locos y los enfermos. Los personajes van de uno a otro, siempre muy cerca del público, desde una configuración de teatro-arena. Todo se ha dispuesto para generar una atmósfera de desamparo. En el piso, a la Dogville (Lars Von Trier, 2003) se ha establecido con tiza el perímetro del departamento; los mismos trazos operan también como el plano de la inalcanzable casita de interés social a la que aspiran los personajes en distintos momentos.
De lo demás hay poco qué decir porque todo opera, ensambla y está en su sitio. Como los dos actores han hecho su tarea a conciencia, en el escenario hay personajes absolutamente reales y, en consecuencia, el ritmo de la puesta discurre sin el menor contratiempo. Luminotecnia y música acotan sin ilustrar ni sobreexplicar y todo el trabajo ha sido configurado para concentrar la atención en el ejercicio actoral, que sabe responder al desafío.
Luego de un año de preparación y de una temporada de funciones que comenzó en julio del año pasado, Bestias criaturas y perras se presentó durante las jornadas dedicadas al Día Mundial del Teatro en el foro La Bodega. Una experiencia galvanizante, con dos personajes impecablemente construidos por los actores Raiza Carolina Robles Aceves y Armando Serrato Martínez.
La puesta en escena nació como un ejercicio escolar para aprobar la materia de Dirección II en la licenciatura de teatro de la Escuela Popular de Bellas Artes (EPBA); fue el proyecto final de montaje de Raiza Robles como actriz y de Diego Montero como director en 2011, con el que egresaron del octavo semestre de la carrera. A partir de su estreno intramuros, la obra ha estado en permanente movimiento; ha viajado a Querétaro, a San Luis Potosí y ha participado en distintos festivales.
Original del dramaturgo tapatío Luis Enrique Gutiérrez Ortiz Monasterio (Legom), Bestias, criaturas y perras es la obra que, hace una década, lo hizo de un nombre y de un lugar en el teatro nacional. La pieza es uno de los textos dramáticos más importantes de la escena mexicana del siglo XXI porque le abrió la puerta a un movimiento que enfoca su mirada en los bajos fondos y hace suyas las vidas de los parias, los desarraigados y los distintos; todos esos a los que el sistema suele clasificar como mexicanos “en pobreza extrema” o etiquetar como “grupos vulnerables” y a los que nadie voltea a ver dos veces. Descendiendo a los abismos de la pirámide social y otorgándole voz a quienes allí subsisten, Legom ha puesto en el escenario las parcelas más extremas y dolorosas de nuestra realidad: aquellas en las que el desamparo es tan absoluto que no cabe el menor disimulo. Esto es importante: digamos que las disfuncionalidades ambientadas entre personajes de la clase media o de familias pudientes tienen siempre la coartada del maquillaje o de la caricatura, que pueden atenuar su verdadera monstruosidad e incluso darle cierta dignidad; aquí, en cambio, todo está tan despojado, tan en bruto, tan en directo, que no es posible ningún velo que mitigue la sordidez de cuanto ocurre. Hasta el humor (un humor que no fluye a partir de intenciones fársicas, sino de un retrato fiel a los giros, retruécanos y dobles sentidos del caló popular de barrio y a cierta forma de sarcasmo cruel) opera como un mecanismo de desnudamiento. Es una dramaturgia sin concesiones.
El amor es el gran tema de Bestias, criaturas y perras. Un amor enfermo, oscuro y desahuciado. En breve, la pieza se ocupa de una mujer sola y sin perspectivas que con su hijo a cuestas persevera en ser aceptada por un misántropo que, a su vez, es incapaz de comprometerse en una relación, totalmente abandonado de sí mismo.
Ella aspira a un hogar, sueña con una familia, con una casita de interés social. Encadenada a ese deseo visita continuamente a su prospecto y soporta todo, violencia y humillaciones, con un estoicismo casi épico. Al final, sin embargo, la magnitud del rechazo la hace tocar fondo y un giro del azar le permite romper el círculo vicioso y optar por una alternativa.
A su vez, él es un personaje que por debajo de su temperamento hosco e incendiario está profundamente solo. Es una bestia, sí… pero enjaulada. No cuesta mucho descubrir que su ferocidad es un muro de contención para evitar heridas. Echado al olvido (su departamento bien se puede llamar Leteo), su único placer es pasar la tarde a solas, engullendo huevos pasados por agua y viendo el béisbol por la TV.
Lo triste de este personaje es que, en el fondo, también la necesita a ella. Tanto, que lo que más espera es que ella lo resuelva todo. Hay suficientes indicios en el desarrollo de la anécdota para advertir que esta bestia se deja desbarrancar deliberadamente para obligarla a ella a actuar en su lugar y venir en su rescate.
Lo trágico es que, tal como se dan las cosas, entre estos dos personajes y su muy agónica relación va a darse una radical inversión de fuerzas. Conforme avanza la acción la bestia se disminuye y la perra gana seguridad y confianza en sí misma, alcanza a abrirse de nuevo a la vida. Lo que va a quedar al final es una bestia abandonada. Vulnerable y vulnerada. Sola en su orfandad de fiera.
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