Alasestatuas: robinsonada

al encuentro de la amistad

Bolivia inauguró el II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano con una notable propuesta contemporánea


No te quedes inmóvil / al borde del camino. / No congeles el júbilo, no quieras con desgana. / No te salves ahora. / Ni nunca.
No te salves / Mario Benedetti

Todo lo construimos sobre la arena, nada sobre la piedra, pero nuestro deber es construir como si fuera piedra la arena.
Jorge Luis Borges

Together we stand; divided, we fall.
Hey, you! / Pink Floyd


Los personajes de Aniceto (Darío Torres) y El Mario (Enrique Gorena) en una imagen de Alasestatuas, que abrió las jornadas del encuentro escénico en Morelia.

Pareja dispareja y, por lo mismo, absolutamente complementaria, el cerebral Aniceto (Darío Torres) y el impulsivo El Mario (Enrique Gorena) comparten un anhelo común: trascender, dejar una huella de su paso por el mundo. Quieren alcanzar la inmortalidad. A ese objetivo dedicarán sus empeños en la puesta en escena Alasestatuas (Darío Torres y Enrique Gorena, 2005), con la que la compañía La Cueva, de Sucre, Bolivia, descorrió este sábado el telón del II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano en la ciudad de Morelia, Michoacán.
Pero ante las lecciones que les va aportando la vida misma, ese “duro deseo de durar” (que Paul Eluard consideraba el impulso primario de la creación poética) les va mostrando a los personajes que el camino que quieren seguir es diferente a lo que ellos habían imaginado y que, a fin de cuentas, sólo perdura quien no se propone lograrlo. Los personajes comprenderán que sólo puede aspirar a la inmortalidad quien se reconoce mortal, porque en esa medida aprende a valorar los pequeños e irrepetibles tesoros depositados en cada instante de la vida.
Se trata, pues, en breve, de hacer propia la famosa frase de Quevedo: “Lo fugitivo permanece y dura”.
Es así como la ambición de inmortalidad, que sirve de motor al arranque de la obra, se transforma a la par de los personajes. Ansiosos por coquetear con la posteridad, Aniceto y El Mario terminan descubriendo lo esencial: los instantes maravillosos. Y en el último cuadro los veremos a ambos ya ancianos, sentados en la penumbra, con el peso del tiempo en la corva de la espalda, con días sin comer ni beber, pero siempre amigos, haciendo antesala a las puertas de una muerte que va a tocarlos gozosa porque los sorprenderá juntos, leales, camaradas. Dice El Mario, en el ámbito de la más íntima complicidad: “Al final, lo de ‘los inmortales’ se quedará en duda ¿verdad?; porque nadie nos lo podrá decir ¿no, Aniceto?” Y Aniceto recordará entonces que “momentos como este hay que guardarlos en el fondo del bolsillo”. Listos para ingresar a la Eternidad, cobija a estos dos entrañables amigos el mejor de los epitafios: “Vamos a probar el néctar de la vida. Y nuestra vida será eterna primavera: siempre bien acompañados”. No hay mejor inmortalidad.


El encuentro, al amparo del azar en una casa de juego y de la devolución de un par de zapatos perdidos en una apuesta.


Juego y contemporaneidad
Absolutamente contemporánea desde su mismo título, Alasestatuas es un juego. De palabras. De estructuras. De códigos. Su nombre sugiere la libertad etérea del vuelo y su antítesis: la firme perdurabilidad de la roca labrada. Sueños de barro cotidiano, con la mirada dirigida hacia lo alto y los pies bien anclados en una tierra primordial. Pero el término “Alasestatuas” también convoca al célebre juego infantil y a sus variantes (como Los encantados, en México). Siguiendo esta línea, Alasestatuas es puro juego, pura provocación, pura experiencia de super-esfuerzos.
Lo primero que llama la atención es la naturaleza antiestilística del trabajo.
Alasestatuas no es de ninguna manera teatro-clown. Sin embargo, es posible distinguir al Caralimpia (Aniceto) y al Augusto (El Mario) en esta pareja de amigos que nunca pierden, al paso y peso de los años, esa ternura propia de la mirada sencilla y transparente de la infancia.
Alasestatuas no es una pieza propiamente dicha, aunque conserva como rasgo una situación básica (la ocasión en que Aniceto y El Mario deciden abandonar la cómoda seguridad de su trabajo como asalariados de una carpintería y la primera noche que pasan juntos durante su nueva aventura en pos de trascendencia), que es absolutamente cotidiana. Aún así, tal situación es surcada constantemente por las estructuras de representación del sueño, del deseo y del recuerdo.
Alasestatuas tampoco es una farsa. Pero ahí están, circulando en ella, esas otras situaciones no cotidianas y esas conductas e imágenes extravagantes.
Sería igualmente difícil hablar de Alasestatuas como un ejemplar del teatro-documento que nos heredó Weiss en el hemisferio desde hace casi cuarenta años. No obstante, gajos enteros de realidad que son crítica, histórica y concientemente acometidos desde una perspectiva social se asoman a cada tanto entre las anécdotas, los guiños y las citas.
Así pues, desde el maravilloso caldero que llamamos hibridez, Alasestatuas es una no menos maravillosa operación alquímica. Acudiendo a procesos de simbolización y de resignificación en distintos ámbitos (desde la problematización para resolver el tratamiento mímico y gestual de cada personaje hasta la estructura definitiva del trabajo en sí), el tándem Torres-Gorena nos obsequia una obra arriesgada y cumplida, que transforma el cobre de la rutina y de las agrisadas experiencias cotidianas en el oro de las revelaciones que yacen, latentes, en la esencia de cada momento.
Y la mayor virtud de Alasestatuas, después de tan arduo y tan evidente trabajo, es su bella y eficaz sencillez sobre la escena.


Disfrutando de los pequeños placeres de la vida.

Una poética del instante
Uno de los atractivos de esta obra radica en la estructura espacio temporal que se le ha impreso a la docena de cuadros que la conforman. Esa estructura poco tiene que ver con la linealidad narratológica habitual.
Tras el breve preámbulo omni-abarcador del cuadro de la tormenta, en medio de la que los dos amigos se llaman a voces (una imagen que resume la lucha que emprenderán y para cuya recreación ha bastado el juego de las luces y una regadera de mano), la situación base de la puesta ubica a nuestros significantes anecdóticos en un momento decisivo de sus existencias: el día en que, treintañeros, Aniceto y El Mario deciden abandonar sus tibias certezas económicas y existenciales como mansos trabajadores asalariados y dejan la carpintería en la que se alquilaban.
Es un gran momento, porque es el primero en que ambos deciden ser “ellos mismos”. También es un momento terrible, ante el cual dudan y temen (“Es hora de dar el segundo paso: vámonos”. “¿Y si mejor nos damos otro mes, así nada más para redondear?”. “¡Vámonos ya!”), porque nada es más amedrentador que la experiencia de hacernos responsables de nosotros mismos.
Esta es la situación clave de la obra, pues a partir de ella los personajes fundan su porvenir y resignifican su pasado, ya que se están liberando y tomando las riendas de su vida.
Para acentuar este importante hecho, la obra comienza a partir de ahí un movimiento permanente de analepsis y prolepsis, con cuadros retrospectivos o anticipatorios que nos dan cuenta (a veces en ágiles y certeros brochazos) de lo que ha sido la historia de los personajes y de diversos atisbos de su futuro a lo largo del arco de cincuenta años que se han dado a sí mismos como plazo para “trascender”.
De esta forma, con la puesta poblada de imágenes sintéticas, en la que los signos de cada código se abren generosamente a lo polisémico (gracias a distintos mecanismos de alteración, dislocación, deformación y resemantización), Alasestatuas genera una poética del instante, de la impronta, que es sin duda su mayor triunfo estético. Más aún, gracias a las rupturas que se dan en la puesta a la hora de las confesiones, de los sueños y de las visiones, la historia nos va llevando a una experiencia parateatral en la que descubrimos constantemente una escenificación dentro de otra (verbigracia: Darío Torres interpretando a un Aniceto que a su vez rememora o anticipa al Aniceto que fue, al que será o al que pudo haber sido, así como a distintos personajes incidentales). Y nuevamente es maravilloso advertir, desde esta atención a la multiplicidad de posibilidades, la complejidad de una estructura que, a primera vista, parece muy sencilla. Debo repetirlo sólo una vez más. Uno de los mayores elogios que se le puede formular a este bello trabajo es precisamente este: observar cómo el andamiaje, el arduo trabajo de problematización en que se funda, no se nota en la puesta, que en sí misma resulta muy popular, muy asequible, plena de empatía hacia su público.

En Flor de Loto durante el cuadro dedicado a las estatuas.

Palabra e identidad
El Antonin Artaud que hacia 1932 cuestionaba duramente “la dictadura del texto” (“Si la palabra constituye uno y sólo uno de los códigos escénicos, ¿por qué se ha impuesto tan abusivamente a los demás sistemas comunicativos en Occidente?”) estaría contento con este trabajo por el lúdico e inteligente tratamiento a los signos de sus diferentes códigos.
Porque finalmente, si Alasestatuas tuviera que ser sujeta a alguna clasificación, sería a la de una forma de teatro simbolista o suprarrealista, en donde ningún signo es unívoco. Como mejor ejemplo están los diferentes tratamientos que se le dan, a lo largo de la obra, a los pocos y simples objetos que acompañan a los actores.
Pero ya que llegamos al tema de la palabra, esta tiene un peso decisivo en la puesta en escena, llena de regionalismos y de términos procedentes del caló boliviano, que contribuyen a reafirmar un asunto indispensable: el de la identidad.
A lo largo de Alasestatuas oiremos hablar de la timba (garito, casa de juego) del empedernido apostador don Humberto Malpartida, donde una noche se conocen Aniceto y El Mario; sabremos de la aspiración de nuestros personajes, un poco lúmpenes, por confundirse en las fiestas con los cachacos (los bien educados y de buenos modales, que además bailan muy bien). Compartiremos su entusiasmo por poseer “las tres ‘C’ de la diversión: comida, cariño y chago (tragos)” o asentiremos solidariamente con la confidencia de que “a mí me gusta el olor a nuevo porque lo nuevo está flama” (es llamativo, distinguido).
También tendremos la oportunidad de ver a Aniceto llegar a un taciturno antro en pos de Zucumbé (esa bebida particularísima de Bolivia, a base de una mezcla de leche y de esa especie de aguardiente llamado singani) para ahogar las penas. En estos y otros momentos, la palabra es un vehículo restitutivo, porque nada como la lengua materna y sus modismos para recuperar el sentido de nuestros mundos, de nuestra manera de sentir una realidad.

Mímica y gestualidad, dos de los códigos más explorados durante la puesta en escena.

Robinsonada y desafíos
Atravesando todo lo anterior, se encuentra el sentido de la puesta: aquello que nos quiere compartir.
Nunca con las dimensiones épicas de una odisea, pero sí con el sabor íntimo, cómplice, de la más auténtica robinsonada, Alasestatuas es un discreto viaje iniciático en el que estos dos inolvidables personajes van a encontrar en la amistad el sentido de sus vidas.
Las estaciones de este descubrimiento corren a la par del viaje. Un viaje por la memoria (a la vez individual y colectiva), que es otro rasgo que hace a la obra entrañable.
El viaje no está exento de acechanzas, pero es esencialmente luminoso. Esto es importante. Estamos en las antípodas de los personajes desahuciados y trágicos de Dos perdidos en una noche sucia (grupo Fora do serio 2007, sobre dramaturgia del brasileño Marco Plinio, vista en Morelia en el primer encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, en 2008, y a la cual me han remitido por el empleo de los zapatos en la escena en la que se conocen). Por el contrario, el Aniceto y El Mario de Alasestatuas saldrán adelante tras encarar tentaciones, pistas falsas y hasta una proverbial separación de consecuencias casi suicidas.
Porque Alasestatuas es remontar la tentación de volver a ser lo que ya ha sido (el cuadro en que los amigos evocan los empleos que han compartido, siempre como criados o sirvientes, aspirando a confundirse con los elegantes invitados a las fiestas y a bailar con las distinguidas novias, punzados a la vez por la nostalgia de viejos amores: la Alicia, la Jocelyn, la Teresita…).
Es sobreponerse al padecimiento de las necesidades más primarias en pos de ideales elevados (el vehemente, feroz deseo de Aniceto de devorar un pollo enorme y bien sazonado).
Es salir delante de las incertidumbres, en esos momentos en los que nuestra más profunda conciencia nos reclama (el Aniceto que sólo quiere dormir mientras El Mario reflexiona, despierto a mitad de la noche por la angustia de perder lo Porvenir: “¿Cuántos años han pasado?”. “Nos quedan como treinta”. “Porque sí existe un punto exacto donde se cumplen los sueños ¿no?”. “Sí, pero déjame dormir”. “Porque el trabajo tiene su tiempo, la escuela tiene su tiempo. Todo tiene su tiempo. El tiempo tiene su tiempo… Oye, ¿dónde está nuestro tiempo?”. “Va a llegar, déjame dormir”. “Oye ¿y no podrá llegar mañana?”).
Es superar la visión onírica de una regresión a la lejana infancia, a los días de la escuela y del salón de clase, con la voz machacona del profesor que imparte clase y destaza inteligencias al demandarles memorizar fórmulas y capitales.
Es, sobre todo, salir airoso de la más cruel tentación de todas: la de tumbarse a la orilla del camino, abandonar la ruta, sentar cabeza y ver la vida pasar (“¿Dónde estará mi buen mozo / que a la cita no quiere venir?” canturrea Anita [Enrique Gorena] tras una ventana, y Aniceto llega y declara, con otra copla popular: “Ya estoy aquí / no te apasiones, mujer…”, para abrir paso al sueño fácil de la existencia perfecta, tranquila, inocua. La vida doméstica como la tumba de toda audacia. Felizmente, con unas líneas memorables, Aniceto se rebela contra ese destino: “Hay que pisar fuerte para poder dejar huella. Y para que sepan que es tu huella, hay que ir descalzo; es decir, hay que hacer sacrificios”, dicho lo cual se va en pos de El Mario, al que ha dejado solo.
Es sobreponerse al calvario de las separaciones, en el hilarante cuadro circense de Los hermanos Maluenda, donde un Mario frustrado, lejos de Aniceto, es incapaz de hallar la indispensable empatía con su nuevo compañero para resolver acrobacias en el Circo de las Estrellas.
Es, en fin, llegar a la alternativa del suicidio por desesperación, con todo y reflexión trascendente rota por la intervención del trivialismo mediático, que todo lo torna espectáculo de luz y sonido, muy a la Un mundo maravilloso (Luis Estrada, 2006, México), pero sin la tramposa tendenciosidad de ese filme que hacía de los miserables personajes perfectamente corrompibles a causa de su pobreza. Un trance de suicidio del que se sale indemne gracias al oportuno reencuentro de los dos amigos.

El hilarante momento de "la mariposa... ¡que vuelaaa!", durante el cuadro circense.

De las estatuas al Zucumbé
De una a otra cosa, hay dos cuadros en Alasestatuas que parecen indispensables dentro de su discurso de viajes e iniciaciones: el de las estatuas y el del garito de Zucumbé.
En el primero, el juego de las estatuas coloca a los amigos ante la acechanza más sombría de todas: las de asumir la inmortalidad como Poder.
Racional como es, Aniceto argumenta en cierto momento, ya hacia el final de la obra, que no habría mejor estampa de inmortalidad que la de convertirse en estatuas: “Quietos, duros, imponentes, majestuosos. Inmortales. ¡Nuestras estatuas, Mario! ¿Te imaginas? El sol sería el primero en darnos la bienvenida. Nos dedicarían versos, nos dejarían flores. Seríamos de piedra o de bronce o de cobre o de oro. Estaríamos en el centro de la plaza (….) Yo estaría en una pose más o menos así: dueño del mundo, de América, de México, de la más mínima forma de vida. ¡Hasta la mierda de las palomas valdría la pena, Mario! Es el precio de ser personajes públicos. Pero cuando tengamos nuestras estatuas significará que lo conseguimos, que logramos perdurar”.
He ahí un momento espeluznante. Porque el precio de semejante forma de inmortalidad exige a cambio recibir el beso fatídico de Medusa (sólo los muertos son invulnerables).
En el segundo de los cuadros citados, la bella metáfora del Zucumbé es una de las escenas más conmovedoras e inquietantes de la obra. Encontramos allí al Aniceto que llega a un taciturno antro en pos de esa bebida a base de leche y del aguardiente singani para ahogar su dolor, reprochando la deslealtad de El Mario (“A fin de cuentas Mario fue el primero que decidió irse; yo no tuve la culpa. Mario era muy impulsivo y así nunca iba a trascender. Y a mí no me importa desperdiciar mi vida aserrando maderitas o etiquetando cajas….cualquier trabajo. ¡Porque yo tengo ideas! Sólo necesito…. Nada. Ahora ya no tengo carga que arrastrar”).
En una de las muchas rupturas de la obra, esta escena se desdobla a un discurso paralelo, con la luz virando al rojo y el vendedor de alcoholes aleccionando a Aniceto con una metáfora deslumbrante: “Hay que remover muy bien al Zucumbé –le dice, intencionadamente– para que pueda ser. Si nadie te remueve a tu alrededor, nadie podrá ser. Como el singani: sin la leche, nada es”.
He ahí un instante de poesía suprema, donde una filosofía vital se manifiesta en los términos más coloquiales. Es el ideal del poeta Wordswoth cumplido sobre un escenario: (“Piensa con el culto, pero habla con el vulgo”. “Vive llano, piensa alto; no más”, en traducción al español de nuestro José Emilio Pacheco).


Un momento de intensidades. Aniceto y el hombre del Zucumbé.


Nuevas configuraciones
Habría más que decir, pero esto parece suficiente. Comparto, en todo caso, el juicio de Carlos Rojas cuando escribe en su blog de crítica teatral que “la agrupación de Teatro La Cueva recuerda en bastantes momentos a los hermanos Marx, lo mismo que Enrique Gorena y Dario Torres a comediantes del stand up comedy” (1) (con una altísima eficacia, muy similar a la del unipersonal Los días de Carlitos –Adrián Vázquez, Veracruz 2006–, agrego yo entre paréntesis).
Porque, finalmente, Alasestatuas es un cumplido ejemplo de ese teatro contemporáneo que va en pos de nuevas configuraciones para sus códigos y estructuras. Un teatro atento a las maneras en que se van transformando las alternativas de contar una historia y que lleva ese proceso al ámbito de lo escénico con una asombrosa economía de medios, que es una más de sus múltiples virtudes.

Es como escriben los argentinos Jorge Dubatti y Lía Sormani: “Gorena y Torres componen una poética de la sencillez con un efecto complejo y significativo. En esta difícil sencillez, de laboriosa concepción, vale todo lo descartado para acceder a lo esencial indispensable [...]. En la poética de La Cueva acaso pueda leerse que las raíces populares del teatro siguen intactas” (2). Y esta propuesta es absolutamente contemporánea porque ha abrevado del teatro de calle, del performance, del teatro clown, del teatro-danza, del cine (sus dinámicas elipsis son una herencia indudablemente fílmica) y de las artes visuales en general (no olvidemos que venimos de un siglo, el XX, que ha sido eminentemente visual), acopiando todas esas riquezas para transformar el lenguaje dramático y devolvérnoslo, revitalizado, de otra manera. Una velada inaugural inolvidable. Quién sabe para los demás, pero para mí será inmortal... por lo menos hasta que me muera.

EN VIDEO

Varios instantes de la puesta en escena de Alasestatuas, con la que el foro escénico latinoamericano inició sus actividades con un genuino, bello e hilarante pie derecho.

(1) La muy recomendable página donde Carlos Rojas comparte trinchera con otros analistas de la escena está en: http://www.criticateatral.wordpress.com/


(2) Cita tomada de la página del grupo La Cueva en: http://teatrolacueva.blogspot.com/2007/05/alasestatuas-2005.html