Histeriósmosis I

Delirios urbanos

en estado de gracia


Una primera entrega a la exposición inaugurada en la Sala de Patrimonio de la Casa de la Cultura de Morelia, aquí dedicada a los trabajos de Jorge Alberto Ortega


Vista de la intervención ¿Qué es esto?, de Jorge Alberto, una de las obras alojadas en la sala de Patrimonio de la Casa de la Cultura.


Primero fue el ayuntamiento de Morelia, hace un par de semanas, con la inauguración de la colectiva Game Over, abierta en la galería del Archivo Histórico Municipal (Museo de la Ciudad). Ahora es el departamento de Artes Visuales de la Secretaría de Cultura el que comienza su año con una dignísima exposición que reúne a dos autores jóvenes: Jorge Alberto Ortega y Desmond Ray Ramírez.
Este jueves 14 de enero la Casa de la Cultura de Morelia abrió de manera simultánea dos muestras de artes visuales. Una fue la colectiva Bi-centenario, que se localiza en la galería Luis Sahagún, en la planta alta y de la que me ocuparé en breve. La otra ha sido Histeriósmosis, a la que dedico dos entregas para así atender como es debido a cada uno de sus autores. El empeño vale la pena por los resultados de una serie de afortunadas audacias que se configuran, a mi modo de ver, de la siguiente manera:

Entre folclor y ensueño
Como imágenes impetuosas que fluyen desde el inconsciente, pero dotadas de una fuerza que las hace vivir en el plano de la experiencia sensible sin violentar su origen, cada una de las cincuenta obras que conforman la exposición Histeriósmosis (Jorge Alberto Ortega y Desmond Ray Ramírez, 2009-2010) mantiene una vibración misteriosa, propia del mundo psíquico, ante la cual debe ponerse a trabajar como colaborador el consciente de cada espectador que se instala ante los lienzos.
Esta provocación, que hunde sus raíces intensamente en el onirismo propio de lo subconsciente, pero que a la vez alude muy directamente a realidades socio-populares de nuestra vida cotidiana, es el elemento más valioso de una exposición audaz, fresca y arriesgada.
El caso de Jorge Alberto Ortega, con quien comienzo, es muy interesante porque tanto sus formas como sus temas se nutren de lo popular y lo hacen desde una perspectiva muy precisa: la del folclor. De allí sus águilas emblemáticas de la nacionalidad mexicana y sus personajes barriobajeros que emergen, briosos, de las abigarradas composiciones (ya cínicos, ya inconformes, ya dolientes o alevosamente carnavalescos), siempre a medio camino entre la estética del cómic y la de algunos momentos afortunadísimos, en los que la caricatura o el apunte grotesco alcanzan una acidez y una vehemencia muy similar en su potencia a las que hace cien años manifestaba Orozco en algunos de los frescos de San Ildefonso, por ejemplo.
Entre los personajes que nos brinda Ortega figuran luchadores enmascarados, diablitos, calaveras, agresivos perros callejeros, granaderos con máscaras antigas, chavos-banda y una galería más o menos amplia de faunas antropomorfas.
Lo delicioso en todo esto es que el de Jorge Alberto no es un folclorismo meramente ilustrativo. Muy por el contrario: en sus lienzos estamos ante formas folclóricas, sí, pero que se combinan activamente con el recuerdo, con la fantasía, con el instinto y con el ensueño.
El resultado de esta fecunda mixtura es el retrato de un México profundamente vital, dinámico, contradictorio y violento. Un México que, en la hora de las incertidumbres, se debate en el desgarramiento del caos. Ese caos manifiesta las enormes pasiones vitales que barruntan, indomables y telúricas, en el más oculto y secreto corazón de nuestra sociedad actual.
Así pues, he aquí, con una videncia que resulta insólita en un autor tan joven (León, Guanajuato, 1982), una serie de expresiones que a pesar de su coqueteo con lo surrealista no pretenden divinizar lo inconsciente (como haría un surrealista), sino que nos muestran el vigoroso y salvaje estado de espíritu de una nación mexicana que se debate en las contradicciones del azar y en la efervescencia de la brutalidad, justo en el precario gozne que separa a una idea de mundo que agoniza de aquella que se asoma en las emergentes generaciones (aún en proceso de configuración y resignificación) para apropiarse del todavía nebuloso porvenir.

Mexicanos al grito de caos
En su intervención ¿Qué es esto?, por ejemplo, Jorge Alberto Ortega nos entrega, como summa de lo que veremos, una propuesta que abraza y acota las intenciones y alcances de su discurso.
Un dibujo a blanco y negro sobre el muro nos presenta un abigarrado conjunto de personajes y símbolos, dominados todos ellos por la figura de un águila de mirada desafiante y de cuyo pico se desprende una gota de sangre rojísima (el único elemento cromático en el dibujo y, por lo mismo, poderosamente eficaz en su dramatismo). Del pecho de esta patria sangrienta (es decir, de su corazón) emergen tres cañones en pleno estruendo. Bajo este signo bélico, seis personajes diversos ilustran las identidades, generaciones y circunstancias de una polimorfa sociedad que se entremezcla con un rostro dinámicamente estilizado, que a momentos recuerda a un toro o a una res y al cual acompaña, a un lado, una de las garras del águila.
Así pues, el “Mexicanos al grito de guerra” que nos heredó hace más de un siglo Jaime Nunó deviene aquí en un “Mexicanos al grito del caos”. Un caos cuyo sentido nos es revelado en las dos pinturas que, como ensoñaciones enmarcadas en muy gráficos globitos-nube, dan cuenta de todo aquello en lo que piensan los personajes del primer conjunto.


El óleo sobre madera y tela Bam – 3 +, de Jorge Alberto Ortega.


Violencia y agonías
Los dos lienzos son Bam – 3 + (óleo, madera y tela, 60 X 122 cms.) y Ellos sufren (acrílico sobre lienzo, 80 X 80).
Bam – 3 + no tiene vuelta de hoja. Es el sonido de un balazo, ante el cual tres nuevos muertos añaden puntos a las estadísticas alusivas a la violencia. Tres vidas menos. Tres manifestaciones más de la irracionalidad.
Los cuerpos yacen amontonados, grotescos, uno de ellos en escorzo. El sentimiento de brutalidad que emana del trabajo procede de la potencia expresiva de las líneas (gruesas, fluidas, intensamente gráficas, aunque se trate de una pintura), de la gestualidad impresa a personajes como el de la extrema derecha, con su rostro lívido y la roja lengua de fuera, y de las intensas vibraciones rítmicas de una pincelada apretada, cuyos pigmentos muy diluidos generan complejas veladuras. Mientras, en Ellos sufren el autor nos muestra un breviario de personajes que configuran al doliente pueblo mexicano actual. Un pueblo de diablitos, enmascarados, indios, calaveritas, mestizos, mujeres, engabanados y el insólito apunte de ese personaje en azul y de rapada cabeza que lanza un grito acentuado por el escurrimiento en verde de biliosas agonías.


Detalle a los perros en el acrílico sobre lienzo Los temores.


Del pulp
Otro trabajo importante de entre los que ofrece Ortega es Los temores (acrílico sobre lienzo, 184 X 186.5 cms.). Esta es quizá, de entre todas, la obra más en deuda con una estética de cómic. Sin embargo, la vocación que, en principio, es totalmente ilustrativa, deviene algo más profundo por las realidades que significa.
La composición, agobiante por lo recargado de sus elementos, muestra en su apunte más cruel a un joven que se levanta la camisa, con rictus de horror (ojos saltones y dientes pelones) para que un par de feroces perros lobunos puedan desventrarlo a gusto mientras un personaje que algo tiene de Nosferatu hace algo con su cremallera. En otra parte, un personaje con máscara de lucha libre atenaza a una joven rubia y trata de asaltar sus senos mientras otro personaje al lado de ellos desenrosca su muy lúbrica lengua y una chica que se autoerotiza nos permite ver, en su hombro y brazo izquierdos, un tatoo con la leyenda “Mariachi Morelia”. Aquí no hay pierde. Acudiendo a una estética de historieta que pasa lo mismo por un toque a la Richard Corben que a los Sensacionales de editorial Mango en los puestos de periódicos (¡eso es irse a los extremos!), el autor consigue formas muy pop y reincide en la tesis de las poderosas pasiones que barruntan y se desatan en distintas formas de violencia.


Detalle del acrílico sobre lienzo Son unos animales para atender al trabajo gestual en los rostros.


Y a mucha honra
Pasando por alto un trabajo tan notable como Las consecuencias (acrílico sobre madera, 250 X 230 cms), que es en donde Ortega se aproxima notablemente a lo orozquiano, en Son unos animales (acrílico sobre lienzo, 50 X 60 cms.) nos comparte el mejor momento de una saludable veta irónica que marca importantes distanciamientos críticos en todo cuanto el autor nos ofrece en la exposición.
Tres personajes que dominan el lienzo son el machín de barrio (con el explícito taparrabos que dice Hot Dog para acentuar el temple lúbrico de su feroz rostro, caracterizado como el de un Doberman), la chica complaciente (“inexperta y sensual,”, dice el tópico, con esos rasgos felinos inconfundibles y el gorrito azul de osito de peluche que enmarcan tanto la mirada como la sonrisa frívolos y cómplices) y el pusilánime (que aquí aparece como un cerdo enmascarado de ojo expectantes que se come las uñas, lleno de ansiedad).
Otros dos personajes, en la parte inferior de la composición, son mucho más sombríos por su carácter enigmático: un minotauro, a la extrema izquierda, y un personaje grotescamente enano, de casco o gorro, que cómplicemente le da la mano al personaje Doberman. El distanciamiento al que aludí al referirme a Las consecuencias también opera en este lienzo. Es que, tal como lo percibo, Jorge Alberto Ortega no pretende demostrarnos algo. Simplemente nos lo muestra. En el caso de Son unos animales, la fauna registrada no es juzgada por el autor. En todo caso, la ironía que la matiza dota a los personajes de una curiosa dignidad, no por ello menos legítima. Son lo que son y no les preocupa disimularlo en lo absoluto.


Un fragmento de El mártir.


El mártir
Finalmente, en El mártir (acrílico, madera y tela, 122 X 120 cms.), Jorge Alberto Ortega consigue uno de sus trabajos más gráficos. Como en varias otras de sus obras, hay una tensión muy explícita entre el fondo, donde aparecen colores planos, y los ritmos mucho más complejos que surcan los trazos que definen a los protagonistas.
Por lo demás, muy dolorosa porque es una imagen que acude el tema clásico del sacrificio del inocente, pero revirtiéndolo para caracterizarlo como el sacrificio del ciudadano común, El mártir nos muestra a un (déjenme ponerlo así) Juan Pueblo que es traicionado, humillado y atormentado de distintas maneras (la oscura forma que le da un sombrío beso en la mejilla izquierda, el personaje de rostro nebuloso que le pone “cuernos” y lo sujeta obsequiosa pero ominosamente, el corazón rojo que se asoma por debajo de la camisa, el recurrente perro que emerge de un costado). Otras presencias del lienzo comparten, con sus gestos, el sufrimiento y la agonía del personaje principal y el conjunto, apretado, tiene una enorme potencia visual acentuada por la forma en que Ortega integra textos como elementos gráficos, herencia una vez más (casi sobra decirlo) de las historietas.
Con este trabajo concluyo este primer repaso. Falta Desmond Ray para mañana. Por lo pronto, Jorge Alberto nos ofrece sus obras como una experiencia de trance.
En efecto, como en delirio, como en estado de Gracia, las imágenes nacidas de una visión de barrio y de personajes y pulsiones muy populares, exaltan potencias demoniacas (incontenibles, salvajes, ya rebeldes o revolucionarias).
También hay, en el temperamento del autor, ataques al buen gusto que son muy disfrutables. Y lo son porque se antojan como algo más allá que una mera provocación. Se dan, en cambio, para atacar la vanidad y superar el sentido trágico de la realidad actual y cotidiana. ¿Todos nuestros males proceden del pecado de razonar o del pecado de dejarnos llevar por los instintos? En todo caso, los trabajos de Jorge Alberto Ortega multiplican las zonas de misterio y en ciertos momentos llega a las supremas claridades de un arte que por ser elemental, natural, indómito, expulsa cualquier conformismo y nos coloca de cara ante lo que (como escribe Erandi Ávalos en una de las cédulas): “nadie quiere ver, lo que todos temen vivir y que, sin embargo, es necesario experimentar para trascender”.