La zorra y el burro. Un acrílico correspondiente a la serie Nunca pienses que por burrerías..., en la galería OMO.

Desde que en 1958 el vendedor de camisas Jerónimo Julio Arango Arias (en colaboración con sus hermanos menores Manuel y Plácido) le dio un giro radical a su tienda de ropa para ingresar al negocio de la distribución de alimentos y fundó lo que llegaría a ser la cadena de tiendas Aurrerá (absorbidas desde 1997, en jugosa transacción, por Walmart), el concepto del supermercado ingresó a la vida de los mexicanos, directamente importado del modelo estadunidense.
En cincuenta años el impacto de esa experiencia ha sido enorme. Entre otras cosas, porque ha colaborado activamente a importar los hábitos propios de las sociedades de consumo primermundistas a un país como el nuestro, aún en vías de desarrollo. Esta circunstancia ha acentuado las influencias indeseables del modelo, con su secuela de efectos en los ámbitos de la salud, de los estereotipos sociales y de éxito, así como en la exigente tiranía de las modas.
Y, a fin de cuentas, ¿todo eso por qué? Porque el modelo le da un giro extremo a la lógica de la necesidad. En establecimientos como los supermercados lo primero a lo que se nos condiciona es a dejar de consumir lo que realmente necesitamos para empezar, cada vez más, a necesitar lo que consumimos, que es algo totalmente distinto.
Es debido a este efecto por lo que a los supermercados se les suele llamar Paraísos del consumismo. Y es inevitable. Todo, en esos lugares, está diseñado para que el cliente promedio adquiera más de lo que necesita o de lo que originalmente fue a buscar.
El fenómeno es tan incisivo (por lo cotidiano que resulta y por la complicidad mediática de todas las formas de publicidad que nos bombardean), que termina por reconstruirnos socialmente sobre la idea de que todo es mercancía, puesto que todo es susceptible de ser comprado o vendido… hasta nosotros mismos: nuestra imagen, nuestros talentos, nuestra posición.


Caras y máscaras, lo real y lo fabulesco, coexistiendo en la galería.

De todo esto se ocupa Fábulas del supermercado, una intervención de gran ludismo emprendida por la autora michoacana Verónica Loaiza Servín y en la que echa mano de la fotografía, la pintura y la instalación. La propuesta fue inaugurada además con una actividad performativa el pasado martes 5 de octubre en la galería privada OMO, en el centro histórico de la capital michoacana.

Las fábulas irónicas
Fábulas del supermercado se distribuye en por lo menos cuatro ejes. Uno de ellos consiste en los seis breves apólogos y aforismos (o refranes) concebidos por el arquitecto, grabador, fotógrafo y escritor Edgardo Leija, que giran en torno a temas como el riesgo de la infidelidad; las consecuencias de la gula y, sobre todo, el vértigo, el festejo y la audacia de distintos tipos de exceso.
En Los borregos…, por ejemplo, propone: Los borregos visten de blanco, / la zorra manzana muerde; / si por suculento manjar te ves tentado, / birria segura te vuelven.
En Dos forros… la premisa dicta: Dos forros de amigas yo tenía; / pero por borregas en engorda, / ya nomás me queda la bulimia.
A su vez, en Nunca pienses… la tentación orgiástica deviene perfecto rito de complicidad que reza: Nunca pienses que por burrerías / no querrán salir las zorras; / con tu amigo une tus fuerzas / y tendrán bonita orgía.
Aunque burros…, en fin, sentencia: Aunque burros sean, / uno nunca es suficiente; / dos burros: ¡suena excelente! / aunque te vas a empachar si te pasean.
Por lo que hace a los refranes, hay dos, chispeantes e ingeniosos. El primero aduce: Más vale chivo pasmado / que chivo empacado. El segundo sugiere: A pescado dado, hasta Buda queda congelado.


La primera imagen de la serie fotográfica Nunca pienses que por burrerías..., en la exposición.

El coqueteo kitsch
Ya como construcciones literarias, los textos citados son piezas celebratorias de una ética marcada por la ironía. Por sí mismas, son totalmente juguetonas y el suyo es un jugueteo inteligente: parten del tópico consumista pero terminan elaborando moralejas que manifiestan la ética, los usos y las necesidades de las generaciones jóvenes de nuestro tiempo.
El aspecto lúdico se refuerza con las imágenes. Las series fotográficas emprendidas por Verónica Loaiza y que acompañan a cada texto acentúan los contenidos picarescos, eróticos e incluso grotescos (esa borrega híbrida –a causa de su camisa a rayas, tipo cebra– que desfallece de indigestión al lado de los anaqueles con pan de dulce), siempre desde un humor que se funda en una perspectiva kitsch: las máscaras de fiesta infantil con la que sus protagonistas se transforman en chivas, zorras, ovejas, conejas o burros humanizados. La atención con la que enfatiza los colores chillones (de suyo prototípicos de la estética de supermercado) y la gestualidad deliberadamente estereotipada para ilustrar situaciones.
Así, por ejemplo, una pareja de ovejas celebrando sus nupcias en la sección de frutas y verduras de un supermercado configuran la primera serie, en la que aparece, rampante, la zorra (fabulesca… pero también metafórica), que por un lado ofrece un contraste muy perturbador, ya que representa la agresiva dimensión carnívora ingresando al universo de los pacíficos devoradores de pasto, pero que por otro lado (el del humor) posa bien sexosa con sus prendas entalladas y ofrece su tentadora manzana al ovino consorte, quien afronta el dilema de ceder al placer o responder al deber, y de quien probablemente nunca sabremos bien a bien si consumó su desliz con éxito o si efectivamente acabó convertido en birria (como pide el texto). Lo único cierto es la imagen final y ambigua de esa borrega a solas ante su pastel de bodas, pero cuyo gesto neutro impide determinar si la suya es una soledad triunfante e invicta.
Probablemente la serie más explícita de todas sea, en este sentido, la dedicada a la gula y la bulimia, mientras que una de las más juguetonas es la del aforismo dedicado a la chiva pasmada.
En todas, sin embargo, el kitsch esencial de sus contenidos también contribuye a una operación extra: la de mostrarnos un consumo compulsivo en el que nuestras identidades se reducen a un mundo de apariencias.


De la serie alusiva a la gula Dos forros de amigas yo tenía...

Un paso más se registra en los acrílicos sobre tela que acompañan a las series fotográficas y que Verónica resuelve, en términos técnicos, con una eficaz sabiduría plástica: ha omitido por completo todo trazo. No hay una sola línea que defina contenidos en sus lienzos; en cambio, ha cifrado formas y figuras exclusivamente a partir de los planos de color.
Más allá de este acierto (que cumple objetivos a la vez sintéticos y expresivos), en lienzos como Nunca pienses que por burrerías… las obras acentúan traviesas trasgresiones a la moral en uso al presentarnos a esa pareja perfecta (zorra con burro), cuyo subtexto es toda una provocación.

Una selva con otro nombre
Pero Fábulas del supermercado es también una instalación que consiste en un conjunto de víveres propios de supermercado que han sido intervenidos para ser transformados, ellos mismos, en enseres-zoo, en artículos-fauna. Los distintos anaqueles establecidos en la galería OMO alojan cartones de puré de tomate La Costeña, pero con carátulas de sonrientes burritos; empaques plásticos de pasta para sopa y cajitas de galletas Nabisco con rostros conejiles o paquetes tamaño familiar de saladitas Gamesa con compulsivas borreguitas consumidoras de donas; cereales zorriles; chiveños envases de jugo de naranja; latas de sardinas con conejitas de kimono y pescados crudos; latas de chiles jalapeños con inevitable impronta de borricos.
La característica caótica, salvaje, de instinto en bruto, propia del mundo natural, detona aquí (aunque, no se olvide, sin perder su encanto kitsch) a partir de una de las más refinadas invenciones de nuestra civilización: el establecimiento de autoservicio. He aquí una selva con otro nombre (diría Óscar Wilde), en medio de la cual se disuelve cualquier disimulo y emerge, entre otras, la idea de la omnipresente cadena alimenticia y la lucha por la supervivencia de la que cada cual es protagonista. No hay sino comer o ser comido.
Así de cruel.
Así de elemental.
Así de civilizado.


Algunos de los víveres intervenidos que figuran en la ambientación.

Vista parcial del proverbial tomógrafo que es sello de OMO.

Animales en acción
Aforismos y fábulas breves; secuencias fotográficas; lienzos al acrílico; objetos intervenidos (una manzana real incluida, por cierto). La bien problematizada interacción de estos cuatro contenidos y sus discursos bastan para proponer una rica gama de lecturas en torno a Fábulas del supermercado.
Para redondear el pastel, la noche inaugural, con la colaboración de bailarines, casi todos del colectivo La Serpiente, hubo un performance en el que chivitas, borreguitas y (esta vez) una zorra y una coneja travestis, interactuaron con el público desde diferentes temas y mixturas.
Todas las intervenciones tuvieron su cuota perturbadora, aunque muy probablemente –o, en todo caso, a nivel personal–, la más subversiva de todas fue la de esa coneja enfundada en su kimono azul que, cual Cronos o Medea, se estuvo ocupando de pasear a sus pequeños conejitos en un carrito de supermercado para, posteriormente, irlos descabezando y ofrecerlos entre la concurrencia, ya bocadillos de sushi, ya paráfrasis de hostia tinta en vino.


De la serie Los borregos visten de blanco, la zorra manzana muerde..., otra de las secuencias fotográficas que integran la exposición

EN VIDEO / Aspectos y entrevista


Distintos aspectos de Fábulas del supermercado durante la inauguración y entrevista con la autora.