Los últimos cristeros / Matías Meyer

Retablo y memoria


Una secuencia de Los últimos cristeros, filme que abrió la sección de Largometraje Mexicano en competencia, en el Festival Internacional de Cine de Morelia.

A fines de los años treinta, en el ocaso del segundo acto de la Guerra Cristera (1926-1929 y 1932-1938), el coronel Florencio Estrada y sus últimos cinco hombres vagan por la sierra del Mezquital, en Durango. Se han negado a claudicar y ahora, perseguidos por el gobierno, aguardan la llegada de un cargamento de municiones para continuar la resistencia. A pesar de esa esperanza, la sobrevivencia del pequeño grupo y la de sus familias, concentradas en un campamento clandestino y ambulante, está marcada por la desolación. Los alzados consideran que la única oportunidad de que sus familiares salgan adelante es cruzar la frontera con Nayarit.
Esta es la situación en la que se desarrolla el tercer largometraje del realizador Matías Meyer (Wadley, 2008 y El calambre, 2009, filmes precedidos por seis cortometrajes y documentales que se remontan a 2002 con San Vicente de Chupaderos), quien adapta libremente los contenidos de la novela Rescoldos (Antonio Estrada, 1959 / editorial Jus, 1961).
Pero si la desolación es la nota que envuelve a este relato minimalista, tal emoción es el fondo sobre el cual se puntúa y propone una lectura distinta, que se aleja a partes iguales de la crónica histórica, del realismo o del documental.
Como ya sucedía en Waldey y en El calambre, Los últimos cristeros es, para cada uno de los personajes, un viaje de encuentro consigo mismo; una experiencia que pone en perspectiva el ruido y la interferencia exteriores, hasta alcanzar una serenidad en la que cada cual puede poner orden a su vida y encontrar su sentido.
De este modo, es poco –realmente poco– lo que sucede en la pantalla en términos anecdóticos. De hecho, para quien pretenda ver el filme anecdóticamente, Los últimos cristeros no es sino el mero deambular, más o menos sin rumbo, de un puñado de desharrapados.
Con más atención, la cosa cambia. Meyer lo apuesta todo al lenguaje de la composición y, sobre todo, a las sensaciones e ideas que puede proponer desde el encuadre de sus planos-secuencia. Este estilo, que ya acompañaba a Wadley y a El calambre, y que comparte perspectivas propias del Cine Directo, le da ahora a Matías Meyer la posibilidad de construir una discreta epifanía que se esmera por tocar y compartirnos la médula de lo que fue el movimiento cristero en el México del Siglo XX.

Un apunte a la Cristiada
Esta intención no es menor, pero para comprenderla es preciso revisar someramente la casi desconocida segunda guerra civil mexicana de la primera mitad del siglo pasado.
Y es que la Cristiada (como también se le conoce), fue ante todo un movimiento genuinamente popular, conformado mayoritariamente por una población campesina y/o rural que había sido tocada en lo más vivo: sus creencias y su fe.
La crisis la desató hacia 1926 el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles y la “mano dura” con la que se propuso hacer valer todas las restriccciones que contemplaba para el clero el artículo 130 de la Constitución Mexicana. Estas restriciones iban desde la prohibición de ejercer el culto fuera de los templos hasta el desconocimiento de cualquier personalidad jurídica a la iglesia. Las medidas erizaron el descontento del clero, desde luego, pero sobre todo de una población mayoritariamente católica y guadalupana que no soportó el veto a sus rituales ni el estigma a sus creencias, todo lo cual se entremezcló con demandas sociales auténticas.
Fue así, como en la parte más álgida del conflicto, el ejército mexicano se las tuvo que ver con milicias de laicos alzados hasta en 15 estados del país y que, al grito de “¡Viva Cristo rey!”, llegaron a sumar hasta 50 mil almas.
El conflicto concluyó oficialmente a fines de los años veinte, aunque varias chispas guerrilleras se mantuvieron activas hasta bien entrados los años treinta, cuando el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas tuvo la suficiente sabiduría política para pactar la paz.
A pesar de su virulencia, de su intensidad, el conflicto cristero fue probablemente el mayor tema-tabú de la historiografía mexicana del siglo pasado. El investigador alsaciano Jean Meyer, pionero en la exploración y difusión del tema, afirma en entrevista: “Cuando yo comencé mi investigación, hace cuarenta años, los cristeros ni siquiera existían para la izquierda mexicana de la época; o bien, si a pesar de todo se les reconocía su existencia física, eran considerados meros paramilitares de derechas, guardias blancas de los latifundistas o, en el mejor de los casos, peones estúpidos o braceros manipulados por el clero y los propietarios para impedir la reforma agraria en México”.
En cambio, durante los últimos años, tanto historiadores como sociólogos ya comienzan a reconocer, en fundamento a los datos que se poseen, que la Cristiada fue un movimiento popular y que el aspecto religioso fue una motivación importante y sincera de esa insurrección.

MATÍAS MEYER / entrevista y conferencia


Retablo, trascendencia, memoria
A partir de lo anterior, puedo volver al filme de Matías Meyer.
Lo primero es que, en Los últimos cristeros, al cineasta no le interesa formular una reconstrucción histórica del movimiento en el sentido lineal del término. La vocación de su película no es “reconstruir” ni “cronicar” sino, ante todo, develar y compartir los resortes íntimos del tema.
Y como, a fin de cuentas, el ideal de los cristeros era seguir a Cristo, imitarlo, Meyer asume esa intencionalidad y hace de su breve crónica un retablo que, en términos de gramática icónica, formula muchísimos lazos intertextuales entre las estaciones de ese deambular de los rebeldes por la sierra y episodios de la vida de Jesús y de sus apóstoles extraídos de fuentes que van desde los Evangelios hasta la tradición popular.
He ahí, por citar sólo un ejemplo, el momento en el que el coronel Florencio Estrada reflexiona de noche sobre el inminente descenlace del movimiento y de sí mismo, inmóvil y austero cual menhir sembrado en la tierra, tal como se nos ha dicho que Cristo oró en el Getsemaní antes del prendimiento.
En otras ocasiones, Meyer le apuesta al secreto poder de lo aurático y filma en locaciones que fueron escenarios reales de episodios de la Cristiada, como la caverna en la que los personajes del filme se guarecen de la lluvia y que conserva en sus muros de basalto testimonios de sus ocupantes.
La selección de intérpretes para el filme ha seguido una lógica similar al acudir a personajes cuyas familias tuvieron realmente qué ver en la guerra cristera.

JEAN MEYER / Entrevista


Por lo demás, ya desde Wadley era bastante explícita la idea del cineasta por articular un lenguaje inspirado en el denominado estilo trascendente. Esa vocación se ha ido afinando en sus demás filmes, pero esto también ocupa un breve paréntesis.
Han pasado casi cuarenta años desde que, en 1972, el realizador Paul Schrader articuló analíticamente las características de lo que hoy se conoce en el cine como el “estilo trascendental”, que consiste en la revelación o expresión de lo sagrado, de lo numinoso en la existencia. La palabra “numinoso” es particularmente interesante, proviene de númen y hoy se le emplea para describir una experiencia en la cual hay un elemento de naturaleza sagrada, pero sin que en esa interpretación interfiera la pesada loza de algún dogma.
Bien. La categorización de Schrader fue concebida estudiando los filmes de Ozu, Dreyer y Tarkovski, pero los tres requisitos de ese estilo están bien presentes en Los últimos cristeros: se trata de su desarrollo entre las estaciones de lo cotidiano, la disparidad y la estásis.
Siguiendo a Schrader, lo cotidiano plasma los momentos comunes de la vida con sus resonancias existenciales, culturales, políticas y sociales. Este punto de partida nos prepara para un hecho difícil de explicar o milagroso, que se manifiesta a través de las estructuras de representación de lo rutinario, lo familiar y lo cercano.
A esta manifestación de lo sobrehumano corresponde la disparidad, que no es sino una suma de elementos poéticos que nos permiten atisbar una realidad distinta respirando a través de lo aparente. Las metáforas, desde luego, son indispensables en esta operación, en la que se plantea una relación intrigante entre el mundo de lo humano y el mundo natural
Esta disparidad en el estilo trascendental se cierra con cierta acción decisiva que, escribe Schrader, nos conduce a “una explosión de emoción espiritual totalmente inexplicable dentro del contexto de ‘lo cotidiano’ ”, aunque la disparidad también puede basarse en un sufrimiento profundo que se da en medio del conflicto humano.
Finalmente, la tercera y última fase del estilo trascendental, la estásis, es una mirada reposada y casi estática de la vida que trasciende la disparidad. Esta estación del estilo trascendente nos muestra de qué manera el ser humano vuelve a ser unidad con la naturaleza (y a través de ella, con “el espíritu” o con todo lo que es sagrado) hasta que ambos devienen una sola entidad. Por ello, “lo que rodea al hombre deja de verse de la misma manera”.
Recuperando este esquema para el caso de Los últimos cristeros, quizás se vuelva evidente cómo entre los personajes del comienzo del filme, sucios, introspectivos y llenos de incertidumbres, y los personajes del final, en ese episodio-purificación cuando se han bañado en el estanque y se muestran limpios y puros como después de un bautismo, se ha cumplido el arco que lleva de lo cotidiano a lo maravilloso, incluso a costa de dejar a la película con un final abierto. A Matías Meyer no le preocupa si el coronel y sus hombres sobreviven o son asesinados, si logran reunirse o no con sus familias en el anhelado y nunca visto exilio nayarita (que es como la Tierra Prometida de los relatos mosaicos del Antiguo Testamento). Lo que le importa es cumplir esa cita con una experiencia que nos permita sobreponernos a nosotros mismos y mostrarnos en la dimensión idílica del pequeño milagro cumplido o, si se prefiere, en el territorio reivindicatorio del ideal alcanzado, así sea de manera delicada y fugaz.