Un total de 190 obras recorren 68 años de trayectoria artística de Luis Palomares Frías en la retrospectiva Esencia de la realidad, con la que el gobierno de Michoacán rinde homenaje al autor oriundo de Huaniqueo. Palomares está celebrando ochenta años de vida –los cumplió el día de la inauguración–, de los cuales ha dedicado casi setenta a la pintura, la estampa y el grabado.
La muestra se inauguró el viernes 22 de junio y, oficialmente, conmemora 65 años de carrera del realizador visual, contando a partir del momento en que ingresó a la Escuela Popular de Bellas Artes, en Morelia, en 1947.
Los trabajos ocupan dos salas en la planta alta del Centro Cultural Clavijero y los más antiguos se remontan a 1944; pertenecen a una serie de dibujos a lápiz sobre papel y cartulina donde se advierte, de primera intención, una línea austera en la que el autor, aun adolescente, ya intuía el valor ordenador de trazos geométricamente sintéticos. A la sazón, tenía doce años de edad.
Mientras, la obra más reciente habría estado fresca en la tarde inaugural si hubiera sido óleo; fue concluida en mayo pasado, exprofeso para esta muestra. Se titula Sueño volátil y es un acrílico donde Palomares alegoriza acerca del evento. La composición tiene como motivo central el patio principal de Palacio Clavijero y la fuente del arquitecto Manuel González Galván. A los lados, los ojos del autor cifrados en espacios de azul y rojo dinamizados por planos tonales sirven de base para sugerir el número 65, que alude al motivo de la retrospectiva.
Un arte moderno nativo
Rara avis en el arte moderno mexicano y referencia michoacana importante por la manera en que ha ido articulando un lenguaje propio (es decir, inconfundible), dedicado al paisaje y a alegorías diversas, Luis Palomares (Huaniqueo, Michoacán, 1932) es un ejemplo de cómo se generó en nuestro país el modernismo visual a la mexicana, es decir, cómo surgió una pintura completamente nativa, dueña de sí, a partir de la influencia de las vanguardias europeas, a lo largo del siglo pasado.
Esto me parece lo esencial y lo recapitularé brevemente porque el hecho es que muchos autores de la generación de Palomares han sido modernos… pero a la europea, es decir: epígonos entusiastas de estilos y autores que los cautivaron, pero sin comprenderlos a profundidad, por lo que han cultivado imitaciones más o menos audaces, revisitaciones más o menos afortunadas, pero sin hacer de la pintura lo que debe ser: energía pura, erupción de símbolos y lenguaje nuevo. El propio maestro Palomares ha participado de tales requiebros, como es natural en todo proceso de búsqueda, pero sus hallazgos son los que valen la pena.
El modernismo en AL
Recordemos ante todo que el modernismo visual llega a América Latina cuando los pintores regionales, instalados en la academia, reciben el impacto del impresionismo francés en los albores del siglo XX y, en una primera reacción, concentran sus esfuerzos en nuevos tratamientos para el paisaje, tocados vivamente por la nueva actitud ante la naturaleza y por la técnica inédita de autores como Monet.
Muy aprisa, apenas en el transcurso de una década o poco más, entre 1910 y 1921, va llegando al continente la poderosa oleada de las vanguardias postimpresionistas, gracias a autores que, habiendo acudido a París y a otros polos de irradiación cultural en Europa, volvieron al terruño y propagaron las nuevas tendencias.
Así fue como arribaron las propuestas estéticas de fauves, cubistas y expresionistas.
No es fácil determinar el momento y el lugar exactos en que el modernismo visual entra así en la región, aunque el crítico Jorge Romero Brest sitúa el antecedente documentado más remoto en Brasil, en 1913, con una exposición de Lassar Segall: un ruso que se nacionalizó carioca. El crítico Juan Acha ubica a Ricardo Grau en Perú y Marta Traba cita la eclosión de autores en Colombia, a fines de los años veinte, muy influidos por la experiencia mexicana previa. Otros focos son Venezuela, Uruguay y Argentina, en tanto que Cuba despierta tarde con las obras de Amelia Peláez y Wilfredo Lam, quienes regresan a la isla apenas en 1934 y 1937, pero a partir de entonces los artistas caribeños avanzan con pasos de gigante.

La experiencia mexicana
En este contexto, el de México es un caso especial. Es el único país donde se generó un verdadero movimiento local: la Escuela Mexicana de Pintura, a partir de las influencias europeas.
Diego Rivera introdujo el cubismo en 1921, al regresar de Francia, e impulsó una renovación visual en la cual también participaron Revueltas, Atl, Charlot, Siqueiros, Montenegro, Leal, Tamayo, Chávez Morado y nuestro Zalce, entre tantos otros.
Hay otro referente: la revuelta armada con que despertamos al siglo XX, pues para cuando Rivera y otros vuelven, México salía de diez años de guerra civil (1910–1920). La Revolución generó un fuerte espíritu nacionalista en una sociedad que ansiaba construir su nuevo rostro. El incipiente Estado mexicano comprendió esa necesidad y alentó cuanto pudiera satisfacerla.
Pero lo importante no fue tanto que “el patrón diera muros” (como me dijo, con una ironía amable, Alfredo Zalce, alguna vez) para la causa del muralismo. Lo importante es que el movimiento armado de 1910 le dio a esa briosa generación de pintores una ideología en la que pudo creer lo bastante como para concebir, a partir de ella, obras modernas nativas, propias, preñadas de tratamientos exclusivísimos que respondían a temas y temperamentos nuestros. En esas obras estuvo muy presente la influencia de las vanguardias del Viejo Mundo, pero sin dictar las reglas de tal renovación visual.
Dos retratos
Si, como se dice, cada persona recrea en su historia individual las estaciones de la historia colectiva a la que pertenece, Luis Palomares es un cumplido ejemplo de este paso de lo académico a lo moderno en la pintura mexicana del siglo XX. Y uno de los grandes aciertos de la curaduría emprendida para esta retrospectiva de homenaje es que, con una valiosa vocación didáctica, dedica una de sus salas a mostrar las estaciones evolutivas en el quehacer de Palomares.
Por cierto, la labor curatorial ha sido emprendida por un equipo encabezado por Raúl Calderón Gordillo y la museografía se la debemos al siempre impecable Pedro Cervantes.
En medio de diplomas, premios y otros documentos diversos que ponen en contexto al homenajeado, el recorrido nos presenta a un autor que, alentado por su madre y aun adolescente, comienza haciendo buenos retratos domésticos donde predomina la necesidad de representar un “buen parecido”, aunque ya hay una organización del trazo que anuncia la garra del futuro artista. Retrato de mi tía Lucy Palomares (lápiz/cartulina, 1945), que aparece en la primera foto de este post, revela con claridad esas virtudes, aún seminales.
Más adelante, dos autorretratos al óleo (EPBA, 1948 y San Carlos, 1952), ya con muchas más herramientas, muestran al aplicado autor que se forma en la academia pero que, por encima de esa influencia, ensaya soluciones que la remonten.
En el autorretrato de 1952, aquí arriba, hay un gran momento. Es una pintura fuerte y segura que, más allá del “buen parecido”, capta la psicología del personaje, cuyo rostro no reposa en la máscara neutra que define al retrato previo de Bellas Artes (debajo de este párrafo), sino que exhibe una actitud precisa: la mirada intensa y de soslayo, la tensión en los arcos ciliares y los labios torcidos en un gesto desafiante. Es un trabajo muy introyectivo. Aparte de lo anterior, en un juego que ya no es en absoluto académico, Palomares incluye en la composición el caballete y el lienzo que sirve de soporte al retrato. Es la pintura dentro de la pintura: un alarde que hoy no nos significa gran cosa, ya que es moneda corriente en el bagaje metafórico visual actual, pero que hace sesenta años era una audacia.
Desnudos y actitud: de la
academia a la vanguardia
Aparecen después varios ejercicios de desnudo pertenecientes al periodo en el que Palomares estudió en San Carlos: apuntes dedicados a mujeres generosamente entradas en carnes (lo cual es excelente porque demanda al dibujante aprovechar la riqueza de texturas y pliegues, al amparo de las condiciones de iluminación y de las posturas que adopta la modelo). En medio de los bocetos elaborados rápidamente, como exige toda sesión de modelaje, hay en la muestra varios estudios más detenidos y meditados, entre los que figura Desnudo horizontal.
Tomo este trabajo como ejemplo y aprovecho la veta didáctica de la exposición para apuntar la importancia de estos ejercicios en la formación de un dibujante o de un pintor. Comparen el ejercicio escolar en carboncillo con una obra posterior, de la etapa ya madura del artista: el óleo sobre tela Éxtasis, que aparece aquí abajo.
En los tres lustros que median entre el dibujo de 1953 y el óleo de 1969 hay un radical salto cualitativo. Éxtasis es una experiencia abstracta muy en deuda con el cubismo (que, de hecho, sentó las bases de la abstracción). Y es una obra mucho más cercana al cubismo de Georges Braque que al de Picasso, cita musical incluida.
Sin embargo, quiero resaltar aquí que para alcanzar esta radical deconstrucción de la figura, primero se necesita ser capaz de construirla. Quiero decir que los años previos de disciplina en la academia, entregados al estudio de modelo, son el cimiento que le da firmeza y libertad a un trabajo como este. Es una experiencia que las generaciones jóvenes suelen soslayar, azuzadas por el apremio de darle rienda suelta a su mundo interior, lo cual es comprensible.
No obstante, el dilema es de hierro: para romper las reglas primero hay que ser capaz de someterse a ellas, pues de otro modo no se las puede conocer y sin ese conocimiento no pueden ser remontadas ni puestas a prueba de una manera fecunda.
Lo que Palomares ha hecho en Éxtasis es emplear la luz para definir y dotar de energía propia a una sucesión de planos sutiles de color, de los que no sólo echa mano para mediar el espacio, sino para fundir a la figura protagónica con el fondo. La figura, por cierto, ya no procura la representación naturalista, aunque no deje de referir a un personaje. Y el resto de la obra alude a objetos muy reconocibles: la viola, su arco, los zapatos, varias páginas de partituras, un biombo, el diván… pero todo ha sido cifrado rigurosamente a partir de paradigmas geométricos.
Éxtasis articula un abigarrado conjunto de zonas de color limitadas, no por líneas, sino por contornos tonales que las aluden. Pocas, muy pocas de las líneas imaginarias sugeridas por tales contornos llegan a reunirse y unificarse como plano uniforme a causa de las variaciones cromáticas y por la manera en que los trazos así dispuestos dialogan o se confrontan. La impresión que todo esto despierta es la de que la profundidad espacial convencional ha desaparecido, resuelta en la noción de profundidad dinámica. Es, verdaderamente, un gran cuadro. Su triunfo, en términos puramente plásticos, es el modo en que consigue esa unidad de vibración fondo–figura.

Intelecto y emoción
Por increíble que parezca, aún en nuestros días le es difícil al espectador promedio disfrutar y comprender un trabajo como Éxtasis. Muchos son los que dicen, medio en broma y medio en serio, que no le encuentran el chiste a “un monigote que hasta un niño podría dibujar”. Haciendo a un lado el tácito elogio al niño, vale la pena refutar un juicio tan estrecho.
El tránsito que conduce del academicismo naturalista al cubismo no es una mera cuestión de estilo o manera. Lo subyace una comprensión esencial: la de que el mundo natural ya no basta para revelar a un hombre cada vez más sutil, más espiritual, y que es preciso ir más allá de las formas concretas habituales, a fin de ingresar a un mundo de mayor pureza expresiva: el de la geometría y la abstracción.
Como es evidente, tal afinación de la mirada exige un ascetismo plástico que pasa por el tamiz del intelecto. Pocos movimientos visuales han sido tan cerebrales como el cubismo y sus valores esenciales: la estereometría y la poli–perspectividad. Pero, naturalmente, esto no quiere decir que carezca de emociones. Al contrario, son tan intensas como cualquier emoción, aunque de un orden distinto al del mero sentimiento.
Esto puede parecer extraño, pero el hecho es que el intelecto tiene sus propias emociones. Cualquier matemático (a condición de que sea bueno y se haya observado a sí mismo), puede confirmarlo… aunque tampoco es preciso abandonar el ámbito de lo artístico. Quizás nadie lo haya dicho mejor que nuestro Ángel Zárraga (a pesar de su ideología extremadamente conservadora), cuando escribió así de su experiencia y la de sus colegas en el cubismo: “Para los pintores de mi generación la intersección de dos planos produce un placer de otro orden, pero de la misma calidad que la modulación de un verde o de un lila para la generación impresionista”.
La frase, maravillosa, no es ninguna tomadura de pelo; es, simplemente, la revelación de una verdad que se les había hecho carne.
Otro notable ejemplo de esto en la exposición Esencia de la realidad es el óleo Máquina humana (1976), arriba de estas líneas. Noten que el plano alcanza su mayor expresividad cuando se libera del yugo representativo y se despersonaliza en el ritmo (que, en términos visuales, es sucesión en un espacio). Al seguir esta vía y al disociar la línea del color en composiciones de estructuras y planos sobrepuestos, el autor abre una luminosa posibilidad: la de la ensoñación poética de los signos.

De la representación a la
síntesis: apuntes al paisaje
El camino que conduce al maestro Palomares del paisaje naturalista a su reinterpretación sigue un trayecto semejante.
Como el propio autor comentó durante la inauguración y como consignan Rosalía Ruiz y Juan García Chávez en una cédula de sala, el primer ideal al que aspiró el autor fue la pintura de José María Velasco. De esa aspiración dan cuenta trabajos como Iztaccíhuatl (1956) o el acrílico Panorámica de Huaniqueo (1965), en los que el naturalismo procura participar de la grandiosidad telúrica de los escenarios naturales de Michoacán y del país.
Muy pronto, sin embargo, el realizador comienza a ensayar en sus paisajes soluciones sintéticas que develen lo esencial: planos y líneas, así como las relaciones tonales del color. Es así como consigue obras tan puras como en el acrílico Paisaje (1969).
Como se ve, Palomares aprovecha las lecciones del cubismo para aumentar el valor de las imágenes a partir de tratamientos de síntesis abstracta. Aquí, el temperamento del autor es como el de un Cézanne hiper-geometrizado. Y lo que representa, más que el paisaje en sí, es un estado de ánimo filtrado por una poderosa vehemencia intelectual. Gracias a la atención que le presta a la línea, a la vez como acento y como deconstrucción de planos, enfatiza con precisión los objetos del mundo visible, a los que dota de una gran potencia lírica.
Sin embargo, Palomares se desmarca pronto de este camino, que lo conducía a una dimensión demasiado etérea para su temperamento, y opta por el retorno a una pintura fuerte, telúrica, donde el colorido (que en sus mejores momentos tiene la virtud del canto), establece como sello personal el permanente contraste entre rojos y azules de tonalidad diversa, así como el juego con los malvas, violetas y morados intermedios. Un temprano ejemplo de esta trayectoria es el acrílico Minas (1974).
Cálido, matérico y más decididamente realista, Palomares es aquí más cercano al doctor Atl que al Cézanne previo. Digamos que deja aflorar al romántico del tono y la línea que lleva dentro y se transforma en una suerte de neo impresionista, cuya singularidad consiste en que trabaja con planos en lugar de puntos.
Obras más recientes, como el acrílico Ojo de agua (2001) muestran cómo se depura esta trayectoria hasta alcanzar fuerza y limpieza, tanto en la composición como en el juego con los tonos y las tensiones.
En lo personal, sin embargo, yo me quedo con los trabajos más abstractos de la década de los sesenta y el embeleso metafísico que se desprende de óleos como En el estudio (1968), que despide una poderosa aura de vibrante concentración.
Contraparte al virtuosismo
Finalmente, por ahora, también hay que hablar de la contraparte al virtuosismo.
En aquellos casos donde las obras no alcanzan “sus mejores momentos”, Palomares se agota en ensayos para monumentalizar pequeñas sensaciones. La pericia técnica, innegable, está presente, pero no logra ser revestida por las ideas y sugestiones prominentes de otros lienzos
Caballo apocalíptico, por ejemplo, es un trabajo en el cual, a pesar de su pulcritud, el autor no logra penetrar el alma de su tema. El obstáculo no es ninguna carencia de virtuosismo técnico, sino un asunto de actitud. No cree lo suficiente. De allí –infiero– la incapacidad para remontar la simple alegoría a fin de llegar hasta el símbolo, o el impedimento de resolver la distorsión figurativa más allá del rasgo caricaturizado. Una defensa bienintencionada de este lienzo podría aducir, razonablemente, que el lúgubre tema ha sido arropado con la actitud cómplice y festiva con que el talante mexicano suele “codearse con la muerte”, pero el argumento no me convence. Es un cuadro pseudo cubista, con ciertos guiños al Guernica picassiano, pero al que le cuesta remontar la mera ilustración o que, en el mejor de los casos, no concilia con éxito la dimensión épica propia del tema con el tratamiento extrañamente amable, decorativo, de la resolución.
Algo parecido ocurría hace unos años con la participación del maestro Palomares en el mural colectivo para el Supremo Tribunal de Justicia de Michoacán (2009), donde le correspondió el segmento dedicado a la Revolución Mexicana.
Afortunadamente, más allá de esos momentos de flaqueza, Luis Palomares es un autor reflexivo y metódico que razona activamente sobre los modos de componer los contenidos de sus lienzos. El procedimiento es generalmente exitoso y a través de él mantiene frescos los impulsos, a la vez que los depura hasta lograr una idea que reviste su intuición sensible.
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