En plan de “alguien tenía que sufrir el parto de la patria para que México naciera y pos me tocó a mí”, Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón, mejor conocido como Antonio López de Santana (1794 –1876), hace su aparición en el escenario del teatro Stella Inda, del IMSS, para cerrar la gira en Morelia del festival de monólogos Teatro a una sola voz. El Napoleón de América (como le gustaba ser llamado) reencarna en una puesta en escena escrita, dirigida y actuada por Paulo Sergio Galindo: el unipersonal Patria que nace torcida… (2008), que es una farsa histórica en un acto para clown y títeres.

Uno
Aparece el clown con sus atuendos: pantalones que alguna vez ostentaron cierta pretensión, pero algo sobrados; el chaleco ceñido, el saco de un único botón; un indescriptible trapo haciendo las veces de corbata roja y el cuello mal plisado.
Maleta en mano, el personaje de roja nariz sale a escena distraído y al acaso, como corresponde. Y, sobre todo, con la mirada transparente; con ese aire de inocente despreocupación, sensible a cuanto lo rodea, que es el sello de un buen clown (“el clown siente curiosidad por el mundo, el mundo siente curiosidad por el clown”, Jesús Jara dixit en El clown, un navegante de las emociones, Ed. Proexdra, 2000, 1ª edición).
La curiosidad del personaje será despertada esta vez por la penca de nopal que ocupa el centro del escenario a partir de material de desecho (verdes envases de Pinol que dan forma a tronco y hojas de la cactácea) y detrás de la cual, caída al pie del asta, reposa una maltrecha bandera nacional. Algo le falta, tanto al nopal como a los restos de la bandera y, tras una cuidadosa revisión de los dos símbolos, el anfitrión de la noche escudriñará el patio de butacas, interrogará al público con la mirada y finalmente lanzará la pregunta que será el detonador de todo:
“¿Y el águila?”
La búsqueda del animalito pasará por la consulta al directorio telefónico (“Andrés López… mmmh no. Andrés García… mmmh no”), cuyas páginas lo llevarán a localizar al heroico antihéroe de la velada: Antonio López, uno de cuyos múltiples apodos fue, precisamente, El Águila.
Entre ecos de La Bikina (Rubén Fuentes, 1964), el clown prepara parte de los atuendos y utilería que usará más adelante. La primera implicación directa con el público será la invitación a chasquear los dedos en ritmo de 4/4 para acompañar al personaje que interpreta a trompetilla los inconfundibles aires de Toque de bandera (Xóchitl Palomino y Juan P. Manzanares, 1956), mientras pone la astrosa enseña a toda asta y visibiliza las condiciones del lábaro: el verde mancillado por la huella de una mano negra; el blanco con un boquete donde debería estar el escudo; el rojo muy ajado.
Y ya con la ruinosa bandera en alto y el nopal desechable como su mundo, el clown cederá su lugar a Su Alteza Serenísima, el Benemérito de Tampico, el César Mexicano o (como le decían con crítica sorna sus antagonistas) el Héroe de las Cuarenta Derrotas.

Dos
¡Qué puntería! Paulo Sergio Galindo ha elegido para su reflexión clownesca sobre México al personaje que mejor expresa los defectos y debilidades de nuestro temperamento nacional, así como los arrebatos de triunfalismo y fracaso que son el permanente estigma de nuestra clase política. Soberbia, sensiblería melodramática, disimulo y autocompasión son las emociones clave (acentuadas por el tono fársico) que dan forma al protagonista de Patria que nace torcida…
Lo mejor es que el setenta por ciento de las frases que se profieren en el escenario, o un porcentaje aproximado, son dichos reales o parafraseados, verídicos en todos los casos, pronunciados por López de Santa Anna en diversos momentos de su accidentada biografía.
El discurso abre henchido de soberbia (“Aunque te duela –dice dirigiéndose a la bandera, es decir, a la patria–, soy el general en jefe del Ejército Mexicano: don Antonio López de Santa Ana, vencedor de mil batallas; amado y calumniado por la envidia de los lambiscones”. “Si no fuera por mi voluntad, la nación se habría desgajado como un tronco podrido”).
Continúa con el festejo egóico de sus habilidades para el disimulo (“Y ustedes se preguntarán ¿Qué hace aquí este cojo? Han de saber que desde pequeño, cuando no podía llamar la atención de mis padres por medios honorables, me hacía el enfermo para obligarlos a darme un trato preferencial. Me untaba betabel en los párpados y con la voz quebrada me quejaba de un fuerte retortijón. Desde entonces ya era un actor consumado. Aplicaré hoy mis dotes histriónicas para ser mejor comprendido; para que la plebe me condene o me absuelva, pero con mayores elementos de juicio”).
También desprecia a la plebe (“¿Que vendí yo la mitad de México? Por Dios. ¿Cuándo aprenderán los mexicanitos que si este barco se hundió no fue por los errores del capitán, sino por la torpeza y la desidia de los marineros? Yo estoy dispuesto a cargar con mis culpas, no con las que me endilgue la plebe ignorante y rastrera, cómplice de tantas tropelías, cuyo único resquicio de inteligencia fue nombrarme once veces presidente”).
Entre guiños al cinismo foxista y desplantes de orgullo por engendrar a toda una genealogía bastarda de vividores del poder, declarará: “Hoy, hoy, hoy, antes de hacer mutis por la puerta trasera del escenario como un actor abucheado por el público que antes lo vitoreó, quiero salir al proscenio para decir mi verdad (…). Irán descubriendo, mientras se las cuento, cómo hoy todos sus gobernantes son, dólares más, inteligencia menos, hijos míos”.
El discurso de López de Santa Anna concluirá, mucho más tarde, con una frase lapidaria y cuya alevosía es infinita: “Volveré cuando ustedes o México me lo demanden. Y ríanse de mí… que no se imaginan cuánto me río yo de ustedes”.

Tres
Sólo la filosofía clown podía conseguir lo que Paulo Sergio Galindo logra en Patria que nace torcida…: hacer interesante al público a un personaje tan repulsivo como López de Santa Anna.
Desde luego, los personajes unidimensionales no existen. Y si existen, son malos personajes. Así es en un escenario, pero también en la vida real. López de Santa Anna no fue únicamente el “monstruo vendepatrias” que nos ha enseñado la historia oficial y quizá la mejor prueba de eso sea su victoria en la batalla de Tampico, cuando repelió exitosamente a una expedición española que pretendía “reconquistar” los territorios de lo que habían sido las colonias de la Nueva España. Sin embargo, en la balanza final pesa más su convenenciero camaleonismo político y, sin duda, la pusilanimidad con la que decidió salvar su pellejo, aceptando la independencia de Texas, que cualquiera de sus aciertos.
Una de las cosas bellas de Patria que nace torcida… es cómo, acudiendo a una premisa esencial del trabajo clown: la vulnerabilidad, el autor e intérprete de esta obra nos muestra a un López de Santa Anna que, por debajo de su soberbia superlativa, era tan vulnerable como cualquiera.
Este doble tono, el de la fortaleza y la vulnerabilidad, el de la soberbia y lo ridículo, tiene un plus adicional: desnuda la bravucona autocompasión del personaje y nos la muestra como el ejemplo supremo de ese complejo llamado “¡Viva mi desgracia!”, que en muchos sentidos es el núcleo del temperamento mexicano, tan dado no sólo a justificar plañideramente sus errores y fracasos, sino a regodearse martirológicamente en sus derrotas (“¿Quién me ayuda a cargar la inmortalidad? ¿Quien nació para gobernar en este país de agachados? Nadie alza la voz. Nadie se hace responsable de nada. Soy un halcón solitario que describe círculos en el aire mientras sus polluelos esperan el alimento en el nido… pío, pío”).
Es por esto y no por otra cosa que cada vez que nos reímos de López de Santa Anna en este espectáculo, necesariamente nos estamos riendo de nosotros mismos. Y esa no es una risa cualquiera. Esa una risa que duele.

Cuatro
Pero López de Santa Anna no está solo en Patria que nace torcida… En realidad, el espectáculo explora a otros cinco personajes históricos, compartiendo con el público anécdotas poco conocidas acerca de ellos: dos son anteriores a la época de López de Santa Anna y los otros dos son posteriores. En todos los casos, los hechos son reales y Galindo se ha ocupado de darles una transcripción dramática. Se trata de Hernán Cortés, Miguel Hidalgo, Francisco I. Madero, Benito Juárez (apenas citado) y Álvaro Obregón.
Al primero, siendo López de Santa Ana de sangre española, lo admira (“Yo sólo seguí el camino que mis antepasados me trazaron en 1519, cuando don Hernán Cortés llegó a Tenochtitlán para rescatar a los indios que vivían gobernados por dioses falsos, que vivían encuerados, que no conocían la rueda ni la pólvora… tuvimos que salvarlos”).
Al segundo lo desprecia con toda su alma, al punto que jamás pronuncia su nombre (“Me hierve la sangre al recordar a… ¡ése! ¡Ése!, que rompió la paz, que rompió la tranquilidad de las buenas conciencias, que levantó en armas a la chusma, al peladaje, ese que para mí es el Innombrable (…), ese tramposo, ese comecuandohay, ese inútil, ese presbítero…”). También le guarda una envidia imponderable: “¿Y por eso el Innombrable se ganó un espacio en el altar de la Patria? ¿Y por eso un estado de la República, que yo fundé, se mancha con su nombre? Díganme un solo pueblo de este país que no tenga una sola calle con el nombre de… ¡ese! Pero no hay ni una placita con el nombre de don Antonio López de Santa Anna. ¡Pueblo de descastados, de malagradecidos, de gitanos! (…) ¿Que intercambié Texas, Nuevo México y California? Sí… y tampoco hay ni una sola estrella en Hollywood… with my name… ¡Ah! ¡Otra raza de fucking bastards!”).
A Madero lo ridiculiza por sus dotes de médium y por su creencia en un Más Allá redentor, capaz de resolver las cuestiones terrenales. Lo ve como un merolico que, en pleno azote mesiánico, llegó a afirmar que el espíritu de BJ era el que lo inspiraba desde el Paraíso para conducir a la patria por el camino de la libertad y la esperanza (“¿BJ?, ¿BJ? –repite López de Santa Anna, tratando de ubicar las iniciales– ¡Ah, sí! el oaxaco aquel que me servía los tamales”).
Cortés, Hidalgo y Madero serán recreados en breves escenas que muestran aún más breves episodios de sus vidas, con el apoyo de distintos objetos que son transformados en títeres instantáneos para dar voz a los comparsas del drama en esta versión de nuestra historia: Moctezuma, Cuauhtémoc, los tlaxcaltecas...
En cuanto a Álvaro Obregón (con quien casi concluye la Epoca de los Caudillos), López de Santa Anna lo ocupará entre otras cosas como juguete mnemotécnico para confirmar cuánto conocemos acerca de la historia y sus protagonistas. Echará mano de alguien del público, al que preparará para que represente su asesinato durante el comelitón en La Bombilla. “Maquillarlo” exigirá, desde interrogar al público acerca de si era más bien calvo o sólo tenía entradas, maquinita de rasurar en mano, hasta indagar, sierra lista, acerca de cuál fue el brazo que había perdido el general (“¡Fue el derecho! Pero a ti te voy a cortar el izquierdo porque es izquierda actor–derecha público… luego te explico”). El interrogatorio pasará asimismo por deslindar qué comía Obregón aquella tarde y, desde luego, cuáles fueron sus últimas palabras (“Las últimas palabras de Cristo fueron Padre, ¿Por qué me has abandonado?; las últimas de Prometeo fueron: Resisto. Las últimas palabras de Fox fueron: Ese no es mi jeep. Las últimas de Juan Camilo Mouriño fueron (aleteando en picada con los brazos): ¡Ahhh, ahhh, ahhh, aaaahhhhhh! ¿Y las últimas palabras de Obregón, víctima del mesianismo y de los judas que lo traicionaron, quienes no lo dejaron ni escuchar completo su son favorito, El limoncito?: ¿Me trae otros totopitos?”).
La velada podría ser interminable, y Galindo evoca, sólo como citas, dos momentos más: 1968 y el asesinato de Colosio. “Pero ya me cansé, y seguramente ustedes también”.
El cierre de la puesta, elíptico y perfecto, es un retorno al primer instante de la noche, a la frase de un ahíto y desencantado clown que reitera: “¿Y el águila? ¡Hasta eso se robaron!”

EN VIDEO



Extractos dedicados al general Antonio López de Santa Anna en el unipersonal Patria que nace torcida..., de Paulo Sergio Galindo.