Cecilia Sotres enfundada en su mameluco durante la escenificación en Morelia de La pantera rosa mexicano en: fragmentos de un discurso chistoso.

He aquí algunas de las ideas desplegadas la noche del viernes en Morelia por un animalito que vino de París. No. No la cigüeña, sino un felino. Un personaje inconfundible y querido desde que fue concebido por Friz Freleng en 1963 para el roller de créditos de una película donde el actor Peter Sellers inmortalizaría al mayor prototipo fílmico del antihéroe cómico: Jacques Clousseau, un hombre bastante torpe metido a detective.
Este felino sagaz y de provocadora franqueza (“yo no sé si mi sexo es masculino o femenino; lo único que sé es que es rosado”), que tuvo una serie televisiva de varias temporadas (1964-1993) y en cuyos mejores episodios hizo de la comedia física y del surrealismo su sello inconfundible, abandonó brevemente la dimensión de los dibujos animados y llegó al foro La Bodega para reflexionar sobre el humor, el dolor, la realidad nacional y actitudes esenciales de nuestras relaciones sociales y afectivas durante la puesta en escena de La pantera rosa mexicano en: fragmentos de un discurso chistoso.

Dos
Organizado en una introducción, seis episodios y dos números musicales, el unipersonal de Cecilia Sotres es un espectáculo híbrido. Su eclecticismo opera a favor de resignificar un humor popular que ha sido emputecido por Polo-Polo, la Chupitos, los Mascabrothers y otros exponentes de la domesticada farándula nacional, así como a jugar estilísticamente con diversas técnicas, géneros y recursos que pasan por la mímica, el teatro clown, la stand up comedy, el humor episódico, los títeres, el teatro-cabaret y desde luego, el sketch carpero.
Todo comenzará con los compases del famoso tema de Henry Mancini (en vivo y con caracoleo de mariachi incluido, pa’ que se vea la casta) y la aparición del rosáceo personaje, primero en recortada silueta contra el ciclorama y luego acompañado de un seguidor en su recorrido por la sala, donde estudiará críticamente a la concurrencia antes de volver al escenario y darle vida al primer cuadro (Despertar en rosa mexicano), que es una rutina clown dedicada a una realidad escandalosa que interrumpe tanto sueño como placeres y ante la cual ya no es cómodo ni prudente permanecer dormido.
Y tras despertar, la pantera proferirá sus primeras palabras, de inevitable acento galo: “Si, es verdad. Llevo años callada… igualito que ustedes, los mexicanos. Los entiendo; hablar puede ser agotador. Es como chutarse los comerciales del Bicentenario uno tras otro. Una tortura”.
A diferencia del permanente motivo de malestar del inspector contra el sargento Dodó en la serie animada de TV (“¡Dí oüi, no !”), esta pantera no tendrá problemas entre el francés (Oüi) y el mexicano (A güi-güi, cariñoso apócope de A güevo, es decir, a fuerzas, desde luego, claro que sí), con el que animará al público a participar.
Convocará a la concurrencia a un ejercicio de pensar colectivo y desde allí criticará el relativismo de nuestros tiempos, que pone en la misma canasta al pensamiento de Chomsky y de Jordi Rosado, al de Lipovevsky y de Carlos Cuauhtémoc Sánchez o a la poética de Neruda, Pessoa y Roberto Gómez Bolaños.
Ante las variadas manifestaciones de violencia (la social, la política, la moral, la económica, la sexual…), sugerirá: “si están decididos a reírse en un mundo que se va a acabar, aprendan a reír correctamente”.
Otro episodio comenzará con una rutina de stand up comedy en estado puro: ella ante el atril con una sucesión de chistes que irán desde el juego de palabras (“Disimula… y la mula dijo sí”), hasta la explícita crítica a los metasistemas (“¿Saben ustedes cuál es la ciudad menos productiva del mundo? El Vaticano: en dos mil años sólo ha dado 29 papas”).
Será también entonces cuando describa su situación como personaje: estaba en su Francia natal, sufriendo las decisiones e intereses de su propio gobierno y sin alternativas de escape hacia algo mejor, dado que las cosas están igual en Italia, Alemania o Inglaterra, “y entonces alguien me dijo: panterita, vete a un país folclórico donde todo está bien y cantarás mariachi y te la pasarás bomba. Y sí, me la he pasado bomba… quiero decir, esquivando bombas”.
El hablar de sí llevará (cortesía inevitable) a preguntar por nosotros. “¿Y aquí en Michoacán, en Purepechilandia, sí viven muy bien? ¿El presidente del país acaso no es de aquí, de Morelia? El chaparrito este… ¿cómo se llama?... Sí, el que lleva lentes… ¡Milhouse!” El panista Felipe Calderón será negado por el público (y no tres veces, sino tres veces tres)… pero algo similar ocurrirá cuando la situación se plantee ante una figura de autoridad más cercana: la del gobernador perredista de Michoacán, Leonel Godoy. Será entonces cuando se plantee el asunto de los hábitos alimenticios de los políticos mexicanos, pero también una crítica a la evidente (y un poco insólita) falta de participación del público (“¿Qué? ¿Les comieron la lengua los ratones… o fueron los militares?”). El colmo vendrá cuando a la pregunta “¿Y usted por quién votó?” alguien responda con un incomprometido “Ya no me acuerdo”, con el consiguiente reproche del personaje de la noche hacia la falta de compromiso que vive la sociedad de hoy (“Ese es el problema: la responsabilidad. Le temen; los corretea. ¡Huyen cuando oyen hablar de responsabilidad!”).
“Y no vengo a hablar de política —aclararía—, porque, después de todo, como soy extranjera, si lo hago me aplican el 33. Pero me llegan los chismes. Y no voy a dejar que se me amontonen en mi pechito, porque me enfermo”.

Hacia el final de la presentación, durante el gag de humor negro en la cocina.

Tres
En efecto, la política no sería el tema explícito de la velada, si entendemos el término como alusivo a los personajes que administran la vida pública. Pero, indudablemente, sí sería su trasfondo pues, a fin de cuentas ¿qué es la verdadera política sino la manera de relacionarnos unos con otros en las sociedades en que vivimos?
Así las cosas, el gran asunto de la noche sería el de la risa y el de su papel imprescindible para la salud mental. “La risa es como hacer el amor”. Esta premisa sería el eje de prácticamente todas las anécdotas.
Para estudiar las estaciones de la risa, la pantera rosa mexicano recurriría a otro personaje memorable de la serie animada: el Asterisco azul (primera aparición en TV en el capítulo Ponche Rosa, de 1966), quien desafortunadamente no fue útil como patiño a causa de los achaques neuróticos sembrados por una historia desafortunada (el padre los abandonó para irse con una tilde, la madre tuvo que trabajar de acento para sacar adelante el hogar y, ahora, Asterisco no solamente no ríe, sino que no es capaz de excitarse sexualmente ni con los puntos suspensivos).
La crisis de Asterisco conducirá a una sesión de psicoanálisis sui géneris. En vez de un test de Roschard, la pantera exhibirá subidas imágenes de un par de pies reproduciendo variables del coito: el Misionero, las Cucharitas, la Cabalgata, por Detroit, el Pulpo (claro, Paul de moda todavía), la Güagüis, la Tijerita (esencialmente lésbica), el 69…y de allí acudirá a un repaso de distintas filias, desde la favorita de los políticos (ya saben cuál) hasta la zoofilia (que fue objeto de una tierna advertencia: “por favor, si hay animales en la sala, les pido que no se metan con los humanos cuando no quieren. Eso no se vale. Y a los humanos lo mismo. ¿Cuántas veces no les ha pasado eso con un pobre güey?”).
Un momento tenso: el personaje pide a la concurrencia que cada quien mire a los que tiene a la derecha y a la izquierda. Luego viene la interrogación: “Pregúntense ¿quién padecerá alguna de estas filias?”. Pero la observación no es discriminatoria. Al contrario, sólo busca acentuar lo obvio: “Hay algo a lo que los michoacanos le temen mas que a Milhouse o a Elba Esther Gordillo: su propia sexualidad”.
Y como “el que en pan piensa, hambre tiene”, al final de la terapia nuestra pantera descubrirá que se ha enamorado de Asterisco y ambos acabarán flechados al compás de un tango y dispuestos a contraer matrimonio.
El tema del respeto a la diferencia desde la perspectiva de la noticia, relativamente reciente de la legislación a favor del matrimonio gay en México, será el meollo del episodio dedicado a la boda de la pantera y Asterisco, cuyas otredades explícitas causarán escándalo en el sacerdote de acento teutón (sí: un pastor alemán, ni más ni menos) que debe conducir la boda. Torvo y retorcido, tal como, de hecho, se ve Ratzinger en la vida real, el Vicario de Cristo celebrará la unión a regañadientes sólo porque la liturgia ya ha sido pagada por los contrayentes (“bueno, ¡pero nomás por esta vez! Es que ese asunto de los Legionarios de Cristo y de los pederastas nos tiene en la ruina”).
Consumada la boda, la velada concluye con un gag de humor negrísimo, pero de final feliz. Asterisco y la pantera deciden adoptar y se hacen de una diminuta panterita rosa (“Aaah” de ternura entre las chicas del público, incluido). Ya en la intimidad doméstica, la pantera rosa mexicano se va a la cocina, se pone el gorro de gourmet y prepara la comida. Jugando con dos estigmas muy populares: el actual, de que las parejas alternativas no deben adoptar porque su conducta pudre a los niños y el de los comunistas come-niños tan en boga hace cincuenta años, todo parece indicar en este sketch que la pantera se ha despachado al vástago para convertirlo en suculentas obleas morelianas de color rosa. Pero es un engaño. Y el final, bajo los compases de La vida en rosa, es precedido por una afirmación vital. No van a comerse a ningún niño, “vamos a enseñarles amor, esperanza, a enseñarles autoestima. Vamos, sobre todo, a hacerlos reir”.

Cuatro
Hace años que en Morelia no se veía una genuina experiencia de teatro-cabaret. Hace todavía más que no se genera por estas tierras alguna experiencia de teatro de carpa en el cabal sentido de la palabra.
La consecuencia de tales ausencias quedó a la vista la noche del viernes, con un público más bien tibio para definirse ante el calibre de las “netas” que tiraba el personaje e incómodo a la hora de sentirse verdaderamente requerido por la interacción del espectáculo. Parecerá algo muy inocente, pero da qué pensar. ¿Es realmente posible perder la capacidad de ser poroso al humor inteligente? ¿De veras estamos tan rumiantes y domesticados por la inercia y las trampas del mero “pensamiento-consigna”?
Pero esa ya es una tarea que debemos resolver en casa. Por lo que atañe a Cecilia Sotres, egresada del Centro Universitario de Teatro (UNAM) e integrante del colectivo Las Reinas Chulas, del Distrito Federal, la actriz ha cumplido con dignidad a la hora de devolverle a los géneros chicos y populares su ludismo incisivo, su irreverente principio del placer y su inteligente vocación de aflojar mordazas.
Ha hecho más, todavía, al tomar a un personaje tan entrañable para la memoria infantil de varias generaciones, como la pantera rosa, a fin de convertirlo en el canal de una conciencia ética colectiva, un poco a la manera del Nasrudín de ciertos cuentos del Oriente Medio o (en terrenos más occidentales), de ese padre Ubú con el que un joven desmadroso y agudo, llamado Alfred Jarry, daba nacimiento al teatro contemporáneo hace una centuria.

EN VIDEO


Algunos momentos al comienzo del unipersonal de Cecilia Sotres en Morelia.



Una imagen de la primera parte de la puesta en escena de Una velada con Vincent Price.

Uno
“Las cinco de la mañana. A las cinco de la mañana del 7 de octubre de 1849, en un cuarto de hospital de Baltimore, un hombre de 40 años de edad iba al encuentro de la Muerte… esa a la que él había visto, conjurado, enamorado, con una valentía y una sensibilidad de la que pocos mortales pueden ufanarse. Su nombre: Edgar Allan Poe, de ocupación periodista, de vocación alcohólico, de profesión poeta”.
Este bello texto abre, a modo de epitafio, el espectáculo Una velada con Vincent Price (Vicente Quirarte, Eduardo Ruiz Saviñón y Guillermo Henry, 2009), que fue estrenado en la ciudad de México el año pasado, cuando se conmemoraba el bicentenario natal del autor de El pozo y el péndulo, La carta robada y La caída de la casa Usher, entre muchos otros textos.
El monólogo en dos actos, a cargo de Guillermo Henry, se presentó en el teatro Stella Inda del IMSS este jueves, durante la cuarta jornada del festival de monólogos Teatro a una sola voz que en el último mes ha itinerado por distintas ciudades mexicanas.

Dos
Un cuerpo yace bajo los diseños caprichosos que dibuja el humo al ser hendido por un cenital azul. Hay un camafeo que exhibe la foto de Poe (1809-1849). Hay una botella de ese alcohol al que el poeta tanto amó hasta el último momento, fiel al placer que lo estaba matando, así como una pipa oriental y otros pequeños objetos, todos significativos para el personaje que tenemos enfrente.
Pero ese personaje en escena no es unívoco y tal es uno de los inquietantes aciertos del primer acto de la obra. Es Guillermo Henry reflejado en el actor norteamericano Vincent Price, quien se refleja en Edgar Allan Poe. Un Poe que se desdobla, a su vez, en los significantes anecdóticos de un cuento y un poema suyos: El entierro prematuro y El cuervo, ambos entremezclados en una experiencia que explora, a partes iguales los catetos físicos y las aristas trascendentes de lo que llamamos miedo.
El miedo más directo, el miedo físico, ese que se ocupa de la integridad de nuestro propio cuerpo y de nuestras sensaciones en la antesala de la muerte, es registrado puntualmente en las partes dedicadas al relato El entierro prematuro: “La insoportable opresión de los pulmones, las emanaciones sofocantes de la tierra húmeda, la mortaja que se adhiere, el rígido abrazo de la estrecha morada, la oscuridad de la noche absoluta, el silencio como un mar que abruma, la invisible pero palpable presencia del gusano vencedor; estas cosas, junto con los deseos del aire y de la hierba que crecen arriba, con el recuerdo de los queridos amigos que volarían a salvarnos si se enteraran de nuestro destino, y la conciencia de que nunca podrán saberlo, de que nuestra suerte irremediable es la de los muertos de verdad; estas consideraciones, digo, llevan el corazón aún palpitante a un grado de espantoso e insoportable horror ante el cual la imaginación más audaz retrocede”.
En tanto, el miedo más subversivo, el espiritual, ese que se ocupa de los estremecimientos de una conciencia que se asoma ante los llamados de lo Porvenir Desconocido que nos reclama, encuentra su manifestación suprema en los contenidos de El cuervo y su permanente sentencia “¡Nunca más!”:
“ ‘¡Sea esa palabra nuestra señal de partida, / pájaro o espíritu maligno!’ –le grité presuntuoso–. / ‘¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. / No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira / que profirió tu espíritu! / Deja mi soledad intacta. / Abandona el busto del dintel de mi puerta. / Aparta tu pico de mi corazón / y tu figura del dintel de mi puerta’. / Y el Cuervo dijo: ‘Nunca más’ ”.
“Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo. / Aún sigue posado, aún sigue posado / en el pálido busto de Palas. /en el dintel de la puerta de mi cuarto. / Y sus ojos tienen la apariencia / de los de un demonio que está soñando. / Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama / tiende en el suelo su sombra. Y mi alma, / del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo, / no podrá liberarse. / ¡Nunca más!”
En este primer segmento, la semántica teatral ha elaborado un discurso muy intenso. En el caso de El cuervo, por ejemplo, solamente lleva a la palabra algunos fragmentos del poema. Muchas otras frases y situaciones, en cambio, se expresan visual, gestual o sonoramente (los rasguños contra la puerta; el crujido de las cortinas: la ansiedad y la energía en ascenso de quien narra; la sombra misma de ese cuervo nunca visto, siempre intuido, mensajero de eso Innombrable a lo que tememos, pero que tanto espera de nosotros).
Así entretejidos los temas de El entierro prematuro y El cuervo, ambos urdidos a las cavilaciones de Vicente Quirarte acerca de Poe y de su mundo, esta primera parte alcanza momentos intensos e inspirados, en los que la experiencia se torna una celebración a la poética del miedo.
La segunda parte de la velada será, en cambio, la puesta del relato El corazón delator, que es una cumplida y respetuosa trascripción escénica al cuento de Poe, organizada eficazmente desde los principios del monólogo. Ya no un juego interpretativo, como antes del intermedio, sino homenaje a una idea.

Tres
No se citará sino una vez a lo largo del monólogo a Vincent Price (1911-1993), pero la presencia del actor norteamericano será permanente en la caracterización que logra Guillermo Henry y que, sobre todo en la primera parte, va mucho más allá del maquillaje y de la mera similitud física.
Price, a quien las generaciones actuales, al menos en México, quizá sólo ubiquen por su último papel en el cine como el científico creador de Edward en El joven Manos de Tijera (Tim Burton, 1990), fue el actor que más adaptaciones de novelas de Edgar Allan Poe protagonizó en la pantalla grande hace cincuenta años, siempre en mancuerna con Roger Corman, director tutelar del Cine-B americano de la época (producciones baratas y con argumentos al vapor, aunque algunos de aquellos libretos fueron escritos por autores del calibre de Richard Matheson).
Para los aficionados al cine de género, en cambio, tanto Vincent Price como Roger Corman son referencias familiares y muy queridas. Hay un culto en torno a ellos que puede compararse al que se ha dedicado en su momento, digamos, a nuestras películas de El Santo… y casi (sólo casi) por las mismas razones.
Para estos devotos, son emblemáticas de Price sus intervenciones en La casa de cera (1953) y, sobre todo, La mosca (1958). El prestigio del actor se consolidaría en la década siguiente con una sucesión de filmes inspirados en Poe, que comenzaron en 1960 con La caída de la casa de Usher y prosiguieron ininterrumpidamente con El pozo y el péndulo (1961), Cuentos de Terror (1962), El cuervo (1963), La máscara de la muerte roja (1964) y La tumba de Ligeia (1965).

Cuatro
Hombre de su tiempo, instalado en el siglo XIX, Poe y su obra se ubican en el Romanticismo y es en ese movimiento, más que en lo Gótico, donde se desenvuelve, a su vez, Una velada con Vincent Price. A fin de cuentas, tanto en el trabajo escénico como en la obra de Poe, lo que se hace es experimentar con lo oculto, jugar con los horrores y los temores humanos más profundos, admirar el pasado y admirar los secretos sobrehumanos que oculta el mundo natural. Todos esos son, antes que nada, atributos romanticistas.
De este modo, el monólogo es un homenaje al padre del relato de misterio y pilar (junto con autores como Lovecraft y Arthur Machen) del género de horror contemporáneo, pero también una celebración taciturna a pasiones que tienen su eco gótico, pero que definitivamente son románticas.
La velada cumple, especialmente en su primera mitad. Sin duda la habrían aplaudido, de haber estado presentes (no en cuerpo, pero sí en espíritu), todos los cofrades de Poe y del mundo al cual su narrativa representa: sus paisanos Herman Melville, Waltt Withman, Washington Irwing y James Fenimore Cooper. O sus colegas británicos: Jane Austen, Mary Shelley, R. L. Stevenson, Walter Scott, Emily Brönte y Lord Byron, así como sus pares alemanes (Novalis, E.T.A. Hoffmann y Goethe por delante). Ya no se diga los franceses (con Baudelaire y Alexandre Dumas en los extremos de tal lista). Por lo que hace a nuestro idioma, el José Zorrilla de Don Juan Tenorio también estaría complacido, codeándose las costillas a placer con Bécquer y José de Espronceda.