Vaho, de Alejandro Gerber

El Viacrucis coral

El tercer largometraje mexicano en competencia dentro del FICM propone un “ensayo sobre la ceguera” que acude a una estructura narrativa compleja pero bien problematizada

El plano final. Una Amalia-Madre Tierra perdida con su hijo en la sequía.

“¿Se tiene que acabar toda el agua del mundo para volvernos a ver?”, le reprocha José a sus amigos de infancia Andrés y Felipe cuando los tres coinciden, ya jóvenes, en uno de los habituales aglomeramientos de iztapalapenses ante las pipas que surten, con agónica ineficiencia institucional, el vital líquido a la delegación más poblada y compleja de la capital mexicana.
La pregunta hace explícito uno de los hilos argumentales contenidos en el debut en largometraje de ficción del documentalista Alejandro Gerber Bicecci: Vaho. La cinta se proyectó en la tercera jornada de películas mexicanas en competencia en el Festival Internacional de Cine de Morelia.
Es decir: ¿hay que esperar siempre hasta el último minuto, hasta que las circunstancias lo empujan a uno al callejón sin salida, para enfrentar asuntos apremiantes?
La respuesta es afirmativa.
El hecho es que muchas razones pueden llevar a separarse a tres entrañables amigos de la primaria, cada uno de los cuales debe afrontar ahora, a solas, la experiencia iniciática de abandonar las pocas o muchas certezas del hogar paterno para empezar a escribir su propia historia. Pero en el caso de Vaho, la razón de esa camaradería rota implica, para cada uno de los tres personajes, conflictos éticos y existenciales, así como deudas con el pasado que deben afrontar para ingresar a la edad adulta. Desde este punto de vista, Vaho se abre a una puntual reflexión, a la vez íntima y social, individual y colectiva, acerca de las relaciones y los conflictos humanos en una urbe que, como la ciudad de México, condensa en sus entrañas todos los matices de luz y sombra de nuestra realidad nacional. He aquí una película con apetito de Comedia humana (Balzac, entre 1833 y 1850), cuyo realismo poliperspectivo explora sus temas pasando por lo cosmogónico, por lo mágico-popular, por lo social y lo antropológico, hasta alcanzar los apremiantes reclamos de una conciencia micro y macro histórica.

Los tres amigos y su reencuentro en medio de una aglomeración para surtirse de agua.

Estructura y metáfora
A partir de una estructura anecdótico-temporal problematizada desde acontecimientos ocurridos en 1964, 2000 y 2008, Vaho se va articulando como un fresco multivalente. Desde sus tres nodos, las situaciones interconectan constantes significados colaterales. De ahí la rica complejidad dramática de la película y de sus personajes.
En su arco más amplio, esta estructura cumple, además, una función poética precisa. Al comienzo de Vaho (ese plano al páramo muerto, más trágico porque alguna vez fue el lecho del lago de Texcoco, que es captado justo en el año en que el enorme monolito del dios Tláloc [divinidad de la lluvia] era trasladado desde la barranca de Santa Clara a su sede actual en el Museo Nacional de Antropología e Historia), todo está por cumplirse. Todo es latencia. Posibilidad. El principio de cuanto veremos. Pero si la primera secuencia de la película se corresponde con la última, en realidad todo lo que hemos presenciado ya se había cumplido desde el inicio, a partir de la visión de esas mujeres con lactante en brazos que remontan el erial y encarnan un signo desahuciado de antemano.
Es decir: lo que es, ya ha sido.
Y lo que fue, está siendo todavía.

En racconto: los tres amigos en los idílicos tiempos de la primaria.

Ensayo sobre la ceguera
Con esta idea-metáfora abrazando al filme, Vaho tiene, promediando medio metraje, otra escena fundamental, porque codifica y da sentido a todo cuanto vemos.
Es una escena rescatada de la infancia, convocada por Andrés desde sus recuerdos: la visión de la niña Abigail, a quien Andrés amaba secretamente en la primaria. El niño la contempla desde su pupitre, mientras ella recita en el aula, como parte de una clase, cierto texto sagrado del Popol Vuh que narra la leyenda quiché de la creación de la raza humana y la historia de cómo los dioses le arrojaron vaho a los ojos al primer hombre de maíz, “por ser demasiado perfecto”, para que no pudiera ver la realidad y, de ese modo, los adorara permanentemente.
Este momento, a la vez oráculo y testamento, es la piedra angular temática de todo el relato. Es además un momento que, por sí mismo, comparte atributos de lo intemporal y de lo sagrado, pues se trata del relato de una expresión mítica que es recuperada a partir de una ensoñación de la memoria.
Así pues, Vaho nos muestra cómo vivimos hasta hoy como macehuales (hombres comunes en náhuatl antiguo): despojados de la mirada sabia que daría alivio a todas nuestras confusiones, a todos nuestros malentendidos, a todas las debilidades y errores que complican nuestra vida y la convierten en una Babel de espejismos, de equivocaciones y de sufrimiento inútil.
Estamos medio ciegos, llevamos vaho en los ojos, tenemos la mirada empañada.
Es por ceguera que se declaran crisis como la de la endémica carencia de agua en todo el oriente del DF y en Iztapalapa en especial, en parte debido a la desecación de la zona, pero sobre todo como efecto de la pavimentación urbana. Es por ceguera que distintos gobiernos federales y regionales, a lo largo del Siglo XX, han mostrado total indiferencia política para emprender soluciones viables al problema.
Dicho sea de paso, el tema del agua en Iztapalapa no es gratuito ni oportunista en este filme, ya que se trata de un asunto real y endémico. Valga recordar que en 2005 el problema se agudizó hasta dimensiones rayanas en el desastre cuando obras de mantenimiento en la presa Cutzamala interrumpieron la distribución del líquido. Desde entonces, la carencia de agua potable es cada vez más una navaja que amenaza permanentemente la delicada yugular de todos los habitantes de la zona. Lo más grotesco del asunto es que en tiempos prehispánicos Iztapalapa, y más concretamente la región aledaña al famoso Cerro de la Estrella, fue una península entre dos grandes mantos acuíferos: el lago de Texcoco y el de Xochimilco.
Volviendo a la película, es por ceguera que diferentes devociones populares devienen fanatismos excluyentes. Es por ceguera que personajes como José se obsesionan con muchachas que, a todas luces, no los quieren. Es por ceguera que se abandonan hijos a su suerte, al costo de cargar remordimientos secretos toda una vida. Es por ceguera que discriminamos y tememos al otro, al raro, al anormal, como en el caso del Monstruo Indalecio. Es por ceguera que no solemos reconocer la humanidad intrínseca en prostitutas como las que habitan en lo alto del Peñón del Marqués y que, respondiendo a sus propios cultos devocionales, emprenden una conmovedora peregrinación nocturna con veladoras y campanitas y depositan ofrendas para recordar al niño que han perdido. Es por ceguera que personajes como Felipe cultivan la alevosía que ya se asomaba desde su niñez y tratan de violar las contraseñas electrónicas de las guapas usuarias que acuden al ciber que administran. Es por ceguera, en fin, que mentimos para lastimar, sin calcular el escenario de nuestras propias consecuencias. Así es como se desencadenan tragedias fuera de cualquier control.

El sacrificio del inocente, en vísperas del Viernes Santo. Una imagen después de la escena del linchamiento.

Ficción y documento
De todo esto se ocupa Vaho, auténtico retablo de lo popular, cobijado a su vez por la gran ceremonia que ha hecho famosa a Iztapalapa y que sirve de marco catártico para los personajes y sus dilemas: la representación anual de la Pasión de Cristo en el Cerro de la Estrella, durante las conmemoraciones de Semana Santa.
Será allí, por ejemplo, donde Romualdo, el padre de Andrés, frustrado y alcohólico porque intentó ganar el privilegio de interpretar a Jesús durante 14 años y a lo más que llegó fue a salir de Barrabás, hará finalmente lo que debe: tomar su madero y emprender el Viacrucis con otros cientos de penitentes anónimos, sin ningún protagonismo, sino simplemente porque “ha comprendido el mensaje” y se ha reconciliado con el sentido de su más íntima necesidad interior.
Procesos similares operarán en otros personajes, todos inmersos en una secuencia impactante, tremenda, no sólo por el hecho de que combine lo documental con la ficción, ya que fue filmada durante la conmemoración real de la primavera del 2008, sino por una edición intensa, punteada por una música en cressendo que en algunos privilegiados instantes lleva el tono naturalista del filme a una dimensión absolutamente épica.

Cine y pensamiento
Vaho abreva y le responde inteligentemente a una herencia fílmica nacional que, en la historia reciente de nuestro cine, se ha ido construyendo con películas de ficción como Lola (Novaro, 1989), Desiertos mares (García Agraz, 1993), El callejón de los Milagros (Fons, 1994), Temporada de patos (Eimbcke, 2004), Batalla en el Cielo (Reygadas, 2005) y La vida inmune (Cervantes 2006), entre otras. Cine urbano de distinto cuño. Cine social más o menos incisivo. Lo interesante es que, aunque la estructura y los temas de Vaho comulgan, en uno u otro momento, con índices genéricos o estilísticos acotados en filmes como esos, lo hace desde la perspectiva exclusivísima de un muy aplicado ejercicio que está aportando una configuración narrativa propia y novedosa en nuestro contexto.
Al tiempo. Quizá tenga que transcurrir un lustro para que volvamos la mirada y, ya a toro pasado, descubramos que Vaho marca un hito en la manera de problematizar y de articular un cine que, desde las reveladoras libertades propias de la ficción, rastrea y explora su mundo desde una definida vocación social, incluso antropológica, de enorme compromiso con esa responsabilidad. Vaho es una experiencia que atrapa por la fidelidad de los retratos que nos brinda. Pero también es una experiencia que funda ideas, miradas, destino. Recupera al cine como una forma de pensamiento.

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