EN VIDEO / Yo soy Rachel Corrie

La tarde del domingo 16 de marzo de 2003, en la ciudad de Rafah, hacia el sur de la franja de Gaza, la joven activista de los derechos humanos Rachel Corrie, de apenas 23 años de edad, se dejó caer de rodillas frente a un bulldozer israelí para hacer las veces de un escudo humano e impedir el avance de la máquina, que se ocupaba de demoler viviendas de los refugiados en la zona de conflicto.
El enorme Caterpillar D9 del ejército israelí no se detuvo y arrolló a la muchacha, que se sobrepuso a sus heridas internas por casi una hora, pero que falleció poco después de arribar en ambulancia al hospital de Najar.
Estos son los hechos, ampliamente documentados en redes alternativas de derechos humanos y particularmente de los movimientos a favor de los refugiados palestinos agredidos por el estado de Israel.
Tan sólo unas horas antes de su muerte, Corrie le había escrito el siguiente correo electrónico a sus padres, en Olympia, Washington, Estados Unidos:
Esto tiene que terminar. Hemos de abandonar todo lo demás y dedicar nuestras vidas a conseguir que esto se termine. No creo que haya nada más urgente. Yo quiero poder bailar, tener amigos y enamorados, y dibujar historietas para mis compañeros. Pero también quiero que esto se termine. Lo que siento se llama incredulidad y horror. Decepción. Me deprime pensar que ésta es la realidad básica de nuestro mundo y que, de hecho, todos participamos en lo que ocurre. No fue esto lo que yo quería cuando me trajeron a esta vida. No es esto lo que esperaba la gente que vive aquí cuando vino al mundo. Éste no es el mundo en que tú y papá querían que yo viviera cuando decidieron tenerme”.

De todo esto se ocupa el extraordinario unipersonal Yo soy Rachel Corrie, que adapta La voz de Rachel Corrie (2005, a partir de la correspondencia de la activista, editada por el dramaturgo Alan Rickman y la periodista Katharine Viner).
La obra, ahora en versión de Édgar Álvarez Estrada y con la actuación de María Inés Pintado, protagonizó con enorme dignidad la segunda jornada del festival de monólogos Teatro a una sola voz, ofrecida en Morelia este lunes por la noche.
Dos cosas sobresalen en este trabajo.
Primero, la austeridad emotiva de toda la puesta, que lucha exitosamente contra cualquier tono melodramático para ir en pos de emociones reales, vivas, en las cuales consigue encarnar y despertar procesos de reflexión profundos. Segundo, la excelente interpretación de Pintado, que instalada en un tono realista que el mismísimo Lee Strasberg le aplaudiría, logra inyectarle a su personaje un áura que va de lo cotidiano a lo terrible con la más absoluta naturalidad.
Estos dos factores crean en el escenario una experiencia llena de dignidad porque está henchida de veracidad escénica.
El asunto de evitar el melodrama es, aquí, particularmente importante. El hecho es que, con una gran sabiduría escénica, tanto Álvarez Estrada como Pintado comprenden y comulgan con el espíritu del monólogo original y asumen despojarlo de cualquier sensiblería. Y es que la sensiblería, aunque da muchos bonos en lo inmediato, siempre termina escatimándole dimensiones a la profundidad. Esto es así porque las fuertes emociones que desata el melodrama impiden pensar (de allí, por cierto, que la telenovela sea el género favorito en nuestro país: mantiene al rebaño cómodo y conforme).
Aquí, en cambio, de lo que se trata es de una serie de sentimientos reales que van aflorando y adquiriendo su propia forma (de la candidez inicial a la indignación del final) con un ritmo exquisito, a momentos agónico, a momentos entusiasta.
Por otro lado, la puesta también se ahorra el final tremebundo (de hecho, el desenlace ocurre fuera de lo escénico, en lo parateatral, gracias al recurso del video y la multimedia).
Mientras tanto, tras presentarnos a la joven Raquel desde un cuadro de enorme potencia alegórica (la muchacha que despierta, que abre los ojos al mundo buscando un lápiz), el trabajo se ocupa de presentarnos los antecedentes y las perspectivas de este personaje de clase media que aspira a ser poeta (no en valde admira a Rilke) y que va descubriendo el mundo y encontrando los canales para manifestar ese inconformismo que la acompaña desde temprana edad.
En rigor, tras el episodio en que Rachel nos habla del significado de su nombre como el de un cordero, florece la metáfora fundamental de este bello trabajo, que no es sino el ejercicio de mostrarnos los motivos y las razones de un cordero de holocausto que va cobrando conciencia del mundo en el que le ha tocado vivir y que, más o menos conscientemente (ahí está la escena del sueño) va asumiendo el riesgo supremo de sus prácticas como militante de los derechos humanos en el violento escenario de la franja de Gaza, donde el indefenso pueblo palestino sufre los embates del cuarto ejército más poderoso del mundo: el del Estado de Israel.
Yo soy Rachel Corrie es, pues, un exquisito (aunque doloroso) ejercicio de conciencia política. La manera en que lo emprenden Édgar y María Inés nos muestra lo estremecedor que puede ser un hecho escénico cuando asume ocuparse de un problema de actualidad.
Les comparto, aquí abajo, uno de los numerosos videos que en Youtube se ocupan de Rachel Corrie.
Y a los responsables del trabajo de antenoche: gracias por la experiencia.


 
Hoy andaría rondando los 105 años de edad y habría sobrevivido a todos los artistas de la generación de la Escuela Mexicana de Pintura, a la cual perteneció. Quién sabe si tal longevidad le habría arrebatado, a cambio, el aura de leyenda que la rodea y que la ha convertido a ella y a su obra en epicentros de la Fridomanía: esa fascinación por Frida Khalo que oscila entre el esnobismo, el homenaje y el folclor.
Lo cierto es que, como tantos otros personajes–ícono de la devoción popular, Frida Khalo murió temprano, apenas a los 48 años. Pero a casi seis décadas de su muerte, ocurrida en 1954, su presencia permanece muy viva en el imaginario de aquella clase media de la que formó parte.
Una prueba (por si hiciera falta) es el monólogo ¡Soy Frida! ¡Soy libre!, escrito hace apenas seis años por el prolífico dramaturgo y médico cirujano Tomás Urtusástegui (DF, 1933). La más reciente versión de esta puesta abrió el domingo, en Morelia, en el foro La Bodega, la extensión Michoacán del festival de monólogos Teatro a una sola voz, que cumple en tierras pirindas la última etapa de su circuito nacional.

Contexto y apuntes
Distribuido en siete monólogos y en tres cuadros musicales delicadamente coreografiados al amparo de sentidos temas de Chavela Vargas, el monólogo ¡Soy Frida! ¡Soy libre! congregó a un público muy numeroso. Y es que no había pierde. Para la mayoría, fue la oportunidad de un reencuentro con su amoroso y combativo fetiche. Para los que realmente sabían, fue además el privilegio de comulgar con las intensidades del tándem Aura/Muro, que se reunió en este proyecto luego de cosechar merecidos éxitos con la fuerza y eficacia de Mujer on the border, que vimos aquí en Morelia en octubre de 2008, dentro de la Semana Nacional del Migrante.
Fue una gran noche. Una noche con Martha, una noche con María. Y, gracias a ellas, una cumplida noche con Frida.

EN VIDEO / Aspectos del monólogo inaugural

¡Soy Frida! ¡Soy libre! es un homenaje. Como escribía líneas arriba, fue concebido por Tomás Urtusástegui, con el fin de conmemorar el centenario natal de la artista, celebrado en 2007. El autor, que lleva escritas, al día de hoy, 337 dramaturgias, concluyó la que nos ocupa en 2006 y al año siguiente, hacia octubre, la actriz Martha Aura prestó su voz para una lectura dramatizada de homenaje que se transmitió por Radio Educación a nivel nacional. Desde entonces, el monólogo ha sido montado dos o tres veces, una de ellas en reclusorios de Chihuahua, durante 2008. Pero la versión más significativa es la que pudimos compartir el domingo. Esta versión viene de cumplir una amplia temporada en el foro La Gruta, en el DF, que comenzó en 2011.

Como el homenaje que es, ¡Soy Frida! ¡Soy libre! recapitula sobre la vida de su protagonista. Es un conjunto de breves crónicas y reflexiones acerca de la mujer que nos legó, como testimonio de su paso por este mundo, un centenar de obras, la mayor parte de ellas autorretratos que con ávida vehemencia alegórica se ocupan de registrar las estaciones de permanente deterioro de su fisiología, tras las secuelas de su poliomielitis infantil y del violento accidente de tránsito que en plena juventud (a los 16 años, en 1923) le destrozó la cadera y la lesionó gravemente de un brazo, una pierna y la columna vertebral. Entre otras secuelas, la tragedia la incapacitó para tener hijos.
Lo interesante con Frida es la manera en que afrontó los desafíos de su condición y salió adelante.
Condenada a largas estadías en cama, encontró su vocación en la pintura y tuvo la suficiente presencia de ánimo para ir a buscar a Diego Rivera, ya célebre en ese entonces, para pedirle opinión y consejo sobre su trabajo. Los dos se enamoraron y formaron una de las parejas más extraordinarias del siglo XX en México. Los apodaban “el sapo y la paloma” (Diego tan corpulento, desgarbado y de ojos saltones, Frida tan frágil y tan atenta a sus atuendos y apariencia). Ambos militaron en el Partido Comunista Mexicano y participaron de la vida intelectual y cultural del país en aquellos años laboriosos en los que se definían los rasgos de la identidad nacional que emergió de la Revolución Mexicana.

Siete estaciones
En el principio es el nombre.
Inevitable.
Sin un nombre, no se es.
Y el de Frida toma por sorpresa a la misma Frida. “¡Qué nombre!”, exclama. Y procede a desmenuzar las significativas minucias del suyo: Magdalena Carmen Frida Khalo Calderón, tras preguntarse si es el nombre el que muestra el destino de cada uno o si es el destino el que elige el nombre.
He aquí, pues, en el primero de los siete monólogos, distintas conjugaciones de lo nominal.
Es el nombre-juego de palabras: Frida/Freedom, como vocación de libertad desde el bautismo. “Eso he querido y para eso he luchado: para ser libre de amar, decidir, para escoger mi patria, para luchar contra los imperios… para ser mujer; para pintar a mi estilo, no al de otros”.
Es el nombre-anatema desde la tradición judeocristiana que acota nuestra tradición occidental: “ganó mi madre; me puso Magdalena porque sabía que, como la de la Biblia, iba yo a ser una buena puta…una puta arrepentida, pero una puta, al fin y al cabo. Fue Diego, y no Jesús, quien me redimió de mis pecados”.
Es el nombre/reafirmación trágica: “Carmen, como la de la ópera, fue otra puta. Así que yo sería y fui una doble puta. Puta para los hombres y puta para las mujeres. Y, finalmente, un apellido para desatar el hilo de las asociaciones: “Khalo… me suena a cal. En mi vida ha habido más arena que cal. Y yeso. Mil veces lo he tenido. Yeso que ha envuelto mis piernas, mis brazos… mi cuerpo”.

Tras la afirmación nominativa, viene la reafirmación de género en el Monólogo de la mujer. “Soy mujer, y a toda honra”, profiere, calados los hombros con un hombruno saco. Recuerda el placer de vestir prendas varoniles desde joven, para contrariar a sus padres y desafiar las normas en uso, muy consciente del papel de la mujer en el México de la primera mitad del siglo XX: Ninguneada por la religión, sin derecho a la igualdad, al pago por su trabajo, sin la posibilidad de votar.
En un mundo de y para los hombres, “si mis enfermedades me impidieron hacer muchas cosas, ser mujer me impidió muchas más”.
Lo anterior, junto con el reproche de no haber sido nunca reconocida porque “yo era la mujer de Diego, la querida de Diego, la señora de Diego. El pintor era él; yo me divertía dibujando”.
Las reflexiones concluyen con una atajada revanchista: “Algún día, estoy segura, demostraré que soy tan o más importante que Diego Rivera y todos los demás. De mí se hablará más que de ellos. Quiero probar que, si los hombres tienen güevos, las mujeres tenemos ovarios, y que estos son más valiosos. Sin nuestros ovarios nadie existiría en este mundo”.

En el tercer monólogo, dedicado a los temas del amor y el sexo, afirma desde su diván:
“Confieso que he amado, y no que he vivido, como diría Neruda. Y he amado a un solo hombre: a mi Diego, a mi gordo, a mi sapo, a mi todo (…). En muchos de mis cuadros lo dibujo sobre mi frente para decir que es mi guía, mi ojo mágico, mi tercer ojo. Todo es por él, y así fue desde que lo conocí”.
“Dicen que me engañaba. Nunca lo hizo. Engañar es decir cosas falsas y él no las dijo. Sencillamente me avisaba que ese dia se iba a acostar con fulana o con sutana. Me daba gusto por él; conmigo no siempre podía hacer el amor por mis enfermedades. Entonces era justo que lo hiciera con otras”.
“Viejas no le faltaron, pero de ninguna se enamoró… Bueno, creo que de una sí: de María, María Félix, la Doña. De ella sí tuve celos… pero me vengué. Logré que la mujer deseada por todos me deseara a mí”.
El apartado le permite asimismo una disgresión acerca de su lance amatorio de mayor altura: su encuentro con el artífice del comunismo ruso, el perseguido León Trosky.

Durante el Monólogo político detalla su amistad con Tina Modotti porque era fotógrafa, como el padre de Frida, y por su ideología. Ella la llevó las juntas del Partido Comunista, donde se quedó porque “ellos decían luchare por lo que yo creía: igualdad de la mujer, bienestar del pueblo, salud y educación para todo el mundo, trabajo y seguridad… y si para lograr eso había que quitarle un poco a los ricos, pues qué gusto. Todo para todos. Era lo contrario de lo que pensaban los norteamericanos: todo para nosotros, nada para los demás”.
Cabe en este segmento un apunte a su fascinación por Antonio Mella (el célebre activista cubano acribillado en la calle, al lado de la Modotti, que salió indemne) y al cual no pudo hacer suyo. Por lo demás, recuerda que Diego también pertenecía al partido “y lo mismo todos los que tenían valor en México”.
El Monólogo del arte da paso a una protesta legítima: “¡Yo no quiero pintar luchas ajenas; yo quiero pintar mi lucha personal! Conmigo misma, con mi dolor”, proferida contra el Diego que la azuza a que pinte murales, a que pinte al pueblo y sus sufrimientos “como buena comunista”, mientras (inquietante declaración sobre el alcance de las influencias del muralista) le ofrece el muro que ella quiera: la basílica de Guadalupe o el castillo de Chapultepec.
Los dos monólogos finales, uno dedicado a La libertad y la mexicanidad y el último al dolor, tienen líneas y trazos contundentes:
“Lucho por la libertad siendo una mujer que no puede ser libre. Soy libre para escoger a quien amo. Y eso es a él, a Diego Rivera. Tan libre soy, que me divorcié de él cuando se me antojó y volví a casarme con él un año después. Soy libre… hasta para darme en la madre a mí misma”.
Y:
“¿De qué soy dueña yo en este mundo? De nada, excepto de mi dolor. Quiero morirme. Morirme de a deveras. Porque de a mentiras he estado muriéndome toda la vida”.
El trabajo cuenta con una producción discreta y muy bien problematizada: media docena de atuendos propios de Frida penden en el escenario, acotando los espacios para una mesita con fotos y otros objetos y la indispensable silla de ruedas. La actuación de Martha Aura, instalada por completo en el realismo, brinda matices e intensidades con precisión milimétrica y remonta incluso dos brevísimos lapsus que, de hecho, casi ni se notan porque el personaje sigue vivo, de carne y sangre, a despecho de los mínimos deslices.
Una velada cumplidora.