Los perros, del grupo coahuilense La Gaviota

La ronda de la Fatalidad


El Hombre es lo que importa. El Hombre ahí, desnudo bajo la noche y frente al misterio, con su tragedia a cuestas, con su verdadera tragedia, con su única tragedia... la que se alza cuando preguntamos, cuando gritamos en el viento: ¿Quién soy yo?
León Felipe

La noche de San Miguel / a tu ventana toqué. / No te abro, está suelto / el perro de San Miguel
Folia popular canaria

Así ha sido y será siempre. El bien sigue al mal, y viceversa; el uno es la causa del otro. Se engañan quienes creen poder escapar a tales vicisitudes por la fuerza de la oración y del ayuno
Nicolás Maquiavelo

Sombras en medio de las sombras, Manuela y su hija Úrsula aguardan la hora del destino en la noche de San Miguel en una escena de Los perros, de Elena Garro.

Se abre la noche abismal, infinita. Una noche de epifanías en El Veintinueve, ese pueblito perdido en algún punto de la serranía mexicana, donde se conmemora la fiesta de San Miguel, el arcángel patrono local. Es una noche de alegría: la ocasión de pedir las bendiciones del personaje que derrota a las huestes infernales y que –dice la conseja popular– tiene al demonio sometido, en forma de perro, atado a una cadena. Pero también es una noche de zozobras, pues la superstición afirma que, por unas horas, hasta el mediodía de la jornada siguiente, el Perro de San Miguel es libre para hacer cuanto se le antoje.
En esa noche singular, en la que los manes de la Fatalidad tienen a su merced las vidas de los hombres, una madre y su hija verán cerrarse sobre ellas el puño del Destino, el sello de una maldición ancestral: la de ser depredadas por el macho, convertidas en festín para jaurías que arrebatan inocencias, virginidades y vidas, generación tras generación, en un ciclo milenario, interminable.
En la segunda jornada del II Encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, en Morelia, el grupo de teatro La Gaviota, de Coahuila, habló de todo esto con la puesta en escena de una tragedia antológica en la dramaturgia mexicana del Siglo XX: la pieza en un acto Los perros (publicada en 1983 por la UNAM pero muy probablemente gestada a comienzos de los años setenta), de Elena Garro (1916-1998).

Naturalismo fundacional
Si el encuentro Identidades comenzó con una propuesta absolutamente contemporánea (formalmente minimalista, estructuralmente lúdica, actoralmente ágil e inventiva) gracias a la participación del grupo Boliviano La Cueva, el grupo coahuilense La Gaviota, representante de México, ha venido a recordarnos, en esta segunda jornada, la gran vertiente de la que surge el teatro latinoamericano del siglo XX: la del naturalismo, sin el cual nuestra escena continental tal como la conocemos simplemente no existiría.
Los extremos, pues, se han tocado en estos dos primeros días del foro teatral. Origen y destino. He aquí dos trabajos que se miran a través del arco de las décadas y de los estilos que las distinguen, pero reunidas por una misma vocación: la de idear configuraciones que incidan en nuestra manera de comprender la realidad.
Como teatro naturalista, en Los perros cada acto de las protagonistas, cada detalle del ambiente que las rodea en su humilde jacalón, así como todos los pequeños giros y los grandes quebrantos de sus almas, aparecen descritos con fidelidad. El objetivo de este procedimiento es el de invitarnos a mirar la realidad en la que vivimos. A mirarla de veras, porque generalmente, ya por pereza o por rutina, en la vida cotidiana no la advertimos ni la reflexionamos, nos quedamos en sus apariencias. Dicho esto, hay que añadir que el de Elena Garro no es un naturalismo cualquiera, porque las convenciones realistas que surcan sus textos siempre están dialogando con los códigos de una dimensión fantástica (ya onírica, ya mítica, ya mágica) que se nutre de la inquietante sabiduría que subyace a las tradiciones populares mexicanas y, sobre todo, a esa ironía poética tan particular en la dramaturgia de la también autora de relatos como La culpa es de los tlaxcaltecas.

Javier, primo de Úrsula y oráculo de la fatalidad, deja asomarse a sus propios perros al regodearse con el vestido de fiesta de la niña.

Crueldad sin disimulos
Una aportación de Elena Garro en este texto es la de no andarse por las ramas y denunciar en toda su crudeza una realidad que no nos ha abandonado: la violencia de género contra la mujer, la condición de sometimiento en la que sigue viviendo a la luz de un mundo esencialmente patriarcal y, en el caso del mundo latino, intensamente machista. Nadie tiene por qué llamarse a engaño: en muchos lugares de la provincia mexicana la situación descrita en Los perros es literal, tal como la plasma esta obra. En muchos otros ámbitos, entre ellos el urbano cosmopolita de nuestras ciudades, la situación también perdura idéntica; cambian solamente los tonos, los modismos y las estrategias que la arropan, pero el acto esencial de rapiña (física y emocional) es el mismo. Aquí radica la vigencia y la universalidad de este trabajo, y esta es también la razón que lo convierte en un clásico: toca un tema fundamental de lo humano, exhibe una sombra que siempre acecha a nuestro lado.
La anécdota es (o debería ser) bien conocida. En la Noche de San Miguel, Manuela apremia a su hija Úrsula, de apenas 12 años de edad, a que termine de planchar su mejor vestido para bajar al pueblo, a la fiesta del santo patrón. Úrsula, por su lado, sólo manifiesta los intereses propios de la niña que es: disfrutar de la libertad de quien todavía tiene toda su vida por delante.
Pero la inocencia de la pequeña será trágicamente rota por la presencia de su primo Javier (oráculo de un futuro nefasto del que él mismo es cómplice), quien llega y le anuncia que Jerónimo pretende robársela esa misma noche con la ayuda de la pandilla de Los Tejones.
Lo terrible de esta situación es que la historia de Úrsula será la repetición exacta de la historia de su madre: raptada, violada y luego abandonada por un hombre al que nunca amó. La narración que le hace Manuela a su hija de todo esto devela un círculo inmemorial de desdichas, imposible de romper o siquiera de empezar a mitigar.

Oscura recurrencia eterna
Con una maestría desgarradora, la dramaturgia establece una serie de signos ominosos que recurren una y otra vez. Aquí ya no importa lo que haya dicho Baudelaire acerca de que “la fatalidad posee una cierta elasticidad que se suele llamar libertad humana”. Hay sinos que siempre serán adversos, así como hay pesadillas que muerden y arañan nuestros sueños, generación tras generación.
En el caso de Los perros, ¿qué otra cosa es Úrsula sino la reminiscencia de esa princesa desollada que forma parte de las leyendas fundacionales del imperio mexica (y que más tarde encontraría una formulación ritual en el culto a Xipe Totec), surcando las centurias hasta llegar al desahuciado México contemporáneo? Acentuando la fatalidad de tal signo, será recurrente en la obra la presencia de ese guayabo-refugio que, a pesar de todo, no logra salvaguardar al inocente a la hora de las sombras. Será recurrente el ladrido de esos perros centinelas incapaces de contener a esos otros perros que arriban, furtivos, listos para saltar sobre su presa, mientras las fieles mascotas guardan súbito silencio, muertas a machetazos. Será recurrente el sarape para envolver a la víctima y sustraerla del hogar materno, así como las turbias complicidades al seno mismo de la familia de la víctima (el primo Hipólito, en el caso de Manuela; el primo Javier en el caso de Úrsula), junto con la colaboración pandilleril (ora de Los Queditos, ora de Los Tejones).

"¡Qué silencios están los perros! Dios quiera y no les hayan mochado las patas". Manuela con el abandonado ajuar de su hija al cerrar la puesta, una de las tragedias mejor problematizadas de la dramaturgia mexicana del siglo XX.

Aciertos y apuntes
Atento al estilo naturalista y al género trágico de esta pieza, el director Gerardo Moscoso formula, ante todo, una puesta directa y muy atenta a lo sensorial: la olla humea, del comal se desprenden aromas penetrantes, los atuendos de Manuela y Úrsula están desgastados por el uso, mientras que la humildísima casa es reconstruida en todos sus detalles desde una escenografía de caja, tradicional: ahí están las paredes de cartón y láminas, la camita miserable y su colchón contrahecho, el mobiliario desvencijado, la imagen de la Virgen de Guadalupe desde un afiche barato a la cabecera del lecho, las telas que reemplazan a las puertas en los dos accesos a la estancia y escamotean cualquier protectora intimidad. También es valiosa la manera en la que se ha aprovechado el recurso de permitir que el tiempo escénico, ficcional, corra a la par del tiempo real.
Ha habido, pues, una atenta preocupación por la composición escénica y por la composición dramática, pero en este último ámbito es donde la obra no alcanza a convertirse en un modelo de lo que suele llamarse la piéce bien faite porque, aunque las acotaciones son precisas y están bien marcadas, el trabajo actoral (muy esmerado, hay que decirlo, especialmente a la hora de conseguir una indispensable uniformidad de tono, que es lo que lo saca adelante), se mantiene pese a todo en un nivel más bien estudiantil que impide administrar eficientemente el pathos dramático y mantener las tensiones en su cumbre.
No hay reproche aquí. La obra tiene suficiente dignidad como objeto estético y los actores son, precisamente, estudiantes que dan su mejor esfuerzo desde un contexto formativo que vendría a ser una variante de teatro campesino, en cuanto asume su labor escénica desde el enfoque del sociodrama (y desde esta perspectiva el mejor desempeño, sin duda, es el de Nancy Sosa en el papel de Manuela). Pero, como decía Racine, “en la tragedia sólo conmueve lo verosímil” y a los intérpretes, muy particularmente a Henry Serrano, les falta cultivar todavía la sagacidad escénica suficiente para sostener la muy exigente verosimilitud que demanda esta puesta.
Lo único que me parece excesivo y, en tal sentido, cuestionable en esta versión de Los perros (pero esta ya es una opinión mucho más personal), es el uso final de la pista de audio con los ladridos que se transforman en gemidos de agonía. Puedo comprender el recurso como un modo de acentuar la desgracia que hemos presenciado (que en cierta forma procura seguir la manera en que operan las líneas finales de Manuela: “Qué silencios están los perros de mi casa. Quiera Dios y no les hayan mochado las patas”, pues la frase establece por un lado la distancia y la resignación de esa mujer sencilla e indefensa ante una desventura que la supera en todos los ámbitos mientras que, por el otro, su compasión por los perros asesinados es la única forma en que puede verbalizar un dolor tan grande que es impronunciable, el de la pérdida de su única hija). Sin embargo, siento que el recurso sí entra en conflicto con la necesidad final de un silencio denso, que es lo que pide el texto de la madre. La noche está silenciosa. Esto es: vacía, despojada de cualquier esperanza. Tal como aparecen esos ladridos de cierre, pueden ser un recurso emotivamente eficaz ante públicos sencillos, pero también pienso que sobreexplican cuanto ha pasado y deslizan el tono trágico hacia el melodrama.

EN VIDEO

Una breve selección de momentos en Los perros, a cargo del grupo coahuilense La Gaviota.

Una nostalgia apellidada Villamil
Aparte de todo lo anterior, hay un motivo adicional para festejar esta escenificación de Los perros, a cargo del grupo La Gaviota, en Morelia, al seno de este encuentro escénico: Nos ha permitido recordar a algunos de los “de casa” a un realizador que vivió y creó en la capital michoacana durante casi dos décadas, hasta su muerte, acaecida en los años noventa, Rodrigo Villamil.
Fundador del Taller de Investigación y Experimentación Teatral (TIET) e integrante fundador de lo que alguna vez fue la Organización de Teatro Independiente de México (OTIM), Villamil emprendió una viva actividad teatral que le valió hasta un par de premios nacionales a sus puestas en escena.
Es antológica, entre algunos teatreros decanos de la ciudad, su versión de la pieza en un acto Las ruinas de Babilonia (Carlos Olmos, 1979), estrenada aquí en algún momento de los años ochenta. Yo ya no pude verla en 1986, cuando arribé a Morelia; de hecho, conocí a Villamil tres años más tarde y alcancé a ver, como se dice, solamente “la colita” de su genio. Conocí cuatro, probablemente cinco, de sus últimos trabajos: Los perros, El zoológico de cristal y La zorra alevosa y ventajosa, más uno o dos de los que no conservo sino imágenes imprecisas.
Pero para ponderar la elevada estatura escénica de su quehacer me basta recordar, precisamente, su versión de Los perros desde un tratamiento conceptual absolutamente audaz y contemporáneo: su formato de teatro de cámara (casi de teatro arena: la presentó en el teatro Ocampo, hacia 1991 o 1992, instalando al publico sobre el escenario, en sillas plegables dispuestas en tres de los cuatro costados del espacio escénico) y, sobre todo, su sintética y eficaz problematización escénica, que de forma minimalista prescindía de todo, salvo del comal y algunos otros mínimos enseres, para colocar a los personajes de Manuela y Úrsula al centro de un círculo que acotaba sígnicamente el destino cerrado y fatal de las mujeres, y cuya periferia era recorrida lenta y ominosamente por el propio Villamil en el papel de Jerónimo. Es sorprendente confirmar hoy, al paso de los años, una intrepidez para la adaptación escénica tan fecunda como esa. Pero tampoco quiero que se me comprenda mal. Este comentario no intenta en absoluto establecer alguna comparación con el trabajo, por completo pertinente, de La Gaviota y su correcta versión naturalista del texto de Garro. Es sólo que la nostalgia ha sido inevitable y quién sabe si alguna vez alguien recupere para la memoria a un personaje tan indispensable como Rodrigo.