Cine y Revolución en Morelia

Memoria y movimiento


El Fernando de Fuentes que nos legó dos de las mayores obras del cine mexicano como forma de pensamiento (El compadre Mendoza de 1933, y ¡Vámonos con Pancho Villa! de 1935), fue también el artífice de la más perfecta fórmula nacional del cine de entretenimiento, es decir, del cine que nos distrae de la realidad: Allá en el Rancho Grande (1935), que sentó un modelo y, en varios sentidos, parió a nuestra industria fílmica. A partir de la cinta protagonizada por Tito Guízar, René Cardona y Esther Fernández, las exitosas comedias rancheras del periodo se ocuparon de imponer la idea de que los únicos conflictos del mundo rural mexicano consistían en cantar canciones y enamorar muchachas.
Y aunque plantearlo así no es totalmente justo para De Fuentes, quien fue un genio, su caso es útil para poner en perspectiva las facetas del Cine de la Revolución en México, que en un amplísimo arco que va de La banda del automóvil gris (Rosas Moreno, 1919) a Zapata, el sueño del héroe (Arau, 2006), ensayó y configuró miradas inéditas en pos de identidad, pero también de estereotipos; en pos de valores, pero también de visiones idealizadas y llenas de glamur. Ha sido este un cine que colaboró activamente en el proceso de construcción de una identidad para la nación que estaba surgiendo con el siglo XX, al aportarle tanto mitos y paradigmas, como críticas y disimulos.

La prolija producción de películas que de una u otra forma aluden al tema de la Revolución Mexicana, y que ha de andar rondando los seiscientos títulos, hace pensar que sería imposible una exposición que diera cuenta razonable de esa riqueza o, por lo menos, de las trayectorias a las que apuntan, temática o estilísticamente, muchos de esos filmes.
A despecho de la incredulidad, el Instituto Michoacano de Cinematografía (Imcine), logró lo que parecía imposible al articular una exposición temática absolutamente imprescindible que abrió sus puertas en Morelia este fin de semana: Cine y Revolución.
La magna colectiva, que reúne unos 250 títulos, llegó a la capital michoacana luego de una primera temporada en la ciudad de México, en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, y se aloja en la planta alta del Centro Cultural Clavijero.


Integrada por seis salas temáticas, una sala de proyecciones y un Centro de Documentación que le da acceso al visitante a recursos virtuales y digitales que amplían aspectos de la muestra, Cine y Revolución es mucho más que un mero recuento de stills y de escenas o de tomas del cine mexicano. Es una exposición que problematiza los contenidos de la memoria, que atisba los orígenes del México posrevolucionario y que nos comparte aquello que persevera más allá de los desastres naturales y morales, más allá de las ruinas políticas y económicas; aquello que sigue respirando en las reconfiguraciones sociales y culturales de un México que es, al mismo tiempo, muy parecido y muy distinto a aquel país que, tratando de sacudirse las injusticias y desigualdades del portiriato, le dio una violenta y apasionada bienvenida al siglo XX.



Constituida a partir de unos 400 elementos, entre fragmentos de filmes, pósters, stills, equipo de filmación, utilería y parafernalia, Cine y Revolución es el fruto de una investigación de casi dos años, en la que de acuerdo a los organizadores se revisaron y registraron alrededor de 3 mil fotografías, 5 mil fotogramas, unas mil 300 secuencias de películas, 130 carteles, 200 fotomontajes, 50 registros sonoros, discografía, decenas de vestuarios, equipos de filmación, utilería, armas, libros, periódicos, revistas, guiones, reportes técnicos, álbumes, dibujos y bocetos, todo ello conservado, principalmente, en los acervos del IMCINE, de la Filmoteca de la UNAM, de la Fundación Televisa y de la Fundación Carmen Toscano, así como en numerosas colecciones públicas y privadas.
El resultado es una concentrada y deslumbrante reflexión acerca de los imaginarios, mitos y testimonios que han entretejido la identidad del México del siglo pasado, cuyos ecos alcanzan nuestro momento y ponen en perspectiva el México de hoy, el que le está dando a su vez la bienvenida al tercer milenio.


La mexicana fue la primera revolución del Siglo XX en ser filmada. Sus acontecimientos y consecuencias fueron la materia prima para el desarrollo de los primeros cineastas mexicanos (entre ellos Salvador Toscano, Jesús Hermenegildo Abitia, los hermanos Alva y Enrique Rosas), entregados a producir vistas, reportes noticiosos e incluso películas de propaganda. Mucho más tarde, hacia los años treinta, ya consolidado el nuevo régimen, la Revolución se convirtió en un tema natural para los cineastas y argumentistas que se desenvolvieron dentro del cine industrial. Fue entonces cuando comenzó la multiplicación de los filmes de ficción de tema o atmósferas revolucionarias.
Al seno de tales atmósferas, los realizadores narraron dramas amorosos o tragedias épicas, melodramas didácticos o estampas focloristas. El abanico pasa, entre otras estaciones significativas, por Flor Silvestre (1943) de Emilio Fernández, La Escondida (1955) de Roberto Gavaldón, La Cucaracha (1958) de Ismael Rodríguez, Juana Gallo de Miguel Zacarías (1959), La Sombra del Caudillo (1960) de Julio Bracho, La Soldadera (1965) de José Bolaños, Emiliano Zapata (1970) de Felipe Cazals, Reed, México Insurgente (1973) de Paul Leduc, o Los de abajo (1978) de Servando González, en las que aparecen caudillos como Pancho Villa y a través de las cuales se consolidaron las estrellas de nuestra época de oro, entre ellas Pedro Armendáriz, María Félix, Jorge Negrete y Antonio Aguilar.


De todo esto se ocupa la exposición Cine y Revolución, que es resultado de la iniciativa del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Instituto Mexicano de Cinematografía, así como de la Filmoteca de la UNAM, la Fundación Televisa, la Fundación Carmen Toscano y el Gobierno del Estado de Zacatecas.
Sin embargo, lo más celebrable de esta magna muestra es su vocación restitutiva de una memoria.
Esto es importante
Solemos creer que el pasado está muerto, pero eso no es así. Desde luego, el pasado ya no puede modificarse; no cambia. Es lo que fue. Pero eso no significa que no esté vivo. Si el pasado estuviera realmente muerto, simplemente no tendríamos tradiciones, ni memoria, ni historia. Mucho menos eso que llamamos “acervos culturales”.
Nuestra relación con el mundo depende en enorme medida de la memoria, pues la memoria no es meramente un atributo por el cual “conservamos el pasado”. En realidad, la memoria es una permanente respuesta al presente, al aquí y ahora. Mucho de lo que debemos aprender en nuestras vidas se encuentra en el pasado, sí, pero está allí esperando la oportunidad de actuar, de ejercer su acción sobre nosotros. El pasado se mantiene esperando la oportunidad de ser futuro. Y sólo para establecer esa conexión existe la memoria.


El proceso por el cual los hombres nos creamos permanentemente a nosotros mismos es la historia. Una tradición, cuando existe, sólo vale la pena por lo que puede comunicarle al presente. Este es, me parece, el mayor acierto de Cine y Revolución. Le da al visitante la privilegiada oportunidad de buscar permanentes respuestas al presente a partir de una memoria crítica y sentimental que es un patrimonio colectivo. No se la pierdan.

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