Mi universo en minúsculas / Hatuey Viveros

Luces de la ciudad



En busca de su padre y de los recuerdos de su primera infancia, la veinteañera enfermera catalana Aina arriba a la Ciudad de México, procedente de Europa, y comienza la azarosa búsqueda de una dirección: el número 37 de la calle Juárez. Es el único dato que posee para dar con el posible paradero de su progenitor, escrito al reverso de una vieja foto.
Así comienza el muy aceptable drama Mi universo en minúsculas, debut en largometraje del realizador Huatey Viveros, egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC), el cual se proyectó casi en la recta final de la sección de Largometraje mexicano en competencia dentro del Festival Internacional de Cine de Morelia.
Lo primero que cautiva en este filme es la desmesura de la hazaña que pretende cumplir el personaje de Aina. He consultado la Guía Roji en la internet; el criterio de búsqueda “calle Juárez” para el DF y su área conurbada arroja 1,328 resultados. Así pues, ¿cómo dar con una nostalgia, con un fantasma o con un recuerdo en ese laberinto gris, tan monstruoso y fascinante?
Eventualmente, Aina no dará con su padre ausente, pero lo interesante es que va a encontrar en esta ciudad tan riesgosa y desconocida para ella es algo casi tan improbable como lo habría sido aquel hallazgo. Va a descubrir / construir complicidades, camaradería, fraternidad y confianza. Fe en lo Porvenir.
Y es que, despojada de su mochila de viaje y de todos sus documentos por un anónimo ladrón callejero cuando apenas promedia su segundo día en la capital mexicana, Aina queda súbitamente abandonada a sus propias fuerzas. Pero el azar la pone en manos de Josefina: una madura mesera de café que le tiende la mano y la aloja en su casa, donde ha quedado libre la habitación de su hijo. A través de Josefina, Aina conoce a la anciana Elba y el resto del filme va detallando la manera en la que estas tres mujeres solitarias y pertenecientes a tres generaciones muy distintas se abren paso en medio de una ciudad de tantos contrastes como la capital de México.
Trazado de este modo, el filme Mi universo en minúsculas tiene una virtud que no es menor: luminosidad. Y el acierto del todavía muy joven pero hábil Huatey Viveros es que consigue imprimirle una absoluta credibilidad a esta nota luminosa, a pesar del sombrío país en el que vivimos. Es decir: es capaz de contarnos una historia de solidaridad y camaradería sin que ese tema parezca estúpido o ridículo sino, por el contrario, auténtico y necesario. Para mí, este es el mayor triunfo de un filme que habla de pérdidas y decepciones, pero también de lealtades genuinas.
Si se explora el asunto desde otro ángulo, los resultados siguen siendo halagüeños. En más de un sentido, la verdadera búsqueda de Aina tiene qué ver con el desciframiento de su propio lugar en el mundo. Las pesquisas en pos de un padre ausente no son sino la manera en que el personaje concreta esa necesidad de dilucidar quién es ella y cómo puede relacionarse con cuanto la rodea. De aquí la importancia de todas las pequeñas estampas de vida en las que Aina aprende a dialogar con una ciudad que, al comienzo, le es absolutamente extraña y de la cual no tendría por qué esperar nada.
La crónica de sus hallazgos, de los personajes que ingresan a su ámbito personal y de las relaciones que se van tejiendo a ese compás, no es sino el relato de una vida que encuentra los nortes para ir construyendo su propia historia.
Por otro lado, durante la conferencia de prensa, el joven cine realizador formuló un jocoso apunte que explica bien el por qué de filmes como este, con personajes que emprenden pequeños o grandes viajes en pos de alguna respuesta. No es que el cineasta haya encontrado el “hilo negro”, desde luego, pero lo que sí es cierto es que el realizador comprende el asunto “con toda su masa”, hasta el tuétano de sus huesos.
“Hay entre los directores de mi generación –dijo, como se puede ver en el video, más abajo– esta idea de personajes que buscan. Creo que hemos inventado un género: el del personaje que camina y siente. Hay muchas películas de directores de mi generación que se tratan de esto, de personajes que caminan y buscan. Me parece que eso tiene que ver con el reflejo de una generación que busca sentido, identidad”.
En cuanto a lo demás, es un placer ver en plena forma a una mujer tan significativa para el teatro mexicano de los años cincuenta del Siglo XX como Tara Parra, quien debutó en el emblemático programa Poesía en Voz Alta y poco más tarde encarnó a Crisotemis en la Elektra de hace tantos años, en dirección de Diego de Mesa: una puesta inolvidable, entre otras cosas, por la audaz escenografía del maestro Juan Soriano.
Un placer similar despierta la siempre cálida y risueña Diana Bracho y la presencia fresca y profesional de Aida Folch. Un buen debut para Huatey Viveros.

Conferencia de prensa
Paraísos artificiales / Yulene Olaizola

Fraternidades naturales

“No comprendo por qué el hombre racional y espiritual se sirve
de medios artificiales
para llegar a la beatitud poética, ya que el
entusiasmo y la voluntad bastan para elevarlo a una existencia
supernatural. Los grandes poetas, los filósofos y profetas son

seres que por el puro y libre ejercicio de la voluntad consiguen
llegar a un estado
en el que son a la vez causa y efecto, sujeto
y objeto, hipnotizador y sonámbulo”.

Charles Baudelaire
Los Paraísos Artificiales



Con un ludismo austero (pero ludismo al fin) Paraísos artificiales (Yulene Olaizola, 2011) pendulea entre las estructuras del documental y las del relato ficcional. La cinta, inscrita dentro de la competencia oficial del Festival Internacional de Cine, recupera un título muy familiar que, además, fundó un cliché: el del célebre ensayo baudelariano de 1860 dedicado a las singularidades del vino, la marihuana y el hachís.
La correspondencia no es casual, ya que los dos personajes del filme son adictos y, desde tal perspectiva, son capaces de comprenderse mutuamente, a pesar de que sean radicalmente diferentes en todo lo demás.
Luisa, por ejemplo, es una joven veinteañera y cosmopolita que, adicta a la heroína y en un intento por romper con esa dependencia, arriba a las selváticas playas de Jicacal, en la reserva de Los Tuxtla, en el sur veracruzano, en pos de ese tipo de soledad en la que uno puede ser más uno mismo y buscar respuestas. Salomón, en cambio, es un lugareño ya sexagenario que se gana la vida desarrollando distintas actividades y que acepta sin grandes conflictos su adicción a la marihuana.
La anécdota es mínima: Luisa y Salomón se conocen y el filme documenta su convivencia de varios días, a través de los cuales comparten vulnerabilidades y hallazgos que desembocan en una fraternidad que es, al mismo tiempo, distante y profunda.
Paraísos artificiales es, pues, un filme de contrastes. El más significativo es extra cinematográfico: Luisa es un personaje de ficción (construido por la actriz Luisa Pardo), en tanto que don Salomón Hernández simplemente se interpreta a sí mismo. La tensión que genera esto es sin duda el elemento más interesante de una película que establece su estilo visual y narrativo a partir de secuencias de largo aliento, habitadas a su vez por otros contrastes y matices.
Uno de los más afortunados tiene que ver con las atmósferas un tanto desahuciadas que la realizadora sabe captar, pero sin arrebatarle un ápice de su gloriosa exuberancia, a los espectaculares paisajes de Los Tuxtla: he allí un universo literalmente edénico, pero preñado de melancolía.
No he tenido, hasta ahora, la oportunidad de conocer el filme anterior de Olaizola, Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo, realizado en 2008 y presente en una edición previa del FICM, pero en la sección documental. Sin embargo, hay una cautivante ambigüedad en la permanente vocación de Paraísos artificiales por explorar escenarios frondosos y mundos interiores despojados, soledades que se comparten y discretas camaraderías que aligeran culpas y desafíos, aunque también permanezcan distantes, como en sordina, pertenecientes a tiempos y mundos distintos.
En este último sentido, ver el filme de Olaizola me ha despertado una sensación que no sentía desde mi lectura juvenil de Crónicas marcianas (Ray Bradbury, 1950), y lo digo como un elogio. El encuentro entre Luisa y Salomón me ha recordado intensamente a Tomás Gómez y Muhe Ca, los personajes del relato Encuentro nocturno, a la vez tan cercanos y tan distantes, separados no por la geografía, sino por algo más definitivo: el tiempo.
Releyendo el clásico de Bradbury, me topo con este párrafo:
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
Por lo demás, no dejo pasar de largo que, más allá del explícito asunto de la farmacodependencia, Paraísos artificiales termina ocupándose más bien de la posibilidad de reconocer y aceptar a los otros, por distintos que sean de nosotros mismos. Es la crónica de un encuentro, digamos, muy natural, y cuya belleza es la de consumar esa fraternidad por encima de todas las barreras culturales, generacionales y clasistas que nos imponen otros paraísos artificiales, tan adictivos como las drogas pero menos obvios y, por tal motivo, más incisivos.

Paraísos Artificiales / Conferencia de prensa