Paraísos artificiales / Yulene Olaizola

Fraternidades naturales

“No comprendo por qué el hombre racional y espiritual se sirve
de medios artificiales
para llegar a la beatitud poética, ya que el
entusiasmo y la voluntad bastan para elevarlo a una existencia
supernatural. Los grandes poetas, los filósofos y profetas son

seres que por el puro y libre ejercicio de la voluntad consiguen
llegar a un estado
en el que son a la vez causa y efecto, sujeto
y objeto, hipnotizador y sonámbulo”.

Charles Baudelaire
Los Paraísos Artificiales



Con un ludismo austero (pero ludismo al fin) Paraísos artificiales (Yulene Olaizola, 2011) pendulea entre las estructuras del documental y las del relato ficcional. La cinta, inscrita dentro de la competencia oficial del Festival Internacional de Cine, recupera un título muy familiar que, además, fundó un cliché: el del célebre ensayo baudelariano de 1860 dedicado a las singularidades del vino, la marihuana y el hachís.
La correspondencia no es casual, ya que los dos personajes del filme son adictos y, desde tal perspectiva, son capaces de comprenderse mutuamente, a pesar de que sean radicalmente diferentes en todo lo demás.
Luisa, por ejemplo, es una joven veinteañera y cosmopolita que, adicta a la heroína y en un intento por romper con esa dependencia, arriba a las selváticas playas de Jicacal, en la reserva de Los Tuxtla, en el sur veracruzano, en pos de ese tipo de soledad en la que uno puede ser más uno mismo y buscar respuestas. Salomón, en cambio, es un lugareño ya sexagenario que se gana la vida desarrollando distintas actividades y que acepta sin grandes conflictos su adicción a la marihuana.
La anécdota es mínima: Luisa y Salomón se conocen y el filme documenta su convivencia de varios días, a través de los cuales comparten vulnerabilidades y hallazgos que desembocan en una fraternidad que es, al mismo tiempo, distante y profunda.
Paraísos artificiales es, pues, un filme de contrastes. El más significativo es extra cinematográfico: Luisa es un personaje de ficción (construido por la actriz Luisa Pardo), en tanto que don Salomón Hernández simplemente se interpreta a sí mismo. La tensión que genera esto es sin duda el elemento más interesante de una película que establece su estilo visual y narrativo a partir de secuencias de largo aliento, habitadas a su vez por otros contrastes y matices.
Uno de los más afortunados tiene que ver con las atmósferas un tanto desahuciadas que la realizadora sabe captar, pero sin arrebatarle un ápice de su gloriosa exuberancia, a los espectaculares paisajes de Los Tuxtla: he allí un universo literalmente edénico, pero preñado de melancolía.
No he tenido, hasta ahora, la oportunidad de conocer el filme anterior de Olaizola, Intimidades de Shakespeare y Victor Hugo, realizado en 2008 y presente en una edición previa del FICM, pero en la sección documental. Sin embargo, hay una cautivante ambigüedad en la permanente vocación de Paraísos artificiales por explorar escenarios frondosos y mundos interiores despojados, soledades que se comparten y discretas camaraderías que aligeran culpas y desafíos, aunque también permanezcan distantes, como en sordina, pertenecientes a tiempos y mundos distintos.
En este último sentido, ver el filme de Olaizola me ha despertado una sensación que no sentía desde mi lectura juvenil de Crónicas marcianas (Ray Bradbury, 1950), y lo digo como un elogio. El encuentro entre Luisa y Salomón me ha recordado intensamente a Tomás Gómez y Muhe Ca, los personajes del relato Encuentro nocturno, a la vez tan cercanos y tan distantes, separados no por la geografía, sino por algo más definitivo: el tiempo.
Releyendo el clásico de Bradbury, me topo con este párrafo:
Esta noche había en el aire un olor a tiempo. Tomás sonrió. ¿Qué olor tenía el tiempo? El olor del polvo, los relojes, la gente. ¿Y qué sonido tenía el tiempo? Un sonido de agua en una cueva, y una voz muy triste y unas gotas sucias que caen sobre cajas vacías y un sonido de lluvia. Y aún más, ¿a qué se parecía el tiempo? A la nieve que cae calladamente en una habitación oscura, a una película muda en un cine muy viejo, a cien millones de rostros que descienden como esos globitos de Año Nuevo, que descienden y descienden en la nada. Eso era el tiempo, su sonido, su olor. Y esta noche (y Tomás sacó una mano fuera de la camioneta), esta noche casi se podía tocar el tiempo.
Por lo demás, no dejo pasar de largo que, más allá del explícito asunto de la farmacodependencia, Paraísos artificiales termina ocupándose más bien de la posibilidad de reconocer y aceptar a los otros, por distintos que sean de nosotros mismos. Es la crónica de un encuentro, digamos, muy natural, y cuya belleza es la de consumar esa fraternidad por encima de todas las barreras culturales, generacionales y clasistas que nos imponen otros paraísos artificiales, tan adictivos como las drogas pero menos obvios y, por tal motivo, más incisivos.

Paraísos Artificiales / Conferencia de prensa

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