Round de sombras

Amar tanto o la cruel

destrucción del otro


¡Qué poca diferencia hay entre dos hombres! Ambos coinciden siempre en el mismo propósito: destruir.
Henry Ward Beecher

Y morirme contigo si te matas
y matarme contigo si te mueres.
Porque el amor, cuando no muere, mata.
Porque amores que matan, nunca mueren.
Contigo / Joaquín Sabina

"¿Para qué quieres seguir? ¿Para cobrarte que nunca te quise?": el personaje de Lucía a Andrés en una escena de Round de sombras.

La historia de los grandes amores no suele terminar con el meloso “y fueron felices para siempre” que predican ciertos cuentos de hadas. Al contrario, los “amores desgraciados” surcan la experiencia sentimental de todas las culturas y aparecen en todas las épocas.
Hoy, nuestro tiempo y nuestro lugar son particularmente fecundos para distintas formas de la alevosía amorosa. Mucho tiene que ver el temperamento latino y la tradición de fuertes arraigos machistas que definen a nuestra cultura. De aquí la vigencia de un ejercicio como Round de sombras (Carmina Narro, 1996), con el que Ramsés Figueroa presentó su examen para la materia de Dirección II, en la licenciatura de Teatro de la EPBA. La obra hizo una corta temporada (estudiantil, intramuros) hace un mes, pero este domingo participó en la Muestra Estatal de Teatro y podría conseguir una temporada de presentación abierta al público.

Amor y duelos de poder
Recién separados, el bioquímico Andrés Belaunzarán (David Hurtado, correcto) y la ejecutiva bursátil Julia (Aidet Fuentes Mapourmé, notable) se reúnen una noche en la casa que compartieron. Él la ha invitado a cenar y durante el encuentro se muestra obsequioso, atento: busca una reconciliación. Ella, en cambio, se resguarda detrás de una calculada armadura de frialdad y sarcasmo por la que resbalan los intentos de Andrés en pos de empatía.
La cena se desarrolla con intensidad, entre diálogos que transitan activamente de las confidencias al enfrentamiento y al reproche mutuo. A través de ellos podemos reconstruir la historia de los personajes y, sobre todo, la naturaleza del momento que están compartiendo: una vez perdido el amor y con las heridas frescas y abiertas, no queda más que revolcarse entre los escombros de la intriga, el entredevoramiento mutuo y la desidealización.
Así: agria, irónica, de momentos dolorosos y un final contundente, Round de sombras hace de sus dos protagonistas ejemplares perfectos para la vivisección del desencanto, de los egoísmos, de los celos y de la culpa, pero sobre todo, permite la vivisección del amor como un duelo de poder.
Y en ese duelo cada uno de los enamorados, en nombre del amor, buscará (y logrará) la cruel destrucción del otro.

Del lobo al cordero
Hay veces en que aventurarse significa desventurarse más. A los dos personajes de Round de sombras les ocurre precisamente esto. Una vez asumido el amor como juego de poder, no puede sino conducirlos al abismo. Deberían detenerse, pero no pueden.
Por principio, una dramaturgia atenta y filosa define ágilmente a los personajes: estamos ante la mujer dominante y el varón sumiso.
Julia es autosuficiente, soberbia, fría y muy desenvuelta. No en balde trabaja para una firma bursátil: es la ejecutiva treintañera, guapa y exitosa, que toma decisiones y que procura planificar cada aspecto de su vida. Andrés, en cambio, es un laboratorista esencialmente introvertido y algo ratonil que carece de todo lo que Julia posee: carisma, aplomo y habilidad social. Es el nerd por excelencia, cuyo único atributo aparente es un sentido del humor más o menos sombrío (“a veces creo que sólo te casaste conmigo porque te hago reír”). Si parejas como esta no fueran habituales en la vida cotidiana, uno se preguntaría cómo es que dos personajes tan distintos han podido hacer una vida en común.
La contradicción es la causa de su desastre, evidentemente. Andrés es un hombre demasiado opaco y amorfo para una mujer del temple emprendedor de Julia. A su vez, ella es demasiado cínica y liberal para un hombre como Andrés (“No soy sociable porque no necesito a la gente. Tu necesitas a la gente porque tienes que andar por la vida rodeada de espejos para verte todo el tiempo”).
Sin embargo, es en este punto clave donde la dramaturgia establece la más perturbadora vuelta de tuerca de todo el trabajo.
En efecto: si en cierto sentido Julia es como una loba y Andrés como un cordero, la sinaloense Carmina Narro ha llevado la situación de los personajes a un punto extremo para mostrarnos que hasta un lobo tiene dentro de sí su oculta cuota de cordero, y cómo hasta una oveja puede esconder colmillos y garras afilados debajo de su dócil estampa. ¿Parece una alteración del orden natural? Lo es. De allí el horror que despierta. Valga recordar aquí, a propósito de esto, que algo similar habíamos visto en Morelia, en los años noventa, en los personajes de Peter y Jerry de La historia del zoológico (Edward Albee, 1958 en versión del grupo "Theomay"). Como sea, lo espeluznante en Round de sombras es ser testigos de esta transformación que, en el último momento, revela a Julia como la víctima y a Andrés como verdugo.

Con un tratamiento naturalista, la puesta revisa al amor como un duelo de poder en el que los personajes se destruyen mutuamente.

Enjaulados sin salida
Hay que añadir que esta solución no es tramposa (alguien lo comentaba al salir de la función y no comparto ese punto de vista). La situación ya estaba totalmente prefigurada desde uno de los diálogos más tempranos de Andrés, cuando le explica a Julia que no atendió su llamada telefónica previa, cuando él estaba en el laboratorio, porque estaba ocupado acariciando a sus ratas blancas: “Es que estaba con mis ratas -le dice-. Con mis ratitas. Las ratitas sienten cuando las vas a matar, así que tienes que acariciarlas; que sientan que las quieres antes de abrirles sus pancitas. ¡Carajo! Trabajo con ellas. ¿Cómo no las voy a querer? Lloro mucho cuando les abro la cabeza y sus ojos… sus ojitos…”. Tácitamente está revelando el verdadero contexto de la cena.
Más adelante vendrán otros signos ominosos que preparan el desenlace: el frasco de ácido colocado sobre la mesa; la angustiosa imagen de esos roedores de laboratorio que, corriendo en sus ruedas, creen que van a alguna parte cuando la verdad es que están enjaulados, condenados para siempre; la cada vez más evidente máscara de neutralidad de Andrés, soportando las alevosías verbales de Julia y calculando el momento justo para someterla, aplicarle el trapo con cloroformo y lanzarle el ácido al rostro.

Bienvenida a otro Infierno
Nada tan terrible como los amores destructivos. Y Carmina Narro toca fondo con este ejercicio. Bajo los dulces compases del clásico A mi manera (Frank Sinatra, 1969), Andrés acaba con el arma más poderosa de Julia: su belleza. Tras arrojarle el líquido a la cara y acudir a abrazarla protectoramente, le espeta: “¡Tienes que entender que, estando así, yo soy el único que puede quererte todavía!”
La frase es irrebatible y en esta línea particular, la obra lleva la crueldad al virtuosismo. ¿Sólo podemos poseer la belleza cuando la destruimos? Es la victoria más pírrica de todas, pero cosas peores ocurren cuando el amor enferma y su único objetivo es anular y someter al otro.
En todo caso, la perspectiva que se abre ante estos dos personajes torturados parece peor que la de la muerte. Si su matrimonio ya había sido un infierno, como se infiere de todo cuando han dicho, ¿qué les espera ahora?
Como si fueran personajes salidos de Luna Amarga (Polansky, 1992, que llevaba al límite la situación de una novela original de Pascal Bruckner), lo que les aguarda a Julia y Andrés es otro infierno más íntimo, privado, donde podrán dejarse devorar a gusto por esa espiral sado-masoca que conduce siempre a la locura o a desenlaces todavía más macabros. Lo que acabamos de ver no ha hecho sino empezar.

Cumplido naturalismo
Concebido como un trabajo para aprobar la materia de dirección en el octavo semestre de la licenciatura de teatro, el grupo Silencio Teatro, conformado por alumnos de la Escuela Popular de Bellas Artes, ha resuelto este texto con eficacia. Lo que nos han ofrecido es un teatro estudiantil absolutamente profesional, esto es: apasionado, responsable, inteligente y veraz.
La puesta del grupo es una pieza redonda en sus aspiraciones naturalistas, de una gran veracidad escénica, incluso en escenas tan difíciles como la del bofetón que Julia le propina a Andrés.
También importa tener en cuenta que se trata de un trabajo muy atento a su realidad, que toma una dramaturgia nacional y aborda un tema que no es en absoluto ajeno o extraño, sino común, asequible a cualquier público.
En términos de actuación el aplauso es para Aidet Fuentes Mapourmé, quien logra una potente caracterización. Por su parte, David Hurtado aparece correcto, pero sin proyectarle aún a su personaje las complejidades que alcanza su colega. Vale. Hay, de todos modos, suficiente simetría entre los dos personajes para convencer y conmover y no hay que olvidar que los dos actores han afrontado una experiencia particularmente difícil porque tanto la dramaturgia como el concepto de la puesta en sí (como teatro arena, muy cerca del público) están pensados para que todo el peso del trabajo recaiga en los personajes. Es un teatro de actores.
Como director, Ramsés Figueroa resuelve con limpieza y sencillez, dos atributos que nunca serán lo suficientemente festejados. Establece la mesa de la cena como centro de gravedad del espacio, con una tenue lámpara pendiendo al centro y flanquea el espacio escénico como un ring de boxeo cuyas cuerdas son en realidad cintas amarillas de las que emplea la policía para acordonar el lugar de un crimen.

La "segunda vuelta"

Originalmente, este trabajo dura unos treinta minutos (otro acierto, pues la economía de tiempo queda al servicio de la intensidad de los contenidos. Además, no debe olvidarse que Round de sombras es apenas una de las tres piezas del tríptico Químicos para el amor, de la misma dramaturga).
Pero para participar en la Muestra, que solicita trabajos de una duración mínima de 50 minutos, el equipo optó por elaborar, a modo de experimento, una “segunda vuelta” repitiendo la pieza, pero invirtiendo los roles de los personajes (Julia es la laboratorista introvertida que invita a cenar a Andrés, el empleado bursátil y es ella la que finalmente desfigura el rostro de su compañero).
La idea, surgida al amparo del taller de dirección impartido hace unas semanas en Morelia, dentro de las actividades previas de la muestra, es buena, ya que pone en perspectiva el rol de cada personaje y, sobre todo, introduce una variante para calibrar las reacciones del público ante una tipología femenina distinta. Sin embargo, el experimento indudablemente necesita madurar.

EN VIDEO; Dos fragmentos de Round de sombras.

La hija de Rappaccini

Inocencia envenenada


La belleza no es sino el comienzo de lo terrible. Lo que somos apenas capaces de soportar. Lo que sólo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Elegías de Duino (Elegía I) / Rainier María Rilke, 1922

No me atrevo a ofrecer lo que deseo dar,
y menos a tomar lo que perder me mataría.
Miranda en La Tempestad (Acto III, escena 1) / William Shakespeare, 1611

Y en una tarde triste de los más dulces días,
la Muerte, la celosa, por ver si me querías,
como a una margarita de amor te deshojó.
Margarita (fragmento) / Rubén Darío, 1893

El tiempo del Ser no tiene principio ni fin.
Por eso el nacimiento y la muerte de los mundos no se detienen nunca.

Vishnu Purana, Libro I, capítulo 1, versos 18-19 / Atribuido a rishi Vyasa, Siglo II antes de Cristo

Ana Teresa Zayas Chavira interpreta a Beatriz en La hija de Rappaccini.

Gallardamente adolescente en su espíritu, provocado-ramente subversiva en su tema e irritantemente amateur en sus actuaciones, La hija de Rappaccini (Octavio Paz, 1956, en dirección de José Refugio García) se presentó en la muestra ayer, domingo, pero tuvo una primera temporada del 16 de enero al 1 de febrero en el teatro Stella Inda, del IMSS: fue la obra que abrió el telón teatral de 2009 en Morelia y por eso le dedico una atención especial. No es una atención gratuita. Se trata de uno de nuestros clásicos nacionales menos conocidos y merece el esfuerzo.
El único acto de la pieza consta de un prólogo, nueve escenas y epílogo, y narra el amor imposible entre Juan, un estudiante napolitano que llega a Padua, y Beatriz, la bella y enigmática hija del doctor Rappaccini, quien es un genio botánico empeñado en darle atributos inéditos al mundo vegetal. A partir aquí, la historia replantea uno de los estereotipos más inquietantes de nuestras culturas patriarcales: la femme fatal, la “vampiresa”, la mujer-monstruo. Es decir: la devoradora de hombres.

De lo cósmico a lo humano
Un sentido trascendente abraza a esta puesta gracias a una aparición mítica, cuyas reflexiones abren, acompañan y cierran la obra. El personaje del Mensajero en la dra-maturgia de Octavio Paz ha sido caracterizado aquí por José Refugio García como Kali: la diosa-madre hindú cuya dualidad sostiene al universo a través de un permanente ciclo de creaciones y aniquilamientos.
“Mi alma es transparente –dice el personaje, que ya no aparece oscuro como en la tradición veda, sino en coloridos atuendos, como un lúdico arlequín–: Si os asomáis a ella, en su fondo no encontraréis nada que sea mío. Nada, excepto la imagen de vuestro deseo, que hasta entonces ignorábais”.
En esta calidad de espejo místico, Kali (Yareli Muñoz) muestra al público varios arquetipos, algunos extraídos del tarot de Marsella (la Estrella, el Ermitaño, los Amantes, un juglar…) que revelan a cada personaje de la obra. Kali acentúa así el sentido alegórico de lo que vamos a ver.
La hija de Rappaccini, pues, no será un mero relato de amour fou a la francesa, donde los manes del amor son adversos a los protagonistas, sino una reflexión ética y trágica acerca de la mujer y del amor.

Eros Alexis Otega encarna al doctor Rappaccini en la versión de la compañía moreliana Espacio Escénico.

Romance fatal
La hija de Rappaccini abre con el joven Juan (Yazman Pulido en la puesta original, relevado ayer por Said A. Soberanes Benítez), quien llega a Padua a estudiar Leyes. Al alojarse en una modesta posada, Juan elude los lances de la madura ama de llaves Isabel (Yareli Muñoz en doble papel) y domina su miedo ante la lóbrega perspectiva de estar solo en una ciudad ajena, para lo cual parodia con humor a dos clásicos: Drácula (Stoker, 1897) y Nosferatu (Murnau, 1922).
Desde el balcón de su cuarto Juan también descubre el exótico jardín de su vecino, Rappaccini (Eros Alexis Ortega), quien se deleita con sus singulares creaciones.
“¡Ah! Te ruborizas, pero estás bien armada”, le dice Rappaccini a una de sus flores en tanto Juan lo espía. La frase valdría para describir a cualquier rosa y sus espinas, pero pronto notaremos que la flor de Rappaccini es singularmente letal: “Si alguien te rozara –añade el científico–, pronto vería su piel cubierta por una rica vegetación de manchas azules”.
Al modo de Fausto (Goethe, 1808) o del doctor Víctor Frankenstein de El moderno Prometeo (Shelley, 1817), Rappaccini tiene una insaciable pasión por lo Infinito y gracias a su genio ha podido tocar lo prohibido. Como todo personaje fáustico, sus motivos son nobles, pero las consecuencias de sus actos son terribles: conmovido por la delicada belleza de las flores, Rappaccini ha usado su ciencia para darle armas a lo que antes era frágil: ha creado flores indómitas, bellezas ponzoñosas “más fuertes que la vida”.
Al espiar a Rappaccini, Juan ve por primera vez a Beatriz (Ana Teresa Zayas Chavira), la solitaria hija del científico. La bella joven añora otra vida pero ha aceptado su confinamiento en el jardín paterno, donde se impone la presencia de un robusto árbol al que ella llama “hermano”.
Lo obvio no tarda en ocurrir: Juan y Beatriz se conocen y se enamoran. Por primera vez, la tímida muchachita que huía ante cualquier extraño aguarda un poco antes de correr, y el joven que no tenía a quién darle unas rosas halla a quien dirigir su afecto.
Pero los obstáculos tampoco demoran. Desde el comienzo, Juan había sido advertido por Isabel del oficio de su vecino (“Es un gran sabio. Dicen que no hay otro médico como él. Y dicen otras cosas… El señor juzgará por sí mismo”). Luego, ya prendado de Beatriz, Juan es prevenido contra ella por el profesor Baglioni (Eduardo Jacobo Guízar), viejo amigo del padre de Juan, catedrático en Padua y antagonista profesional de Rappaccini.
Ocultando mal sus celos académicos, Baglioni critica la labor de su colega y, llegado el momento, le revela a Juan lo inaudito: Beatriz es el mayor experimento de Rappaccini. Es otra clase de flor venenosa, pero más terrible que las demás porque ella no es una planta, sino algo que comenzó siendo humano.
La advertencia de Baglioni llega tarde. Una escena antes, Juan se había internado en el jardín y había sido accidentalmente rozado por Beatriz. Ahora, horrorizado, el muchacho descubre que está contaminado: un soplo de su aliento basta para ennegrecer a la rosa más lozana.
A partir de aquí las desgracias se precipitan. Baglioni le ofrece a Juan un antídoto… pero no para él sino, alevosamente, para que se lo dé a Beatriz. A su vez, la confianza que Juan le debe a su amada flaquea. Y Rappaccini revela a destiempo sus intenciones hacia Juan: sólo quiere que sea la pareja de su hija.
Ante las dudas de unos, las intrigas de otros y la incomprensión de todos, Beatriz asume su destino. Bebe el antídoto que le ofrece Juan, aunque sea letal para su sangre, y va a acurrucarse al pie de su árbol tutelar para morir ahí.
Rappaccini ha perdido a su única hija. Juan ha perdido a su amada. Baglioni ha conjurado la amenaza profesional de Beatriz y Rappaccini, pero al precio de convertirse en un asesino. El amor y la vida han perdido una oportunidad de triunfar.

Tres miradas a un tema
Tres miradas distintas coinciden en la puesta de La hija de Rappaccini para poner en perspectiva el tema de la mujer fatal.
Por un lado, el cuento original de Nathaniel Hawthorne, escrito en 1844, cuestiona la victimización de la mujer en un mundo patriarcal (con un franco tono romanticista y un estilo de resonancias góticas); por el otro, la aportación de Octavio Paz al reelaborar el cuento es que redimensiona la tragedia con acentos poéticos que son a la vez líricos y trascendentes, desde un estilo claramente modernista (en un ámbito de referencias místicas, románticas, orientales y neoclásicas cosmopolitas).
A su vez, el director J. Refugio García lee correctamente a Paz, comprende bien los guiños de su dramaturgia y los interpreta para la escena. Ahí están, para probarlo, la excelente solución que le ha dado a la escena siete con su juego de sombras chinescas (si Paz viviera, habría aplaudido ese tratamiento), así como la caracterización del Mensajero como Kali, y la atmósfera onírica que se le procura imprimir a toda la obra. Sin embargo, y desgraciadamente, falla al configurar un elenco débil cuyo nivel actoral compromete toda la puesta en escena, pues sin actuaciones no hay tono y el ritmo inevitablemente se cae.
Pero antes de ir tan lejos vale la pena detenerse y acudir a la fuente de la pieza para ver el alcance de la adaptación de Paz y ponderar la lectura que de ella logran los teatristas morelianos que la han montado.

Hawthorne y el estudio del pecado
La hija de Rappaccini se inspira en un cuento de Nathaniel Hawthorne (Salem 1804–Plymouth 1864). “El hombre de letras más sombrío de Norteamérica”, como él mismo se definía, dedicó su pluma a explorar el sentido ético del pecado. El mejor ejemplo es su novela La letra escarlata (1850), donde una joven adúltera se niega a traicionar la identidad de su amante, convirtiéndose así en un personaje más íntegro que sus acusadores. Esta novela es vital para entender el pensamiento conservador en los días de los “pylgrim fathers” que fundaron la nación esta-dounidense y ha sido llevada al cine varias veces.
Pero si esto es así en sus novelas, en sus cuentos Hawthorne suele colocar un elemento fantástico que es el vehículo para expresar conflictos éticos.
Por ejemplo, en La marca de nacimiento un científico se casa con una mujer que tiene una mancha en el rostro y el hombre se obsesiona en investigar tal marca, sin importarle arriesgar la vida de su esposa. En El joven Goodman Brown el joven del título (Goodman, literalmente: Buenhombre) quiere ser malo para ser “único”, “especial”, pero conducido por el mismísimo diablo a una misa negra, descubre allí hasta a los más puritanos de su pueblo y se vuelve paranoico: la exclusividad del mal no existe y ya no hay en quién confiar. En el extraordinario texto El egoísmo un hombre sobrevive angustiosamente al dolor que le causa una serpiente que vive en su pecho.
En estos y otros relatos de Hawthorne, los personajes han transgredido un límite o han antepuesto el egoísmo, la soberbia o la ley a alguna necesidad humana básica (consuelo, ternura, lealtad…).
Siguiendo esta línea, en La hija de Rappaccini Hawthorne nos pone ante un personaje fantástico que es inquietante por su ambivalencia. Beatriz es una presencia antinatural, hija de artes prohibidas: es una “mujer-veneno”, un monstruo. Pero al mismo tiempo es un personaje inocente: no eligió ser lo que es. Más aún, desde su naturaleza mortífera Beatriz opta por no causarle el mal a nadie y esa bondad acaba por convertirla en la víctima de los demás, que se transforman así en los verdaderos monstruos, ya que ellos sí han podido elegir y todos le han causado daño a ella con sus decisiones.
En este sentido, el concepto de un “Pecado original” que cada uno de nosotros lleva como un fardo desde que nace (como pasa con Beatriz) nunca se reveló tan cruel como en este texto. Y hablar de “Pecado original” no es gratuito. En su relato decimonónico, y acorde al entorno puritano en que vivió, Hawthorne establece un paralelismo claro entre el Paraíso de la tradición judeocristiana y el jardín de Rappaccini, que no es sino otro Edén donde veremos cómo se reproduce la Caída.
El símil va más allá. Si la Beatriz de Dante en La Divina Comedia (1642) era una emisaria de la Divinidad que guiaba al poeta hacia el Paraíso, la Beatriz de Hawthorne representa a una Hija del Hombre; ella encarna a la humanidad después del Pecado Original. ¿Acaso no somos todos, como ella, una compleja mixtura entre Bien y Mal? Y Hawthorne reflexiona sobre esto y nos muestra que lo terrible no es que seamos, como Beatriz, ángeles y monstruos al mismo tiempo, sino que ante esa realidad seamos soberbios como Rappaccini, obtusos como Baglioni o pusilánimes como Juan. Para Hawthorne, en este cuento, tales son los verdaderos pecados, porque los tres nos ciegan y nos impiden reconocernos y aceptarnos como somos.

Yazman Pulido (arriba) como Juan en la primera temporada de esta obra, emprendida en el mes de enero.

La femme fatal y los otros venenos
Ya se ha dicho que La hija de Rappaccini redimensiona a la femme fatal, pero falta mostrar cómo.
De entrada, este prototipo halla su imagen más terrible, no en las “mujeres-veneno” (que sólo son dos anécdotas breves, casi perdidas en la literatura oriental, rescatadas por la enciclopédica erudición de Paz), sino en el mito de las mujeres con vagina dentada que surca, ese sí, varias culturas, desde la Polinesia y África hasta el Medio Oriente y China.
Pero lo extraordinario en el cuento de Hawthorne es cómo el autor mira más allá de tales mujeres letales y nos revela su contraparte: el homme fatal.
En efecto, los tres personajes masculinos en el cuento de Hawthorne desean ayudar a Beatriz, pero en el fondo los tres temen el contacto mortal de la muchacha. Debido a este miedo, tanto Rappaccini como Baglioni y Juan (Giovanni en el texto original) sólo pueden ver a Beatriz desde sus propios intereses egoístas y esto lleva a un desenlace cruel: para la joven cada acto de esos hombres significará su muerte.
Esto es importante. Si Beatriz es una mujer-veneno, los otros personajes de esta pieza también están emponzoñados.
El doctor Rappaccini está envenenado de soberbia intelectual. Ha buscado alcanzar lo que siempre le ha estado vedado al hombre: la inmortalidad en la Tierra y la perdurabilidad de la belleza. Rappaccini encarna la Hybris griega (aquel que ambicione subir demasiado alto será derribado por los dioses).
Baglioni, en cambio, es el hombre común envenenado de escepticismo materialista. Incapaz de percibir “lo maravilloso”, quiere reducirlo todo al ámbito de lo seguro y lo calculable. Bagloni encarna esa forma de estupidez humana que nos ha acompañado a través de todos los tiempos y de todas las civilizaciones: es un hombre que quiere destruir aquello que no puede comprender.
Juan, por su parte, alberga un conflicto no menos tremendo. Colocado ante el amor que le abrirá las perspectivas de su vida (como hace el amor con todos nosotros, cuando somos jóvenes), Juan es incapaz de superar su miedo para dar ese salto hacia lo Porvenir. Por esta razón, al final, es un personaje muy doloroso, ya que no ha sabido acopiar el valor necesario para estar a la altura de sus sueños.
En cuanto a Beatriz, su condición revela la paradoja central de lo humano: es bella, pero también venenosa; es noble, pero está maldita; es el pecado, pero también la posibilidad de la redención. Su personaje conjuga así los dos extremos clásicos de ver a la mujer en las culturas patriarcales: como santas o como diablesas. Beatriz es las dos. Pero como tal dualidad parece irreductible para el pensamiento occidental, Beatriz será la víctima de un mundo de hombres que no puede vencer sus propios miedos ante la dimensión de lo femenino, que es al mismo tiempo sagrada, erótica, lunar y telúrica.

Paz y la trascendencia modernista
Pasemos ahora a la dramaturgia de Octavio Paz. La palabra clave para comprender lo que hizo nuestro poeta mexicano con su versión de La hija de Rappaccini es “modernismo”. En efecto: La hija de Rappaccini es un texto modernista o no es.
Veámoslo así: en El caracol y la sirena (“Cuadrivio”, Ed. Joaquín Mortiz, 1989), Octavio Paz deslindaba lo esencial del movimiento modernista latinoamericano y decía: “Sus poetas enriquecieron el idioma con acarreos del francés y del inglés; abusaron de arcaísmos y neologismos y fueron los primeros en emplear el lenguaje de la conversación. Su cosmopolitismo no excluía a las conquistas de la novela naturalista francesa ni las formas lingüísticas americanas” (…). “Fueron exagerados, no hinchados; muchas veces fueron cursis, pero nunca tiesos. A pesar de sus cisnes y de sus góndolas, le dieron al verso español una flexibilidad y una familiaridad que jamás fue vulgar y que habría de prestarse admirablemente a las dos tendencias de la poesía contemporánea: el amor por la imagen insólita y el prosaísmo poético”.
Todo lo anterior (en especial “el amor por la imagen insólita”) está presente en La hija de Rappaccini, con el añadido de que las citas a la cultura occidental gala y sajona se extienden a las tradiciones orientales a las que Paz tanto amó.
Desde este contexto, una línea puesta por Paz en labios del doctor Rappaccini apunta cuál es la preocupación esencial del poeta en este trabajo teatral. Dice su personaje: “Lo que para unos es vida, para otros es muerte. Nosotros sólo vemos la mitad de la esfera, pero la esfera está hecha de muerte y vida. Si acertase con la medida y las proporciones justas infundiría porciones de vida en la muerte; entonces se unirían las dos mitades: ¡seríamos como dioses!”.
Esta línea es clave. Como modernista, Paz recupera los trágicos relatos de amour fou (“amor imposible”) de las tradiciones griega y francesa; las inquietantes atmósferas góticas de las que nacería el thriller de tradición británica (y de las cuales el propio Hawthorne ya había abrevado para su cuento). También redimensiona el espíritu romántico de la anécdota (y es absolutamente romántico, pues, desde este enfoque ¿qué es Beatriz sino la alter ego del monstruo del doctor Frankenstein, cuya desgracia es que ama a un mundo que la desprecia y la teme?)
Pero, sobre todo, Paz introduce un sentido místico, un aliento de trascendencia sobrehumana al colocar la tragedia en una perspectiva cósmica. Esa es la importancia del personaje del Mensajero, que mira la vida de los hombres como un péndulo permanente entre el amor y la muerte, entre la vida y la destrucción, entre el abrazo y el desencuentro.
Así pues, La Hija de Rappaccini, recupera los elementos propios del neoclasicismo (la pasión por la ciencia y el detalle) y del romanticismo (la seducción de la muerte, el ideal imposible, la búsqueda de una trascendencia sobrehumana, la devoción al mundo natural como una tierra de misterios) y demuestra su vigencia en un contexto contemporáneo para decirnos, con gran belleza, que “el amor es elección”. Esa es la herencia que nos lega y es un texto extraordinario.

Aspecto al trabajo con teatro de sombras para resolver la escena siete del texto de Octavio Paz.

Cimas y abismos de una puesta
A la hora de revisar lo que ha hecho con todo lo anterior el equipo moreliano responsable de esta experiencia, hay que empezar señalando que el director José Refugio García ha comprendido notablemente bien el texto que tiene entre manos. Con una eficaz intuición, por ejemplo, le ha dado al personaje del Mensajero la identidad de la diosa Kali, que en la cosmogonía hindú representa al dualismo que sostiene al universo a través de procesos de aniquilación y rege-neración permanente. Muerte y vida encarnan en Kali. Es la Madre Protectora y la Madre Negra, terrible con su collar de calaveras. Su significado primordial es el de la destrucción total que crea un nuevo orden de mayor pureza. Ella es la “Devoradora del Tiempo”: crea y derriba incesantemente para proteger a la Eternidad.
Todo el texto de Paz es surcado por sugerencias trascendentes afines a esta idea. Y como lo trascendente siempre está muy cerca de las experiencias oníricas (al mismo tiempo lúdicas, absurdas, salvajes e insólitas), el director y su equipo han introducido diversas estructuras de representación del juego y del sueño: las sombras chinescas, la música que es esencialmente hipnótica y taciturna, la caracterización de Kali como un arlequín, la concepción de la mesa de trabajo de Rappaccini como un contrabajo contrahecho, la iluminación crepuscular barrida por densos azules que viran al violeta o al verde… y existe cierto aliento para-teatral que sugiere que cuanto vemos en escena es un mero estremecimiento en la mente de Kali. Toda la obra es un sueño.
Y los resultados de todo esto serían deslumbrantes de no ser por las desventuras actorales que arrasan con la puesta. Hay que decirlo: hasta la inspirada escenografía se pierde aquí por la limitada actoralidad del elenco.
Los desfases son de diversa índole. Por ejemplo: la única presencia con la energía bien instalada es la de Eros Alexis Ortega, que también es quien mejor ha comprendido sus textos. Pero inexplicablemente el actor sobre-enmascara su voz y entre las dos cosas: su energía arriba y la voz afectada, se dispara a mil años-luz de los demás.
Mientras, en las antípodas, la ausencia escénica acosa a Ana Teresa Zayas (que está prácticamente debutando en el teatro en el papel de Beatriz). Pero también es justo decir que, aunque ella muestra las carencias más acentuadas, la limitación más comprometedora para la puesta es pro-bablemente la de Yareli Muñoz, porque su personaje del Mensajero tiene las líneas más bellas de todo el texto, aquellas que atesoran los más intensos momentos de poesía en prosa, pero los ricos matices de sus líneas se pierden porque no logra expresar tal riqueza, aunque en la función de ayer hubo mayor limpieza. Sus trazos están bien acotados por la dirección (como ocurre con los demás), pero eso es todo. Y los trazos no bastan. De hecho, no deberían notarse.
Así pues, sin el indispensable orden actoral, el tono de la puesta se desdibuja de inmediato y lo que tendría que ser una suprema experiencia de horror poético de guiños fáusticos deviene un acontecimiento neutro, incluso insípi-do, que no alcanza a interesar o conmover al espectador. Peor todavía, porque la actuación es la piedra angular que le da sentido a todos los demás elementos de la experiencia teatral. Al fallar la actuación, que es la razón de ser de lo teatral, todos los demás aciertos, por sublimes y poderosos que sean, se desconectan entre sí y quedan aislados, perdidos. Son las crestas solitarias de un imponente continente submarino que no alcanzamos a ver.
En este sentido, a La hija de Rappaccini se le puede considerar una experiencia fallida, pero los errores deben festejarse si nos disponemos a afrontarlos y aprender de ellos. ¿No se dice a veces que la vida es una permanente experiencia de pruebas y ensayos?
Para mí, al ser este el trabajo que inauguró el año teatral moreliano, La hija de Rappaccini me confirma el estado general de la escena estatal. Cada grupo michoacano, con su perfil singular, lleva consigo sus cimas y sus abismos, sus aciertos y sus retos incumplidos. Todos difieren, claro, porque cada uno es resultado de su propia historia.
Aquí, en todo caso, prefiero quedarme con la bella audacia de las cuatro instancias productoras de este ejercicio porque se han arriesgado a ofrecernos uno de los textos más desconocidos y hermosos de la dramaturgia mexicana (una auténtica rara avis) y no han retrocedido ante el temor de ensuciarse demasiado a la hora de acometer semejante empresa.
No hay mejor colofón para este esfuerzo que las propias palabras de Octavio Paz, puestas en labios de su Mensajero al cerrar la obra: “Una tras otra se suceden las figuras: el juglar, el ermitaño, la dama. Una y otra vez aparecen y desaparecen, se juntan y separan. Guiadas por los astros o por la voluntad sin palabras de la sangre, marchan hacia allá, siempre más allá, al encuentro de sí mismas; se cruzan y enlazan por un instante y luego se dispersan y se pierden en el tiempo. Como el concertado movimiento de los soles y los planetas, infatigablemente repiten la danza, condenadas a buscarse, condenadas a encontrarse y a perderse y a buscarse sin tregua por los infinitos corredores. ¡Paz a los que buscan, paz a los que están solos y giran en el vacío! Porque ayer y mañana no existen: todo es hoy, todo está aquí, presente. Lo que pasó… está pasando todavía”.




EN VIDEO: Algunos momentos de La hija de Rappaccini.

Recursos en la web

Para aquellos que deseen indagar más acerca de esta obra teatral, de su fuente literaria o de hechos asociados a ambas, ofrezco los siguientes vínculos que vale la pena visitar.

Cuentos de Nathaniel Hawthorne en inglés original

Cuentos de Nathaniel Hawthorne traducidos al español

Versión en inglés original del cuento La hija de Rappaccini, de Hawthorne en:

Versión traducida al español del cuento La hija de Rappaccini, de Hawthorne en:

La hija de Rappaccini. Libreto teatral original de Octavio Paz. Edición digital (formato flash):

Una aproximación al mito de la mujer veneno desde La hija de Rappaccini. Ensayo. Daniel Domínguez Cuenca. Sitio de la revista digital de la Universidad “Cristóbal Colón”:


HOY EN LA MUESTRA

Lunes, junio 22

Segundo Coloquio de la Muestra Estatal de Teatro
Primera sesión de diálogo con los directores de seis agrupaciones en torno a las obras que han presentado. Participan Angie Suárez (Entre nos), Roberto Briceño (¿Y si Heidegger no hubiera muerto?), Ramsés Figueroa (Round de sombra y El príncipe que tenía que trabajar para seguir siendo príncipe), Luis Gonzalo Chávez (La casa de Bernarda Alba) y José Refugio García (La hija de Rappaccini) Foro La Bodega, 17:00 pm. Entrada libre

El cepillo de dientes
Copérnico Vega vuelve a la escena local con un clásico del teatro latinoamericano. El cepillo de dientes, del chileno Jorge Díaz (1930–2007) fue la primera dramaturgia en AL que, a comienzos de los sesenta, exploró las premisas del “teatro del absurdo”. La anécdota retrata el culto al ocio y a la indiferencia en un matrimonio de clase media en etapa terminal. Hay que verla. Teatro Melchor Ocampo, 20:30 pm. Entrada libre.

FOTO: El dramaturgo Jorge Díaz, autor de El cepillo de dientes. Imagen tomada del archivo del diario chileno "El Mercurio" (http://img.emol40.elmercurio.com/)