Mi caballo, mi perro y mi rifle

La lúdica adaptación

Me acordaba, además, de Brunito Valdéz, quien con la experiencia de sus muchos años decía: los caciques se reproducen como los conejos y en las luchas armadas sólo cambian de sitio.
José Rubén Romero

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Alcanzado por las balas de la tropa federal, Julián agoniza en alguno de los anónimos campos de batalla de la Revolución Mexicana. Ha sido derribado de su caballo, su perro aúlla anunciando la muerte y su rifle yace, inútil, a su lado.
En semejante trance, la vida de Julián transcurre ante sus ojos (como pide el lugar común) y eso le permite recapitular y reflexionar acerca de la gesta armada en la que ha participado y acerca de la manera en la que ese ideal se ha entretejido a la historia de su propia vida.
Recuerdos y esperanzas se proyectan y ponen en perspectiva el emblemático movimiento de 1910.
Esta es la anécdota de Mi caballo, mi perro y mi rifle, puesta en escena que adapta libremente la novela homónima de José Rubén Romero (1936) y que traslada sus contenidos a un territorio inédito e insólito en más de un sentido: el teatro de títeres.

Lo primero que hay que decir acerca de Mi caballo, mi perro y mi rifle en versión de Cuchara ’e palo es que se trata de un maravilloso juguete escénico. La gesta de hace cien años adquiere, en la versión de Carlos Converso y de los actores Teresa Sánchez, Verenice Reyes Luna y Roberto Hurtado, una textura nunca antes acometida en torno al tema.
La observación no es menor. Lo que en la novela de la Revolución es a menudo una dimensión trágica y desencantada; lo que en el muralismo y en la mayor parte del cine mexicano es una celebración más o menos folclórica, logra en esta pieza una textura inquietantemente luminosa que no omite ni dulcifica las reflexiones más sombrías en torno a los hechos (el desencanto de una revolución fallida, cual grito estrangulado por el triunfo de las emergentes clases medias urbanas, para quienes el mundo rural y sus habitantes son, en el mejor de los casos, un mal necesario al que hay que tolerar), pero que tampoco se niega a la ternura, ni al sueño ni a la esperanza.
En el inter, bastan tres actores para darle vida a una docena de personajes, entre los que sobresale Julián, el protagonista; los Tres Reyes que representan a los poderes oligárquicos en el pueblito natal de Julián; su amada Andrea y, desde luego, con una escena sobresaliente por su dimensión onírica, que parafrasea un momento similar del libro, el momento en que el caballo, el perro y el rifle del personaje toman la palabra para defender, cada cual, la realidad simbólica que representan (el caballo a los ricos, ya que se trata de un caballo de hacendados; el perro a los desposeídos de la tierra y el rifle al ciego impulso de la destrucción).
Desde este punto de vista, se echa un tanto de menos, eso sí, la fuerza que tiene en la novela la relación entre Julián y su madre y con su nana Concha, pero esto es peccata minuta en una adaptación que sabe conservar lo indispensable y, sobre todo, que mantiene en pie el rasgo más característico de la prosa de José Rubén Romero: su manera de moverse de lo individual a lo social, de lo personal a lo colectivo, de lo íntimo a lo universal, remontando así lo meramente costumbrista.
Es justo este rasgo el que nos permite, al mismo tiempo, comprender las alegrías y los quebrantos de un Julián niño que debe sortear las limitaciones de una discapacidad y las crueles bromas que le juegan sus compañeros de escuela, hijos de los riquillos del pueblo, y alcanzar una gran empatía con los ideales que conducen al personaje, como un viento tempestuoso, a abrazar la causa de los revolucionarios que le da un sentido preciso a su vida.

De una a otra cosa, una gran inventiva define a este encantador trabajo, en el que se echa mano de media docena de técnicas de titiritero. Hay titeres de guante, títeres de vara, títeres de vara planos, títeres de mesa, de alambre y mixtos. Anda por ahí incluso alguna versión de bunraku, pero replanteada para las necesidades específicas de este trabajo.
Por encima del despliegue técnico (que es muy riguroso), se encuentra el poderoso duende que siempre ha caracterizado el trabajo escénico de Tere Sánchez; el extraordinario ludismo que le imprime Verenice Reyes a sus personajes y la entrega de un Roberto Hurtado que como actor es bueno, pero que como productor es excelente.
También me gusta que esta adaptación omita el final original de la novela (pues en la letra impresa el relato concluye cuando, en forma accidental, Julián mata de un tiro a su perro, es decir, al animal que define su destino, como un tonalli). En cambio, hay un final más abierto, que deja abiertas a partes iguales las puertas de lo fasto y de lo nefasto, de la fatalidad y de la posibilidad.
Un sobrado ejemplo de entrega, entusiasmo, capacidad de juego y de claridad conceptual. De lo mejor que estamos viendo en esta semana.