Erase una vez... / Carolina González Medina


Boca de cereza


A.M.O.R.

Hijos de su tiempo (pues ¿qué belleza clásica puedes encontrar en una sociedad post-posmoderna en abierto proceso de descomposición interna, como la nuestra?), los irreprochables óleos de Carolina González ofrecen ante todo un curioso viraje al espíritu romántico que los habita, parcialmente enmascarado en una postura kitsch.
Yo ignoro si la autora se haya deslizado deliberadamente en la trayectoria que voy a sugerir en este párrafo, pero la primera impresión que me produjo esta colección de retratos fue la de un profundo sentimiento de ironía contra esos populares óleos decorativos en los que aparecen niños o payasos con una furtiva lagrimita rodando por sus mejillas. Supongo que todos los han visto y saben a qué me refiero. La observación la formulo como un halago. La autora emplea una paleta de colores directos, fuertes, primarios; con ellos revisita algunas de las imágenes más emblemáticas del sentimentalismo barato (conejos de peluche, payasos mustios, etcétera), pero toma todo el empalagoso melodrama de esos tópicos y lo revierte a través de lo grotesco, de lo cruel y de lo irónico. El resultado es una colección de lienzos de una potencia vehemente, vibrante, que en sus momentos más intensos rozan sin cortapisas el horror.

Brian Warner

Es indudable que sólo en un momento como el actual sería posible una manifestación como la que nutre los contenidos de Erase una vez…
Por confrontación y contraste, los óleos A.M.O.R. y Primera cita son probablemente los mejores ejemplos del espíritu que anima a esta exposición.
En A.M.O.R. aparece en el lienzo una figura ajada, prematuramente avejentada, de rostro deforme, llena de cicatrices y de llagas abiertas. La presencia repta cual zombie sobre un gatito blanco en medio de una atmósfera enrarecida, de mazmorra, donde los claroscuros ensombrecen y acentúan todavía más la asfixiante circunstancia.
En Primera cita una pequeña niña de párpados hinchados y enrojecidos posa para la foto sentada al lado de un grotesco personaje cuya sonrisa es en realidad una cicatriz, pero el elemento verdaderamente inquietante de esta estampa es la figura del diminuto gatito de inmaculado blanco que el monstruoso personaje de agresivos atuendos rojos lleva en el brazo (la corrupción de la inocencia).
Así pues, el placer por lo grotesco representa, en Érase una vez… una forma de protesta.
Carolina González saca el aguijón y se lanza a asaetear todo el glamour y todo el sentimentalismo que halla en lo cotidiano para develar lo que hay debajo de las formas relamidas de todos los días.
Por eso pienso que no es gratuito, en este sentido, que uno de los personajes que aparecen en las obras de esta exposición sea Marilyn Manson. Como Manson, Carolina se bate contra los espectros de la doble moral (en el caso de Manson era inevitable, dadas sus experiencias en la ultraconservadora Heritage Christian School de los años setenta donde sus padres lo refundieron a estudiar; pero en el de Carolina también, dados los hiper intoxicados escenarios que vivimos).

Caperuza del bosque

Así pues, he aquí, en los 13 lienzos de la exposición, un anecdotario de sensaciones e improntas oscuras para las que caben casi todos los adjetivos: espanto, obscenidad y, desde luego, peligro. Pero sería tonto quedarnos en la mera apariencia exterior, porque lo que vemos es Erase una vez… es una colección de monstruos internos.
Atenta a la cultura de la que ha abrevado junto con su generación, todos estos monstruos que nos ofrece Carolina fluyen a partir de referencias que nos han legado el cuento de hadas tradicional (como en el óleo Caperucita Roja), pero también los medios masivos de comunicación de nuestro tiempo: la música (Marilyn Manson), el cine (el Freddy Krueger de Pesadilla en la Calle del Infierno, la Heather de El proyecto de la bruja de Blair), la televisión (el asombroso parecido del personaje de El camerino de mamá con Montgomery Burns) e incluso las leyendas urbanas.
Sin embargo, aunque las referencias han sido tomadas de ámbitos como estos, Carolina González ha emprendido la esencial operación de interiorizarlas y cargarlas de lecturas singularizadas y, por tanto, novedosas. Ya sea caricaturizándolas, ya ironizando sobre ellas o presionando contrastes metafóricos. En todos los casos les devuelve a esas presencias el papel de entidades que moran (especialmente hoy) en la intimidad más inmediata de nuestra imaginación, como la espuma o la escoria de materiales internos en estado de fermentación.

Conejote

He aquí, pues, imágenes que nos persiguen y que nos desafían. La naturaleza de ese desafío es muy precisa. Al enfrentarnos a estas visiones Carolina nos recuerda, simplemente, que a las imágenes, como a las palabras, no hay que tenerles miedo; no están allí para asustarnos (aunque puedan rozarnos con su espanto) sino para llamarnos a entenderlas. Este es uno de los valores que yo más recupero de esta tortuosa y temperamental exposición. A fin de cuentas, lo que hace Carolina es preguntarse / preguntarnos cómo son nuestros monstruos. Es importante saberlo y para ello es preciso exhibirlos a la luz. Sólo así podemos empezar a saber lo que necesitamos acerca de ellos: describir su forma, su color, su dimensión, sus expresiones.
Esta exigencia de conocimiento, de la cual da cuenta cada uno de los óleos de esta muestra, es el acierto fundamental de algo que, de otro modo, no pasaría de ser una chocante colección de figuraciones grotescas.

Enojo azul


El camerino de mamá


La primera cita

Niña con cicatriz

Espejo y ventana de los horrores cotidianos del presente, Erase una vez… es un campanazo, una llamada de atención hacia las derivaciones monstruosas que conformamos todos los días a partir de nuestra forma de vivir y de las configuraciones de la época que (para bien y para mal) nos ha tocado. Es cierto. Basta lanzar una ojeada alrededor para confirmar que “el caos y la monstruosidad se han sentado con nosotros a la mesa y cenan familiarmente con nosotros”. Somos sus hijos, sus padres, sus amantes y hermanos.
Estas formas corruptas de alteridad proyectan en nosotros sus luces y sombras como las manifestaciones más directas de alienadas víctimas y victimarios indiferenciados en la cultura de una postmodernidad en crisis.
Una exposición que proyecta algunos de los más íntimos deseos de nuestro siglo cruel, a la vez anestesiado y sobre-estimulado, develando como una certeza lo que hasta poco antes sólo fue la sospecha de que todas estas monstruosidades palpitantes y vehementes no son sino una sucesión de fracasos, tal como lo dicta insidiosamente la cultura de la muerte que se empeña en marcarnos con su sino.

Osuridad

Pucheritos