A sus veintitantos años, los jóvenes Julia (Verónica Villicaña) y Leotario (Yazman del Toro) llevan una existencia inútil. Viven anestesiados por permanentes dosis de ansiolíticos (“yo voy a tomarme mi pastilla, pero te advierto que si gritas por la noche voy a estar tan dormido que no podré despertarte”); ambos se diluyen, aturdidos, en el consumo de películas hard porno (“Siguen en lo mismo, nunca sé si lo que filman es una cirugía o una cogida”) y videojuegos perfectamente intercambiables (“estoy cansada de rentar películas para no verlas”); se arrullan en inertes paraísos artificiales de cocaína o mariguana, alternados por la alelada práctica de un sexo de ocasión: distante, inocuo e impersonal (“¿Me ayudas?”“¿Otra vez?” “Por favor”. “Estás activo, ¿eh?” “Tengo ganas”. “Está bien, pero vente rápido”).
Así pues, nada sacude la vida de esta pareja de veinteañeros encerrados en su nívea habitación de paredes blancas. Nada, excepto breves intercambios de reproches por el dinero necesario para seguir subsistiendo (“Vas a ir mañana a casa de tus papás, ¿no?” “No sé. Me pone de malas pensar en eso”); algunas confidencias sórdidas (las historias acerca de sus anteriores parejas, Leotario con Patricia y Julia con Felipe); ciertos fugaces estallidos de violencia experimental con una navaja espolvoreada con cocaína (“¿Te gustó a ti?” “Arde, pero al menos es algo. Se siente”), e insípidas discusiones por unos hábitos de higiene convertidos en epidérmico culto a una belleza de plástico (“¿Te hago un toquecito?” “Ay, ya fumamos hace rato ¡se nos van a poner los dientes negros!”).
Todo lo anterior es apenas estremecido por el asalto ocasional de una luz de luna que se filtra por la ventana y cuya pureza vital los llena de pavor (“Para verla debes fingir estar muerta. ¡No te muevas! Aunque te duela no te muevas”).
Así se desarrollan los casi diez cuadros de la pieza La luna vista por los muertos (Daniel Rodríguez Barrón, 2001), ganadora del Premio Nacional de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo, la cual fue montada a comienzos de este 2010 como un ejercicio de dirección escénica por alumnos del cuarto año de la licenciatura de Teatro de la Escuela Popular de Bellas Artes.
Dirigida por Sheyla A. Rodríguez y producida por Paulina Cuiríz Ríos, el trabajo cerró el ciclo de seis audiciones de títulos michoacanos en competencia para acudir a la Muestra Nacional de Teatro de noviembre próximo.

Lo más inquietante de una pieza como esta es que la situación que plasma es, desde una perspectiva extra-teatral, espeluznantemente real. La Luna vista por los muertos registra el anémico pulso de una generación de jóvenes y adolescentes que, despojados de ideales, inspiración, objetivos o siquiera disciplina, dejan que la vida se derrame y pase de lado sin tocarlos siquiera. Ya no se trata de desafiar ni de arriesgarse, sino simplemente de llamar la atención lo menos posible, de moverse lo menos posible, de sufrir lo menos posible mientras llega… ¿qué? Acaso la carroza alada del tiempo. Acaso las “buenas noches” de la loca Ofelia.
Uno de los diálogos más depresivos del trabajo, puesto en labios de Julia, expone claramente el tema de esta pieza: “¿Sabes? –le dice a Leotario–, la esclavitud no consiste en ir a trabajar de ocho a seis para que te den libre el viernes por la tarde; la esclavitud consiste en que para el viernes por la tarde ya no tienes ganas de nada, excepto de drogarte, de tomar la pastilla y de coger con quien me sienta más segura sin correr el riesgo ni de ligar”.
Así las cosas, lo interesante del texto de Daniel Rodríguez Barrón consiste en que ni idealiza ni escarnece a sus personajes, nos los muestra tal cual son: un “estremecimiento entre dos Nadas” (Nietzche), mientras lidian sus diminutas batallas, cada uno de su lado de la cama; ese espacio decisivo que no abandonan ni para un “mano a mano”, masturbándose cada uno por su lado.
En medio de estos apuntes durísimos a un nihilismo extremo, en el que todo ha perdido su sentido, la dirección de Sheyla A. Rodríguez propone una puesta en escena muy limpia, que hace eco de las ascépticas (o mejor, esterilizadas) emociones de sus personajes. Ha suprimido incluso el desorden de revistas y periódicos propuesto por la dramarturgia original para quedarse con una habitación de inmaculado blanco que a momentos deviene perfecta cripta sepulcral y en la que sólo rompe el pequeño televisor de color oscuro, con todo el escenario bañado permanentemente por enfermizas luces lechosas que viran ocasionalmente al malva, al rojo o al azul.
Pero si los trazos de dirección son correctos, la dirección de actores no termina de ayudar a que los personajes alcancen las intensidades propuestas por el texto y, en especial, el tono del trabajo.
Independientemente de la edición de ciertos diálogos y de por lo menos dos cuadros, el asunto al que valdría la pena prestar atención es el tono de la puesta, que no parece responder al intenso desencanto de la dramaturgia. Le faltan matices, particularmente, al personaje de Leotario, así como un sentido general más acentuado de orfandad, de sinsentido, a ese limbo inútil de una espera que revela el taedium vitae que devora a cada instante unas vidas jóvenes y que por lo mismo resulta mucho más cruel que si estuviéramos ante personajes instalados ya en el ocaso natural de sus existencias. El tono preciso de la obra necesita, me parece, ser bien enfocado. Por lo demás, técnicamente, lo que se ofrece está muy limpio.