Tarantino y Bastardos sin gloria

El fantasibeliwestern que soñé

El Festival Internacional de Cine de Morelia abre esta noche su séptima edición con la premier, en el teatro José María Morelos, del más reciente filme del autor de Jackie Brown, Pulp Fiction, la saga de Kill Bill y Perros de reserva; aquí, nuestra crítica.


Si el año pasado el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) comenzó con un filme-documento que procuraba reconstruir con fidelidad al personaje histórico de Ernesto El Che Guevara (Steven Soderberg, 2008), este año el VII FICM ha dado un radical golpe de timón al seleccionar para su premier un coctel de ensueños explosivos: Bastardos sin gloria (Quentin Tarantino, 2009), una película que se entrega de lleno, gozosa y sin pudor, a la extravagante caricatura histórica.
Este sólo hecho bastará para que el autor emblemático del cine palomitero de los ’90 siga siendo amado y odiado por igual… aunque, en este punto, ¿la verdadera cuestión no sería deslindar quiénes son los que lo aman y quiénes son los que lo odian? Esa es la respuesta que despeja y limpia todo el panorama.
Por lo pronto, el trazo grueso, los diálogos de historieta, la beatificación de la violencia gráfica y el juego (elaborado pero finalmente ligero) con los géneros y las referencias cinematográficas, son los ingredientes de la carta con la que abre su partida esta noche el festival, en los términos que siguen:

"Creo que esta es mi obra maestra". El plano final de Bastardos sin gloria, con el que esta noche inicia en Morelia el VII FICM

Líneas convergentes
Distribuida en cinco capítulos y unas treinta secuencias, Bastardos sin gloria se ocupa de una venganza (el tema esencial de Tarantino desde Kill Bill) y de una intriga (su tema universal desde Perros de reserva).
La primera, a la que se dedican los capítulos
I y III, es la historia de Shosanna Dreyfus (Melanie Laurent), una joven judía de 18 años que en 1941, durante la ocupación nazi en Francia, sobrevive al asesinato de su familia de granjeros y escapa del hierático y temido coronel Hans Landa (Christoph Waltz), célebre como infalible “caza-judíos”.
La muchacha llegará a París, donde se ocultará con unos tíos bajo la nueva identidad de Emanuelle Mimieux (y en su apellido va la caricatura). Allí la encontramos tres años después, en 1944, como heredera del discreto pero elegante cine Le Gamaar, que administra con el apoyo de Marcel (Jacky Ido), su amante de color.
El destino la alcanza cuando el insípido cabo Fredrick Zoller (Daniel Brühl), quien ha sido condecorado como héroe de guerra nazi por su proeza de asesinar a 250 aliados en tres días, defendiendo su nicho de francotirador (“maté 68 el primer día, 150 el segundo y 32 el tercero”), se enamora de ella y se empeña en ganar sus favores.
Zoller no es sólo un héroe alemán, sino la estrella de una reciente película de propaganda nazi patrocinada por Goebbels (Sylvester Groth) de próximo estreno en Berlín. Pero el apasionamiento de Zoller por Shosanna logra que los altos mandos del nazismo acepten estrenar el material en el cine de la muchacha, reafirmando así la presencia teutona en los territorios ocupados.
Y cuando Shosanna descubre que el coronel Landa, verdugo de su familia, es el jefe de seguridad asignado al evento, conspira con Marcel para encerrar a todos los nazis dentro del cine, durante la función, y prenderle fuego a la sala empleando las muy combustibles películas de nitrato de plata propias de la época, a fin de acabar con los 350 asistentes.
La gran sorpresa es que, de última hora, el mismísimo Adolfo Hitler (Martin Wuttke) ha confirmado su asistencia al estreno. Es la oportunidad de matar al dictador.
Por su lado, la segunda historia (capítulos II y IV) nos presenta a Los Bastardos, un grupo paramilitar de la Resistencia encabezado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt de risa loca con esa excesiva cicatriz que surca su cuello, literalmente de oreja a oreja, revelándonoslo con ese solo golpe de imagen como el rudo y milagroso superviviente de un degüello).
La misión de Los Bastardos es muy elemental: matar nazis con la mayor crueldad posible y dejar marcados a cuchillo a los sobrevivientes con una esvástica en la frente.
Paso a paso seguimos las tribilinescas correrías de este grupo, que se comporta como una horda de apaches que se regodean cortándole el cuero cabelludo a sus enemigos y sembrando entre las filas germanas un terror que llega hasta los oídos del neurasténico y no menos tribilinesco Führer.
Progresivamente, las tareas del grupo van subiendo de categoría. Un primer paso es liberar y ganar para su causa a un feroz sargento alemán que ha sido detenido por sus compatriotas por haber asesinado a 13 oficiales de la Gestapo (Til Schweiger en el papel de Hugo Stiglitz, un guiño al productor y actor estrella del churri-cine mexicano de los setenta). Un siguiente paso del comando es sumarse a un complot de los Aliados para tratar de asesinar a Hitler en la misma función de estreno que tendrá lugar en el cine Le Gamaar.
Las dos historias, la de Shosanna y la de Los Bastardos, convergen en el quinto y último capítulo del filme.

Un Hitler tribilinesco recapacita sobre las estrategias a seguir contra el comando de Los Bastardos

Entre las añoranzas, los trabalenguas, la música y los cuentos de hadas

Mil veces declarado admirador de Sergio Leone (Roma, 1929-1989), acaso porque su cine es tan epidérmico, tan caricaturesco, que siempre le será inalcanzable el lirismo veraz y la alta belleza poética del director de Érase una vez en América (1984), Quentin Tarantino comienza su filme procurando encontrar esa riqueza de sensaciones y de sentimientos que fueron el sello del genial cineasta italiano. De allí su necesidad obsesiva de conservar esos planos largos, que ora escrutan en big close up el rostro de algún personaje o que sostienen una toma, invitando al público a empaparse de su sentido.
Y si Sergio Leone fue el inventor de un género, el del spaghetti-western, Tarantino se dice a sí mismo: “¿Y yo por qué no?” y se lanza a idear un coctel que contiene ingredientes de cine bélico, de cine histórico (la “biopic”), de cine fantástico en su vertiente de cuento de hadas (esa escena de la zapatilla al estilo La Cenicienta… Oh, Dios. Por los bigotes de mi abuela…), una pizquita de cine negro y, desde luego, de western.
El resultado del menjurje vendría a ser, precisamente, el trabalenguas de ocho sílabas que titula a esta primera entrega: un auténtico e inimitable fantabelibiopicwestern (y el que logre desfantabelibiopicwesternizarlo será un gran desfantabelibiopicwesternizador).
La cereza en el pastel (o la mosca, según la perspectiva) es el uso de una banda sonora que Tarantino ya ni se molesta en adaptar, en reinterpretar o transcribir, sino que toma directamente de grandes temas de películas de los cincuenta, los sesenta, los setenta y los ochenta, de directores que van desde el propio Sergio Leone hasta Paul Schroeder.
Entre la docena de BSO que Tarantino usa para poner en tensión el sentido original de la música ante nuevos contenidos figura el cantautor David Bowie y su inmortal Putting out the Fire (favor de levantarse y quitarse la gorra, el sombrero o la peluca), compuesta para la segunda versión de La marca de la pantera, así como una decena de temas de Ennio Morricone para filmes como Revólver, Allonsanfan, La batalla de Algiers, El regreso de Ringo, El Mercenario… seguidos ambos maestros por compositores de tesitura más o menos épica o melodramática como Elmer Bernstein (Aurora Zulu), Gianni Ferrio (Un dólar de plata) o Dimitri Tiomkin (El Álamo), entre otros.

La hora de los amarres "abajo de la mesa". Hacer la llamada o no hacerla.

La historia que soñé
Y ya engolosinado con los excesos, Tarantino emprende el mayor de todos: contarse y contarnos la historia que le hubiera gustado como desenlace de la II Guerra Mundial.
Este aspecto en particular es un acierto. Y hay que decir por qué.
Se equivocarán todos aquellos que cuestionen o desprecien a esta película (y serán Legión) solamente porque Bastardos sin gloria se permite la licencia de mostrarnos una versión que se pasa por el arco del triunfo “la verdadera historia”.
Y se equivocarán porque el cine no es y jamás será un “salón de clases”. Ni siquiera cuando estamos ante la más cumplida de las biopics vemos “la historia tal cual fue” (digamos Elizabeth e incluso 1492 la conquista del Paraíso). Porque el cine, finalmente, es un maravilloso medio interpretativo. Hasta el género documental encuentra su mayor valor en la perspectiva con que un autor nos comparte su mirada.
Además, la parodia o la reinterpretación histórica como metáfora a distintos temas ha tenido momentos deslumbrantes en el devenir del cine. Yo pensaría en dos ejemplos radicales y brillantes: La vida de Brian (Monthy Pyton, 1979), que es la mejor y la única comedia que se ha filmado sobre la vida de Jesús, y el extraordinario filme-reflexión que es Hiroshima, mi amor, (Alain Resnais, 1959 con guión de Marguerite Duras) que veremos aquí mismo, en esta edición del FICM. De estas dos obras maestras, en adelante, cada quien puede ubicar sus títulos favoritos.
Así que los que se quieran rasgar las vestiduras porque Tarantino ha violado la “Oh-sacrosanta-historia”, que mejor, primero, vean más cine, o que reflexionen mejor sobre él. El cine es sueño, y quizá lo que mantenga a flote a Tarantino en esta cinta sea precisamente eso: los hilos (endebles a menudo, pero hilos al fin) que lo mantienen en contacto con lo onírico y lo llevan a reescribir un acontecimiento.

Una de las mejores secuencias del filme, durante el episodio en la taberna.

Ética y violencia
Lo que sí se le puede cuestionar a Tarantino debe formularse desde otra dirección.
Digamos de entrada que Quentin es el mejor caricaturista que nos ha dado el cine de los ochenta. Ese es su contexto y hay que ubicarlo ahí para tratarlo con justicia. Allí radica también su popularidad. Sus filmes son visualmente epidérmicos, muy orientados al deleite de la imagen por la pura imagen, con un regodeo en la violencia explícita que vuelve a Tarantino muy cercano al novelista Stephen King que alguna vez afirmó: “escribo historias para las personas a las que les gusta detenerse a ver accidentes de tránsito”.
Tarantino es exactamente igual. Con sus Perros de reserva encontró una forma redituable y novedosa de atrapar al público con el tratamiento de una violencia que, por muy sangrienta que sea, de todos modos se mantiene trivializada, “ajena”, por la lógica mediática que la convierte en espectáculo. Esa lógica incluye el aligeramiento del horror a partir de diferentes mecanismos humorísticos (el gag, la frase mordaz, las situaciones paródicas y la ironía).
Maestro en esta forma de endiosar a la brutalidad, Tarantino (Tennessee, 1963) se ha convertido en el referente más indispensable de las generaciones a las que representa: aquellas que nacieron en los años sesenta y que madurarían a fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Generaciones perdidas en algunas latitudes, muy desideologizadas en otras, todas amamantadas ya por la TV, por el hoy prehistórico Nintendo y por la cultura del naciente videoclip.
El asunto es, pues, que Tarantino pertenece a esa “cultura de lo trivial” que ha contribuido eficazmente a domesticar a las sociedades de este nuevo milenio. Sólo de pasada: nuestro actual presidente, Felipe Calderón, pertenece precisamente a la misma generación (y así nos está yendo… aunque en su descargo hay que decir que nos estaría yendo casi igual con cualquier otro de los suspirantes de la última contienda presidencial).
Como sea, el hecho es que más vale tomar muy en serio al cine de Tarantino. No sólo en términos cinematográficos, sino extra cinematográficos. A través de sus obras podemos explorar y comprender muchos de los deterioros y excesos de nuestra realidad y de sociedades cada vez más indolentes, más anestesiadas, más indiferentes ante el espectáculo de una violencia que ya nos alcanzó en la vida real, pero que ya no nos sacude como debería. (“Ver a Donny matar nazis a batazos en la cabeza es como ir al cine”, le admoniza Raine al cautivo sargento alemán Werner Rachtman en una escena, instándolo a que revele sobre un mapa posiciones enemigas).
Aquí llegamos a la cuestión de la ética. No para imponérsela a ningún creador (lo cual sería absurdo, ya que el arte, por sí mismo, es ajeno a cualquier código normativo de esa clase), sino para problematizar la pertinencia y el lugar de cada artista dentro del mundo creador, una vez expuesta su obra.
En este sentido, Tarantino es nuevamente un referente importante, esta vez por su cinismo, que es muy representativo de la actualidad. Contra ese cinismo se puede poner, a modo de contraste, el cine de otro gigante de la pantalla: el alemán Michael Haneke (Baviera, 1942), de quien en este festival veremos esa discreta obra maestra llamada El listón blanco (The white ribbon, 2009), con la que se llevó la Palma de Oro en Cannes.
La comparación es muy iluminadora porque los temas en todo el cine de Haneke también han sido (como en Tarantino) la violencia y la crueldad. Pero Haneke ha tratado estos tópicos virtuosamente, para mostrarnos a través de ellos cómo son la consecuencia de la disfunción secreta de un sistema socioeconómico.
Lo interesante con Haneke, desde su bella opera prima El séptimo continente, es su lúcida conciencia política y la manera en que ha buscado hallar el lenguaje cinematográfico apropiado para no volverse cómplice de la violencia a través del cine. Su tratamiento de la crueldad, en todas sus películas, subordina la estética a una ética de la representación. Y es que Haneke se pregunta constantemente hasta dónde puede mostrar la crueldad humana. Ni siquiera en su película más tremenda, Funny Games, ha traicionado una premisa de trabajo: las formas que un cineasta elige definen qué dice sobre un tema dado. En este sentido, un plano de Haneke nunca ha sido cómplice de la brutalidad humana. Y sin embargo, sería difícil encontrar un cine más cruel que el suyo.
Ahí es donde Tarantino, a costa de su enorme popularidad, ha tenido que sacrificar una de sus aspiraciones más íntimas: crear una obra tan profunda como la de, digamos, su admirado Sergio Leone.
Es el precio adicional que se paga por rozar perpetuamente la línea divisoria entre el plagio y el homenaje, por más que Tarantino asuma abiertamente que “los grandes artistas roban, no hacen homenajes”.
Así ha sido desde sus Perros de reserva (1992), que fue una copia (y en la secuencia climática, hasta plagiando plano por plano al original) de la aún muy desconocida City on Fire (Ringo Lam, Hong Kong, 1987). Valga aquí el comercial: los que no tengan opción de comprar City on Fire vía Internet en tiendas estadunidenses, pueden buscarla en el DF, en el popular tianguis de El Chopo o en el no menos popular “cineclub Balderas”. Si, de plano, no hay ni oportunidad de eso, pueden descargarla (pero en idioma cantonés original con subtítulos en inglés) en Torrent desde el sitio:
http://bt.avistaz.com/details.php?id=11938991a24eb5559af984ae0387fdc336405e6e

El lobby del cine Le Gamaar, donde se registra el descenlace del filme.

La autoconfesión perfecta
Bastardos sin gloria sirve también como el perfecto vehículo confesional de Tarantino. Nunca el cineasta se había retratado a sí mismo con tanta transparencia como lo hace aquí a través del personaje del teniente Aldo. En este sentido, Brad Pitt se convierte en el fetiche tarantiniano ideal.
A semejanza del líder de Los Bastardos, Tarantino se engolosina pensando en sí mismo como un apache del Séptimo Arte que galopa a pelo sobre su mustango, que arrebata cueros cabelludos y que se entrega a atormentar reivindicativamente a los villanos del cine tradicional, académicamente correctos, chatamente lineales y estrechamente moralistas.
Es, finalmente, claro, una pose más. Porque Tarantino termina en este filme más tradicional y moralino que en el resto de sus películas, e incluso, en el fondo, menos audaz y más convencional que aquellos a los que parece despreciar. Pero hay que concederle que asume su pose sin remilgos. No es sino él quien habla a través de Aldo (“Yo nací en Tennessee”). Y no es sino él quien se maravilla de sí mismo como Aldo en la última línea de la película, tras marcar con su estigma la frente de su antagonista (“creo que esta sí es mi obra maestra”).
En el inter de todo esto, Tarantino hasta se permite decirnos sin disimulo quiénes son los que han ganado el Gran Juego y con qué clase de villanos lidiamos ahora. El monstruo ya no es el déspota alucinado que, a pesar de sus delirios, pretendía un ideal sobrehumano. El monstruo es ese pequeño, duro y frío asesino a sueldo cuyo único ideal es traicionar y prostituirse en nombre del mejor postor.
Así va a estar esta noche en el teatro Morelos. A la salud de todos ustedes.

EN VIDEO

El tráiler de Universal Pictures dedicado a Bastardos sin gloria