La mitad del mundo, de Jaime Ruiz Ibáñez

Develación y Epifanía


Fuerte como la muerte es el amor
El Cantar de los Cantares



La competencia oficial de largometrajes mexicanos en el VII Festival Internacional de Cine comenzó el domingo con la proyección de La mitad del mundo, opera prima del debutante (pero en absoluto inexperto) Jaime Ruiz Ibáñez (DF, 1963). El filme, de 92 minutos, es en cierto sentido una significativa revisión a dos de sus más antiguos filmes: el cortometraje La caja (con la que el cineasta debutaba en 2003) y el mediometraje Castigo divino (2005).

Pueblo chico…
La mitad del mundo se ambienta en un pueblito de la provincia mexicana en donde predominan las mujeres, los ancianos y los niños. En uno de esos hogares viven la ya madura doña Graciana (Luisa Huertas) y su hijo veinteañero Mingo (Hansel Ramírez), quien padece ligeramente del síndrome de Asperger, una disfunción emocional a menudo comparada con el autismo, pero que es completamente distinta.
Como todos los pacientes de Asperger, a Mingo le cuesta entender cosas que no sean explícitas, pero también posee una poderosa sensibilidad y un interés obsesivo por determinados temas, que en el caso de Mingo es la poesía. Esta característica, tan específica de los Asperger, lo ha llevado entre otras cosas a memorizar el largo poema de El Cantar de los Cantares (Shir Hashshirim, atribuido a Salomón, hacia 980-922 antes de Cristo) y también lo conducirá a emprender una bella y detenida exploración del erotismo cuando su sexualidad despierte y, dada su condición de “el tonto del pueblo”, se convierta en el juguete sexual de varias de las solitarias y/o desatendidas mujeres de la comunidad.


… Infierno grande
El protagonista de esta historia es, pues, un personaje absolutamente inocente, transparente, de una sola pieza. En este sentido, Mingo no es un joven, sino apenas un niño que ha tenido la suerte (y la desgracia) de estar particularmente “bien dotado”.
Esto es importante. Físicamente, Mingo estará en sus veinte, pero mentalmente es casi un niño de ocho años. De ahí lo inquietante de su situación, porque en más de un sentido se convertirá en la víctima de una violación que se tornará colectiva (y que alcanzará dimensiones rituales en una de las escenas más perturbadoras del filme), al despertar la lubricidad de mujeres amatoriamente abandonadas y hambrientas de cariño, empezando por su propia madre, pues tanto doña Graciana como su hijo sostienen una relación ambigüa en ese sentido (nunca se consuma, pero siempre deja puertas abiertas), aunque también predomina una gran dosis de ternura.


Retrato coral
Pero lo anterior es mera anécdota. Una de las cosas interesantes en La mitad del mundo es cómo a partir de la situación descrita el filme nos permite ir conociendo la historia y los secretos de los habitantes de ese pueblo cuyo centro de gravedad (como en tantas comunidades del mundo rural mexicano) es la parroquia local y su sacerdote.
Vemos así un atento estudio que nos muestra “las dos mitades del mundo”, aquellas en las que somos ángeles y demonios (o esos extremos, del lado de uno de los cuales están los santos y en el otro los pecadores, de los cuales siempre estamos participando).
Desde esta perspectiva, no hay complacencias en esta película. En La mitad del mundo, la familia como eje nuclear de la sociedad está devastada. Vemos a mujeres cobardes que no sacan la cara por sí mismas o por sus hijos. Mujeres descuidadas y sometidas por sus maridos, como es el caso de Zenón (Fernando Becerril, actor de cabecera en varios cortos del cineasta), quien interpreta al cacique y presidente municipal del pueblo, y su insatisfecha esposa (Isaura Espinoza).
Mientras, los intereses del propio Mingo se dirigen a la bella jovencita elegida Reina de la Primavera (Paula Gaytán como el amor platónico de nuestro personaje) y a otra muchacha que (ella sí, autista), ha sido perpetuamente discriminada y que en determinado momento es considerada como la pareja ideal para Mingo.
De una a otra cosa, lo importante es que los personajes de esta película viven en un pueblo enfermo, porque es un pueblo de corazones rotos. Y como bien sabemos, no hay mejor territorio que ese para que crezcan a sus anchas la amargura, el disimulo, la envidia, el chismorreo y, sobre todo, la doble moral (esa del famoso “vicios privados, virtudes públicas”).
Es aquí donde la película deja de ser la comedia que parecía al comienzo (con algunos notables momentos de humor negro) y va adquiriendo los visos de una tragedia. De hecho, el filme es una tragicomedia porque, tras pasar por situaciones muy angustiantes, el desenlace es finalmente luminoso.
Y es que en ese pueblo de silencios cómplices, de verdades que se callan para guardar las apariencias, otro de los pocos personajes jóvenes del pueblo cometerá una violación contra una de las muchachas y, aprovechando la devoción que todos saben que le guarda a ella Mingo, manipulará las cosas para que la culpa del ataque recaiga sobre él.
En este tenor, el filme también formula un retrato muy duro hacia el párroco del lugar, quien a pesar de su labor pastoril es incapaz de evitar acechanzas y complicidades que son muy familiares en la vida real y que en la película alcanzan su clímax en dos momentos precisos: su manera de abusar de una criatura en desventaja y la complacencia con que permite el linchamiento (una lapidación, al más puro estilo del Antiguo Testamento) de alguien que él sabe que es inocente.


Clásicos fundacionales
Otro de los aspectos interesantes de esta película (claro, a condición de conocer realmente el trabajo previo del director) es la manera en que La mitad del mundo le permite al cineasta reenfocar y desarrollar temas que han sido recurrentes en varios de sus cortometrajes previos.
En efecto, tal como la prensa no ha dejado de repetir como periquita (casi siempre de oídas, por lo que se ve, nomás chutándose información de la Internet o del programa oficial del festival), La mitad del mundo tiene su antecedente en La caja (guiño de resurrección incluido), en donde Ofelia Murguía interpretaba a una madre de condición humilde y a su ya maduro hijo autista, a quien le daba miedo dormirse solo por la noche, quienes compartían una relación muy compleja, un poco a la “Bonnie & Clyde”, a la hora de afrontar juntos a un mundo muy alevoso.
Pero para ser completamente justos, hay que decir que la situación esencial, tanto en La caja como en La mitad del mundo, encuentra su mejor premisa en el mediometraje Castigo Divino (2005), que fue una muy aceptable adaptación cinematográfica de Jaime Ruiz Ibáñez a la pieza teatral El amor de Fedra (Sarah Kane, 1996), que aquí en Michoacán acabamos de ver apenas hace unos meses en dirección del talentoso Mauricio Pimentel.
Como vimos en Pátzcuaro, El amor de Fedra reelabora la tragedia original de Séneca, en la que Fedra sucumbía a una pasión devastadora y obsesiva por Hipólito, hijo de Teseo, su marido, para luego acusar a Hipólito de haberla violado y suicidarse.
En Castigo Divino, a las vueltas de tuerca que la propia Sarah Kane le daba al original se sumaban las del propio director Ruiz Ibáñez.
Una mirada atenta a La mitad del mundo (séptima opera prima emprendida por el CUEC) nos permite distinguir todavía a Fedra e Hipólito en los personajes de doña Graciana y Mingo, pero esta vez ha ocurrido algo adicional. Siguiendo la sabia actitud de acudir a los clásicos, Ruiz Ibáñez ha tomado la historia más clásica de todas, la anécdota fundacional de nuestra cultura occidental: la vida de Jesús, para extrapolarla con enorme sutileza a este filme.
Es de aquí, me parece, de donde se desprende la potencia de la película. Debajo de sus anécdotas, detrás de la clara denuncia de males sociales y de su atento estudio a ese “México chiquito” que es la provincia (en palabras de Carlos Monsiváis), La mitad del mundo es una inteligente parábola de los Evangelios (y es inteligente porque el cineasta sabe reformular su tema capital: el triunfo de la inocencia y de la justicia) sin quedar prisionero en la camisa de fuerza del Dogma (ese "pollo de Holocausto", en vez del Cordero, je, je, je).
Esto, y no otra cosa, es lo que también aleja a La mitad del mundo de cualquier comparación superficial con referentes (excelentes por lo demás) como El crimen del padre Amaro (2002) y Barbacoa de Chivo (en Cero y van cuatro, 2004), ambas de Carlos Carrera, por ejemplo. La intención es muy clara en La mitad del mundo desde la referencia explícita de El Cantar de los Cantares. Como escribe José Emilio Pacheco: “Como texto sagrado, El Cantar de los Cantares es una alegoría de la unión de Dios con Israel, de la divinidad con el alma humana y de Cristo con la Iglesia. En términos no místicos sino terrenales es una celebración del deseo mutuo, de la legitimidad y la dignidad del placer” (en el prólogo de El cantar de los cantares. Ediciones Era y El Colegio Nacional).


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