ILE, DE ANA ALANÍS:

LA DESOLADA PERSISTENCIA

The day the walls of the cities / will crumble away / uncovering our naked souls, / we'll all start singing, / shouting, screaming / loud , loud , loud , loud.
Vangelis y los Niños de Afrodita en el álbum 666 (1972)



Instalada en una radical frontera: aquella que media entre la árida desolación de la arena y el arrullo infinito y maternal del mar, yace la isla, ovillada sobre sí.
A solas despierta, piedra entre las piedras. Oleaje mineral que se desenrosca y asciende por la evolución en un delirio que va de la piedra al reptil, del reptil al homínido, del homínido al humano capaz del sueño pero también de la alegría, del anhelo, de la tristeza o el desconsuelo ante la conciencia de su propia soledad.
Y esta presencia solitaria, que continuamente oscila entre la isla-entidad (que es quietud e inmovilidad) y lo humano-individuo (que actúa y busca relacionarse con lo que le rodea), habita el escenario para practicar una permanente sucesión de ensayos.


El ensayo lo abarca todo en Ile (Isla), el más reciente trabajo de la coreógrafa Ana Alanís. Ninguna intención es definitiva. Sólo cuenta la tenaz persistencia de llegar a ser.
La obra se inspira libremente en el texto Relato (Récit), del escritor y poeta francés Edmond Jabès, y fue estrenada en Morelia este diciembre como resultado de un proyecto apoyado por el Sistema Estatal de Creadores (Secrea), a través del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico de Michoacán (Pecdam).


Inscrita dentro del movimiento butoh, Ile es danza, pero ante todo ofrenda. No veremos aquí fraseos corporales, secuencias de movimiento o algún diseño formal propios de lo que llamamos danza contemporánea. Esta experiencia remonta esas estructuras en pos de generar su propio lenguaje. Es más un ritual sanador, en la medida en que la verdad estética restituye y ordena nuestros atributos humanos, dándonos la oportunidad de la plenitud.
En Ile el cuerpo deviene sentimiento puro; los movimientos, emoción en acto.
Desde este punto de vista, el personaje tiene vocación de poeta. Es su tarea cantar y tocar y vivir como si fuera el primero en hacerlo.
Para ello mantiene de manera especial una permanente interacción con las piedras que la rodean y la refieren, y que pudieran ser, cada una a su manera, como la rosa de El Principito (Antoine de Saint–Exupéry, 1943), a las que dedica apegos, rechazos, pulsos maternales, iras, desilusiones, reclamos y caricias.


En un primer tiempo es la piedra-fardo que se lleva al lomo, acunada por un estribillo siempre inconcluso. La piedra-proyectil, siempre a punto de ser lanzada pero que nunca encuentra destinatario. La piedra-máscara que arranca aullidos largos. La piedra-bebé que surge al mundo en un sereno parto. La piedra rasgueada, percutida y frotada para concebir una música concreta, acusmática, que acompaña cierto melancólico canturreo que es siempre preludio, una pura anunciación quebrada por el llanto, el grito o el suspenso.
Al final, es la piedra-caracola y su mágico sortilegio acuático.


Barrunta el mar y, en un segundo tiempo del trabajo, el eco traslada al personaje a otro ámbito: el de la bruma y el océano.
Es la hora de las delicadas manos-pez y de los cantos de sirena rotos por jadeos simiescos. Es la hora de los fugaces barquitos a los que el náufrago despide con un beso, porque instalado en su cuenco de mar, espuma y marea él mismo, ha asumido y aceptado el incierto asombro de las aguas.
No hay espacio sino para el devoto arrullo a esa piedra permanentemente querida y rechazada, y bajo cuyo peso también se operan las mayores mutaciones: aquellas que conducen de un mundo a otro, de una a otra realidad.


El tercer tiempo será el regreso a la isla y a los intentos de tender lazos con el mundo y con la memoria. Ante todo, de construir esa música órfica, geométrica, inquietante, capaz de articular sentidos arrebatados a la roca y al metal desde el golpe y la fricción, desde la desesperación o la sutileza, y que al final se van apagando en el tenue ascenso del ocaso.
No hay final. Sólo reposo. Un paréntesis. Antes de que vuelva el alba, todo continuará al amparo de la sombra. Ensayo y error, provocación y acierto. Anhelo de decir y ansia de guardar silencio.
Pulsos comunes, que en nada nos son ajenos. Esta es la isla primordial de la que todos somos deudores, todos venimos de allí.
Y es que, como escribe el propio Jabès: "La isla fue en otra época la falta, el agujero, / el olvido. / ¿Cómo se produjo? / Un vacío repleto de piedras / en el medio de las ondas". 



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