Los 7 pecados capitales + 1 / Liliana Mercenario

Pecados de nuestro tiempo

Con el título Los siete pecados capitales y uno más, el museo del Archivo Histórico del Poder Judicial de Michoacán inauguró este martes 22 de mayo una exposición que reúne ocho óleos de la autora Liliana Mercenario Pomeroy (DF, 1955). Los trabajos se alojan en la sala de exposiciones temporales, en la planta baja del ex Palacio de Justicia, en el centro histórico de Morelia.
La muestra ha sido promovida por la galería privada QuadroArte y forma parte de los festejos por el 471 aniversario de la fundación de la ciudad; también se inscribe dentro de las actividades organizadas en torno al Día Internacional de los Museos. Ambas fechas fueron celebradas el pasado 18 de mayo.

EN VIDEO Las obras y la inauguración


Privilegiada dibujante y creadora de figuraciones de explícito aliento metafísico, Liliana Mercenario es de las pocas exponentes de interés que, dentro de esta tendencia, nos quedan en el país. Hace apenas tres años, a comienzos de 2009, la Secretaría de Cultura trajo a Morelia su exposición In–Door (Umbral–es), alojada aquella vez en la galería Efraín Vargas de la Casa de la Cultura, que fue acondicionada ex profeso como un pequeño laberinto de cubículos, íntimo y crepuscular
Ahora, sin una museografía tan ambiciosa, pero con obras que se defienden y se bastan por ellas mismas, la autora propone una revisión de los Pecados Capitales a la luz de las nuevas configuraciones que les brinda la realidad de nuestro siglo XXI. Debido a esta puesta al día, casi todos estos siete “fracasos del alma” están relacionados con temas ecológicos. La única excepción, que corresponde al caso de La Lujuria, se ilustra en un inevitable ámbito de sotanas y pedofilia.
Por otra parte, Liliana Mercenario ha añadido a su serie un título más: La ceguera, como metáfora de la inconsciencia, que deviene así el pecado número ocho. Este añadido es válido y la propia autora (en un texto que fue leído durante el acto inaugural por la galerista Azucena Solórzano) describe el por qué de su pertinencia: en sociedades como las contemporáneas, hiper–comunicadas gracias a las nuevas tecnologías, no hay excusa para que sigamos dándole la espalda a las incesantes noticias que denuncian las distintas formas que adopta nuestra crueldad autodestructiva y nuestros atentados contra la sustentabilidad de la biósfera.


La pieza más interesante de la exposición, en el sentido de que es el eje que articula el discurso de los demás ejercicios plásticos, es precisamente La ceguera. La propuesta, casi sobra decirlo, retoma una parábola bíblica (Mateo, 15:14) que gozó de una amplísima difusión a partir de la Edad Media y que, surcando las edades, ha llegado hasta nuestros días: la de los ciegos que guían a otros ciegos. La referencia plástica más célebre es el óleo La parábola de los ciegos (1568, del flamenco Pieter Brueghel el Viejo, que les comparto más abajo). A partir de allí, la autora alegoriza acerca del modo en que ahora nos precipitamos al desastre.
Es la imagen de una tierra yerma, baldía (¿la infinitamente devastada waste land en el poema de Elliot?) por la que avanza un tren lleno de pasajeros que se niegan a ver el erial que los rodea. Ya con los párpados cocidos, ya con bacinicas tapándoles media cabeza, ya con los ojos vendados, cubiertos por las manos o testarudamente cerrados en un acto de suprema obstinación, los personajes son ajenos al árido paisaje de rocas opacas, chamuscadas, que está sembrado de anuncios que proclaman “¡Compre!” “¡Ahora!” (“¡Buy!” “¡Now!”). En el interior del vagón que ocupa el primer plano, detrás de las figuras de los inconscientes, figura una irónica variante de los anuncios del exterior: la frase “Buy, buy; bye, bye” (“Compre, compre; adiós, adiós”), que apenas se adivina en las paredes y que no hace sino anunciar el destino trágico que aguarda a los pasajeros. Y es que al fondo de la composición, sin que ellos lo adviertan, el espectador puede ver cómo el tren está descarrilándose en un abismo que se incendia de rojo.


De modo que la antiquísima parábola de los ciegos adquiere una legítima actualización al recibir un nuevo contexto: el de un mundo consumista cuyas demandas irracionales están terminando de agotar los recursos del mundo natural.
Lo anterior, en cuanto al tema. Por lo que toca a los valores plásticos, La ceguera comparte características presentes en el resto de los trabajos de la autora.
Lo primero es que, firmemente establecida en su dominio del dibujo, Liliana Mercenario se permite muy sutiles deformaciones de perspectiva al espacio que habitan sus personajes y sus metáforas. Con su gran seguridad dibujística le da una definida cualidad elástica que genera escenarios inquietantes o perturbadores de la manera precisa en que lo son los paisajes que suelen poblar nuestros sueños.
Por otra parte, su original empaste, que se sostiene en una vibración dramática del tono, así como su manejo del claroscuro para acentuar climas de extrañeza o de patetismo, apoyan la estilización con la que dibuja a sus protagonistas.
Estos tres recursos: la vibración tonal, la deformación onírica y la estilización de formas que han sido concebidas con una gran sabiduría dibujística, son algunos de los rasgos que asocian a buena parte de la obra de Mercenario Pomeroy con cierta vertiente surrealista, lo cual es cierto, pero ocupa algún matiz.


No está de más recordar que lo que buscó el surrealismo fue concebir un mundo expresivo capaz de manifestar la gran síntesis entre el consciente y el subconsciente. Freud y el psicoanálisis (novedosos cuando emergía el movimiento encabezado por Bretón) le dieron a los surrealistas los argumentos teóricos para incursionar en el territorio de los sueños… pero no de los sueños cotidianos, sino de esa clase de sueños profundos que Evelyne Veilenmann describe como” ondas en nuestra alma que se van haciendo visibles”, es decir: aquellos donde se logra trasponer la relación consciencia–realidad y es posible vivificar y darle mayor plasticidad a las figuraciones procedentes del instinto, de lo onírico y aún (en la vertiente metafísica del movimiento, que es a la que pertenece Liliana), de lo mítico y de lo fantástico.
Puede ser de interés notar que esta vertiente metafísica del surrealismo (a la que hay que distinguir de la línea psicologista, más “científica”, que fue la que abrazó el grupo de íntimos a Bretón al comienzo) fue encontrando su propia forma a partir de una influencia decisiva previa: el romanticismo que, desde la literatura, configuraron esos grandes autores que fueron Lautréamont, Novalis, Mallarmé, De Nerval, Baudelaire y Rimbaud.
De modo que lo que Liliana Mercenario nos comparte hoy en Los siete pecados capitales y otro más es un neorromanticismo desde el cual crea, en sus mejores momentos, firmes relaciones metafóricas que tienen además el interés de increpar a las injusticias del mundo (lo que las hace contestatarias) y una propuesta de concientización.


Estos dos últimos rasgos le otorgan una dimensión adicional a estos lienzos: una intención didáctica que se conecta al espíritu gótico medieval. Y es que ¿no es esto lo que cultivaron autores como Hyerónimus Bosch? Todo el arte funerario y religioso de aquel periodo tuvo como objeto estremecer a los espectadores y hacerlos temer el destino del Infierno, con el fin (absolutamente pragmático) de que enmendaran su conducta.
Evidentemente, los artistas como Bosch crearon sus alegorías sobre el sentido religioso que representaba la idea de mundo dominante en su época y fue este sustento el que le dio a sus obras una sólida resonancia social, propia de su tiempo.
Hoy, cuando nuestra idea de mundo ya no procede de la religión, sino de la ciencia, Liliana acierta al manifestarse desde esa perspectiva. En La soberbia, por ejemplo, cuestiona la manipulación genética en granos y animales de granja.
No le son ajenos otros ejes. En La envidia los tres personajes del primer plano, cubiertos con abrigos y chamarras de piel, sirven para denunciar la indiscriminada matanza de especies, pero también para exhibir la fatuidad de las clases pudientes gracias al contraste con el personaje proletario que aparece en segundo plano.
En La avaricia, en fin, muestra el desenlace al que conduce la auto depredación de ese enjuto personaje que, revelado como el menesteroso que realmente es, prepara a la intemperie su cobija/mortaja hecha de cientos de billetes.
Pero lo importante es acudir a ver esta serie plástica que aspira a ser la voz de una conciencia que necesita sacudirse la modorra para hacer frente a los delirios, tormentos y deterioros de nuestros días.