Hoy andaría rondando los 105 años de edad y habría sobrevivido a todos los artistas de la generación de la Escuela Mexicana de Pintura, a la cual perteneció. Quién sabe si tal longevidad le habría arrebatado, a cambio, el aura de leyenda que la rodea y que la ha convertido a ella y a su obra en epicentros de la Fridomanía: esa fascinación por Frida Khalo que oscila entre el esnobismo, el homenaje y el folclor.
Lo cierto es que, como tantos otros personajes–ícono de la devoción popular, Frida Khalo murió temprano, apenas a los 48 años. Pero a casi seis décadas de su muerte, ocurrida en 1954, su presencia permanece muy viva en el imaginario de aquella clase media de la que formó parte.
Una prueba (por si hiciera falta) es el monólogo ¡Soy Frida! ¡Soy libre!, escrito hace apenas seis años por el prolífico dramaturgo y médico cirujano Tomás Urtusástegui (DF, 1933). La más reciente versión de esta puesta abrió el domingo, en Morelia, en el foro La Bodega, la extensión Michoacán del festival de monólogos Teatro a una sola voz, que cumple en tierras pirindas la última etapa de su circuito nacional.

Contexto y apuntes
Distribuido en siete monólogos y en tres cuadros musicales delicadamente coreografiados al amparo de sentidos temas de Chavela Vargas, el monólogo ¡Soy Frida! ¡Soy libre! congregó a un público muy numeroso. Y es que no había pierde. Para la mayoría, fue la oportunidad de un reencuentro con su amoroso y combativo fetiche. Para los que realmente sabían, fue además el privilegio de comulgar con las intensidades del tándem Aura/Muro, que se reunió en este proyecto luego de cosechar merecidos éxitos con la fuerza y eficacia de Mujer on the border, que vimos aquí en Morelia en octubre de 2008, dentro de la Semana Nacional del Migrante.
Fue una gran noche. Una noche con Martha, una noche con María. Y, gracias a ellas, una cumplida noche con Frida.

EN VIDEO / Aspectos del monólogo inaugural

¡Soy Frida! ¡Soy libre! es un homenaje. Como escribía líneas arriba, fue concebido por Tomás Urtusástegui, con el fin de conmemorar el centenario natal de la artista, celebrado en 2007. El autor, que lleva escritas, al día de hoy, 337 dramaturgias, concluyó la que nos ocupa en 2006 y al año siguiente, hacia octubre, la actriz Martha Aura prestó su voz para una lectura dramatizada de homenaje que se transmitió por Radio Educación a nivel nacional. Desde entonces, el monólogo ha sido montado dos o tres veces, una de ellas en reclusorios de Chihuahua, durante 2008. Pero la versión más significativa es la que pudimos compartir el domingo. Esta versión viene de cumplir una amplia temporada en el foro La Gruta, en el DF, que comenzó en 2011.

Como el homenaje que es, ¡Soy Frida! ¡Soy libre! recapitula sobre la vida de su protagonista. Es un conjunto de breves crónicas y reflexiones acerca de la mujer que nos legó, como testimonio de su paso por este mundo, un centenar de obras, la mayor parte de ellas autorretratos que con ávida vehemencia alegórica se ocupan de registrar las estaciones de permanente deterioro de su fisiología, tras las secuelas de su poliomielitis infantil y del violento accidente de tránsito que en plena juventud (a los 16 años, en 1923) le destrozó la cadera y la lesionó gravemente de un brazo, una pierna y la columna vertebral. Entre otras secuelas, la tragedia la incapacitó para tener hijos.
Lo interesante con Frida es la manera en que afrontó los desafíos de su condición y salió adelante.
Condenada a largas estadías en cama, encontró su vocación en la pintura y tuvo la suficiente presencia de ánimo para ir a buscar a Diego Rivera, ya célebre en ese entonces, para pedirle opinión y consejo sobre su trabajo. Los dos se enamoraron y formaron una de las parejas más extraordinarias del siglo XX en México. Los apodaban “el sapo y la paloma” (Diego tan corpulento, desgarbado y de ojos saltones, Frida tan frágil y tan atenta a sus atuendos y apariencia). Ambos militaron en el Partido Comunista Mexicano y participaron de la vida intelectual y cultural del país en aquellos años laboriosos en los que se definían los rasgos de la identidad nacional que emergió de la Revolución Mexicana.

Siete estaciones
En el principio es el nombre.
Inevitable.
Sin un nombre, no se es.
Y el de Frida toma por sorpresa a la misma Frida. “¡Qué nombre!”, exclama. Y procede a desmenuzar las significativas minucias del suyo: Magdalena Carmen Frida Khalo Calderón, tras preguntarse si es el nombre el que muestra el destino de cada uno o si es el destino el que elige el nombre.
He aquí, pues, en el primero de los siete monólogos, distintas conjugaciones de lo nominal.
Es el nombre-juego de palabras: Frida/Freedom, como vocación de libertad desde el bautismo. “Eso he querido y para eso he luchado: para ser libre de amar, decidir, para escoger mi patria, para luchar contra los imperios… para ser mujer; para pintar a mi estilo, no al de otros”.
Es el nombre-anatema desde la tradición judeocristiana que acota nuestra tradición occidental: “ganó mi madre; me puso Magdalena porque sabía que, como la de la Biblia, iba yo a ser una buena puta…una puta arrepentida, pero una puta, al fin y al cabo. Fue Diego, y no Jesús, quien me redimió de mis pecados”.
Es el nombre/reafirmación trágica: “Carmen, como la de la ópera, fue otra puta. Así que yo sería y fui una doble puta. Puta para los hombres y puta para las mujeres. Y, finalmente, un apellido para desatar el hilo de las asociaciones: “Khalo… me suena a cal. En mi vida ha habido más arena que cal. Y yeso. Mil veces lo he tenido. Yeso que ha envuelto mis piernas, mis brazos… mi cuerpo”.

Tras la afirmación nominativa, viene la reafirmación de género en el Monólogo de la mujer. “Soy mujer, y a toda honra”, profiere, calados los hombros con un hombruno saco. Recuerda el placer de vestir prendas varoniles desde joven, para contrariar a sus padres y desafiar las normas en uso, muy consciente del papel de la mujer en el México de la primera mitad del siglo XX: Ninguneada por la religión, sin derecho a la igualdad, al pago por su trabajo, sin la posibilidad de votar.
En un mundo de y para los hombres, “si mis enfermedades me impidieron hacer muchas cosas, ser mujer me impidió muchas más”.
Lo anterior, junto con el reproche de no haber sido nunca reconocida porque “yo era la mujer de Diego, la querida de Diego, la señora de Diego. El pintor era él; yo me divertía dibujando”.
Las reflexiones concluyen con una atajada revanchista: “Algún día, estoy segura, demostraré que soy tan o más importante que Diego Rivera y todos los demás. De mí se hablará más que de ellos. Quiero probar que, si los hombres tienen güevos, las mujeres tenemos ovarios, y que estos son más valiosos. Sin nuestros ovarios nadie existiría en este mundo”.

En el tercer monólogo, dedicado a los temas del amor y el sexo, afirma desde su diván:
“Confieso que he amado, y no que he vivido, como diría Neruda. Y he amado a un solo hombre: a mi Diego, a mi gordo, a mi sapo, a mi todo (…). En muchos de mis cuadros lo dibujo sobre mi frente para decir que es mi guía, mi ojo mágico, mi tercer ojo. Todo es por él, y así fue desde que lo conocí”.
“Dicen que me engañaba. Nunca lo hizo. Engañar es decir cosas falsas y él no las dijo. Sencillamente me avisaba que ese dia se iba a acostar con fulana o con sutana. Me daba gusto por él; conmigo no siempre podía hacer el amor por mis enfermedades. Entonces era justo que lo hiciera con otras”.
“Viejas no le faltaron, pero de ninguna se enamoró… Bueno, creo que de una sí: de María, María Félix, la Doña. De ella sí tuve celos… pero me vengué. Logré que la mujer deseada por todos me deseara a mí”.
El apartado le permite asimismo una disgresión acerca de su lance amatorio de mayor altura: su encuentro con el artífice del comunismo ruso, el perseguido León Trosky.

Durante el Monólogo político detalla su amistad con Tina Modotti porque era fotógrafa, como el padre de Frida, y por su ideología. Ella la llevó las juntas del Partido Comunista, donde se quedó porque “ellos decían luchare por lo que yo creía: igualdad de la mujer, bienestar del pueblo, salud y educación para todo el mundo, trabajo y seguridad… y si para lograr eso había que quitarle un poco a los ricos, pues qué gusto. Todo para todos. Era lo contrario de lo que pensaban los norteamericanos: todo para nosotros, nada para los demás”.
Cabe en este segmento un apunte a su fascinación por Antonio Mella (el célebre activista cubano acribillado en la calle, al lado de la Modotti, que salió indemne) y al cual no pudo hacer suyo. Por lo demás, recuerda que Diego también pertenecía al partido “y lo mismo todos los que tenían valor en México”.
El Monólogo del arte da paso a una protesta legítima: “¡Yo no quiero pintar luchas ajenas; yo quiero pintar mi lucha personal! Conmigo misma, con mi dolor”, proferida contra el Diego que la azuza a que pinte murales, a que pinte al pueblo y sus sufrimientos “como buena comunista”, mientras (inquietante declaración sobre el alcance de las influencias del muralista) le ofrece el muro que ella quiera: la basílica de Guadalupe o el castillo de Chapultepec.
Los dos monólogos finales, uno dedicado a La libertad y la mexicanidad y el último al dolor, tienen líneas y trazos contundentes:
“Lucho por la libertad siendo una mujer que no puede ser libre. Soy libre para escoger a quien amo. Y eso es a él, a Diego Rivera. Tan libre soy, que me divorcié de él cuando se me antojó y volví a casarme con él un año después. Soy libre… hasta para darme en la madre a mí misma”.
Y:
“¿De qué soy dueña yo en este mundo? De nada, excepto de mi dolor. Quiero morirme. Morirme de a deveras. Porque de a mentiras he estado muriéndome toda la vida”.
El trabajo cuenta con una producción discreta y muy bien problematizada: media docena de atuendos propios de Frida penden en el escenario, acotando los espacios para una mesita con fotos y otros objetos y la indispensable silla de ruedas. La actuación de Martha Aura, instalada por completo en el realismo, brinda matices e intensidades con precisión milimétrica y remonta incluso dos brevísimos lapsus que, de hecho, casi ni se notan porque el personaje sigue vivo, de carne y sangre, a despecho de los mínimos deslices.
Una velada cumplidora.

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