Ritual Purépecha, de Foro-4

Mito y documento


El niño, cuando nace, cae a la tierra como el maíz. Nosotros también caemos a la tierra; caemos a la tierra para ser sembrados, como el maíz.
Conseja náhuatl

Aspecto al maquillaje corporal, uno de los códigos empleados en la puesta Ritual purépecha.

Sin el maíz, sería imposible pensar en América Latina tal como la concebimos. En corto: sin la milpa, el paisaje rural de nuestras naciones sería irreconocible.
Pero el tema del maíz remonta el ámbito agrícola. Más que una planta, es uno de nuestros grandes símbolos continentales y, particularmente, un referente de diálogo intercultural entre distintas etnias del hemisferio. Digamos que es el alimento más generoso de todos: ha nutrido a nuestras diferentes culturas desde parámetros identitarios, cosmogónicos, políticos, sociales, productivos y económicos.
Por lo demás, el teosinte (que es el nombre propio del maíz doméstico, cultivable, que todos conocemos) surge en el altiplano mexicano hace unos nueve mil años y de allí comienza a extenderse hacia el sur, siguiendo las rutas emprendidas por los grupos humanos que lo domesticaron, de modo que el grano tiene en México su significación más antigua.
A pesar de lo anterior, el maíz está sufriendo la misma suerte que el mundo rural en general y que el ámbito de la producción agrícola en particular. De manera especial, el abandono del campo mexicano por parte del Estado ha encontrado su más reciente configuración en la manera en la que distintas firmas extranjeras operan en nuestro país para experimentar a campo abierto con especies de maíz transgénico (genéticamente modificadas). La amenaza detrás de estos experimentos es absolutamente real: puede llevar a la desaparición de la amplia diversidad del maíz en México. Un simple chapuzón en la internet puede conducir a decenas y decenas de estudios interdisciplinarios que se ocupan del tema desde los más amplios ejes de investigación.
La atención brindada al asunto del maíz en este contexto (y por extensión al papel de la tierra como sustento de todo lo creado) es un punto significativo en la puesta en escena Ritual Purépecha, con el que la Compañía Teatral Foro 4, de Morelia, se presentó el martes en las jornadas del II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, en Morelia.

Otra imagen de Ritual purépecha, en la función del teatro Melchor Ocampo.

Escena y documento
Si en El ritual maya (hacia 1994), Foro 4 acudía a textos del Chilam Balam y otras fuentes para hablar de la riqueza mítica de las etnias-madre mesoamericanas y de su sometimiento por parte de los conquistadores europeos, tomando como referencia la experiencia mayense del sureste mexicano, en Ritual purépecha hay una atención similar a los orígenes, a las raíces y a lo mítico, pero desde la perspectiva de un mundo actual en el que la depredación de los modelos productivos tradicionales del campo está destruyendo una riqueza no sólo alimentaria sino identitaria, cultural.
El enfoque del grupo en este trabajo está en deuda con el Teatro-Documento que surge en América Latina hacia los años setenta por influencia del sueco Peter Weiss: un “teatro de información” que usa material auténtico (expedientes, actas, cartas, cuadros estadísticos, balances de empresas, entrevistas, declaraciones oficiales, reportajes, etcétera) y lo da al escenario sin alterar su contenido, pero reelaborándolo en lo formal.
En el caso de Foro 4, esta parte testimonial cobra forma en los fragmentos de una entrevista en video con Guadalupe Medina, mujer de conocimiento y habitante de la comunidad lacustre de Ihuatzio, en Michoacán, a través de la cual se recupera un testimonio directo que nos comparte no solamente el pensamiento mítico aún vivo en relación con el maíz entre la cultura purépecha, sino la percepción del mundo campesino sobre los problemas económicos, políticos y culturales que mantienen acotado al cultivo y lo amenazan.
Mientras, las partes dedicadas al documental se combinan con una representación en escena que hace el contrapunto poético a los “datos duros” manifestados en la entrevista.
Siempre ceñidos al dato real, cuatro integrantes del grupo le dan una representación antropomorfa al maíz y a animales míticos como el coyote (siguiendo, pero sin copiar, la referencia de imágenes como las que han llegado hasta nosotros en el Códice Madrid, el Códice Borgia o en murales como los del Templo Rojo de Cacaxtla o en el tablero de la Cruz foliada en Palenque).
A su vez, los intérpretes dan voz a textos que acentúan la naturaleza sagrada de la planta. El ejercicio se redondea con tres acotaciones indispensables: la primera son los diálogos en purépecha que aparecen como voces en off a lo largo de la representación. El segundo es la música de Jorge Reyes, que viene a ser (voluntariamente o no) el primer tributo público que me toca ver, dedicado al músico uruapense recientemente fallecido e inexplicablemente olvidado por casi todo el mundo. El tercero es la música de pirekuas y la aparición en escena de una mujer purépecha (Alejandra Benítez) en un cuadro final muy pertinente, donde una lluvia de granos de maíz es una celebración de la fecundidad.

Un aspecto del cuadro final.

Obra itinerante
Ritual purépecha comparte una herencia con espectáculos como El maíz, ritual escénico (Jesusa Rodríguez, 2004, estrenada en Nueva York en el marco de la exposición Azteca, del Museo Guggenheim, y apenas vista en México hasta 2006, en la ciudad capital).
La escenografía, al mismo tiempo discreta y sugestiva (como ha sido casi siempre con el quehacer de Juan Arévalo) recrea una milpa. A su vez, el director Sergio Camacho consigue un ritmo eficaz y un uso acertado de lo que podría denominarse una “estética visual precolombina”.
En breve diálogo, posterior a la función, Sergio Camacho recordó que esta obra surge como parte de una beca del sistema estatal de creadores, en 2004, que les fue congelada. El proyecto consistía en realizar una investigación acerca del maíz criollo antiguo y su presencia en la ribera del lago.
“Fuimos a diferentes pueblos, para hallar algo interesante”, señaló, y finalmente encontraron a la señora Guadalupe Medina, “a quien contactamos por amigos en el Centro de Readaptación Social (Cereso) David Franco, donde hemos trabajado con los internos. En una ocasión, al presentar El ritual maya y hablar acerca de nuestro proyecto de investigación, algunos de ellos nos dijeron que en Ihuatzio había una mujer interesante para nuestro trabajo y fuimos a buscarla”.
Desde su estreno hacia 2005, Ritual purépecha ha tenido una vida itinerante, cuya experiencia más reciente fue su participación en una gira de doce días por pueblos aledañas a Valparaíso, Chile, en noviembre pasado, cuando la representaron tanto en ámbitos urbanos mestizos como en comunidades mapuches como parte de intercambios culturales que se emprenden al seno del COTACUM.
Actualmente, Foro 4 trabaja en la adaptación a la escena de una novela sobre Emiliano Zapata. Este grupo nació a comienzos de los años noventa en Morelia y, de entre su repertorio, los títulos que me resultan más significativos son En Altamar, de Slawomir Mrozek y ¡Shhh!, Marcos, de autoría del propio grupo, junto con El ritual maya.
Otros títulos del grupo incluyen Monte Calvo, de Jairo Aníbal Niño; La Pura muerte Pura, con textos de Jaime Sabines y otros poetas; Ángel de mi Guarda, de Adam Guevara; Pedro Páramo y El llano en llamas, de Juan Rulfo y adaptación propia; Ausencias en Movimiento, sobre letras de sor Juana Inés de la Cruz en adaptación de Sergio Camacho, Cosas de muchachos, de Wilebaldo López y un reciente tributo a la poesía de Gaspar Aguilera.
Entre los títulos suyos que no he visto figuran la pastorela Vamos Niños a Belén, Relatos del viejo Antonio, la puesta Viva México con textos de Juan Rulfo, Norma Román Calvo y Teresa Sánchez y un homenaje a Ramón Martínez Ocaranza a partir de su libro Patología del ser.

EN VIDEO


Tres momentos de la puesta en escena del grupo moreliano.
Una noche con Harold Pinter, del grupo La Fragua

El crítico vodevil

El poder es el afrodisiaco más fuerte
Nietzche

Todo poder es una conspiración permanente
Balzac

Una imagen de Conferencia de prensa (2002), quizá el más popular de los sketches de Harold Pinter, representado el lunes en Morelia.

Configurado como una sucesión de doce sketches inspirados en siete dramaturgias, dos guiones de TV y tres relatos de prosa breve del autor británico Harold Pinter (1930-2008), todos hilvanados por un elemento más: fragmentos del discurso El arte, la verdad y la política, que fue grabado en video por el londinense para aceptar el premio Nóbel de literatura en 2005, el grupo de teatro La Fragua, de Honduras, se ocupó de la tercera jornada del II Encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, este lunes. El programa se tituló Una noche con Harold Pinter, pero en realidad fue solamente media noche, pues el grupo centroamericano presentó la primera mitad de su programa original. Se quedó en el tintero (y es una lástima) su versión de El lenguaje de la montaña.

Ya hacia el final de la velada, otro de los sketches ofrecidos por el grupo centroamericano en el teatro Melchor Ocampo.

Testimonio y sketches
Una singular operación se ha registrado en la experiencia ofrecida por La Fragua. El vodevil ha sido la estructura genérica empleada para articular la velada, pero de los rasgos del vodevil habitual sólo ha quedado el elemento cómico (o mejor dicho, humorístico, ya que primero pide reflexionar y luego reir). Por el contrario, la frivolidad y los números musicales han sido exorcizados para generar, de esta manera, una suerte de vodevil crítico y didáctico, cuyo objetivo es acercar la obra de Pinter a los grandes públicos latinoamericanos.
Desde esta perspectiva, Una noche con Harold Pinter le apuesta al contraste permanente de sus dos ámbitos en tensión. El primero es la voz del artista, las palabras del Pinter que reflexiona sobre el proceso creativo, sobre la responsabilidad ética del artista y sobre sus compromisos como ente social. El segundo han sido los sketches en sí y su explícita carga política, siempre cuestionadora de la hipocresía y los absurdos que subyacen al uso del poder, ya sea entre las instituciones (a nivel social) o entre los individuos (a nivel personal). Entre los sketches han sobresalido El aspirante, donde se desnudan todos los múltiples factores extra-laborales que inciden en la selección de un candidato a un puesto de trabajo, desarmando esos “puntos ciegos” en los que la genuina búsqueda de eficiencia pasa a mejor vida en aras de juicios venales y hormonales (el primer sketch del programa). Hombres en venta, donde todos los sinsentidos del culto fetichizado hacia la mujer-objeto son bocabajeados gracias al recurso más simple: invertirlos, para aplicarlos a los varones (quinto sketch), así como Disturbios en la fábrica y la célebre Conferencia de prensa (sketches segundo y cuarto), que se ocupan de diseccionar con una agudeza deliciosa los despropósitos del pensamiento empresarial (esos artículos absurdos, contra los que se rebelan los trabajadores de una fábrica) y del sometimiento de los medios al poder en turno (los reporteros “cumpliendo su papel” ante el Ministro de Cultura, un ex jefe de la policía secreta lleno de esa mentalidad simiesca, propia de quien ejerce la tortura, la coerción y la censura, y que ahora transporta esos modelos a la labor de garantizar canales de ilustración al pueblo).

Esta es la primera vez que se montan en nuestra ciudad títulos de Pinter, recién fallecido el año pasado.

Caricatura y exceso
Hay que celebrar el quehacer de La Fragua con este trabajo. Ante todo porque Harold Pinter es ciertamente uno de los autores esenciales de la dramaturgia europea del Siglo XX, uno de los más lúcidos cuestionadores de los mecanismos y procesos que nos han conducido a la pesadilla neoliberal que hoy estamos pagando todos, aunque no le debamos ninguna factura, sino al revés.
A pesar de esto, también hay que señalar que la función de este lunes ha brindado un retrato muy esquemático, acaso demasiado superficial, del verdadero espíritu pinteriano.
Quienes conocen la obra de Pinter saben que el rasgo fundamental de su dramaturgia es una ironía de matices muy sombríos, pues la principal ocupación de Pinter en sus textos ha sido la de desarmar y exhibir al lenguaje como el instrumento de dominación más mortífero: la palabra como herramienta de poder. Así, la sonrisa que esbozan los textos de Pinter siempre es agridulce y generalmente muy amarga.
Esta cualidad turbia, enrarecida, ha subsistido un poco en la puesta en escena gracias a los textos en sí mismos. Pero el tratamiento del maestro Jack Warner y el registro de sus actores caricaturizan demasiado la ironía y la llevan al terreno de la farsa, creando personajes de trazo grueso cuya composición escénica se ha estereotipado, en detrimento de la fidelidad al autor.
A lo anterior habría que añadir que, por alguna razón, la del lunes fue una función débil, con imprecisiones y erratas que no parecen adecuadas para una obra que tiene ya dos años en el repertorio de un grupo. En el video adjunto a esta entrega aparece una, justo al final del primer cuadro editado, que logra ser salvada por Margo Wickesser (“Creí que ya no venía”, reitera su compañera, olvidando un fragmento de diálogo o perdiendo su continuidad. “Siempre viene, aunque ya no viene tanto como antes. Eso es todo”, concluye Wickesser)
Pero acerca de los trazos gruesos, valga aquí el beneficio de la duda. Es posible que este efecto se deba a la ausencia de la obra prevista para la segunda parte del programa, El lenguaje de la montaña (1988), que es un texto intensamente doloroso (esa anciana kurda, ese sargento turco, enfrentados los dos en un conflicto cuyo fin es anular la lengua materna de la sometida, humillar la libertad implícita en un idioma, para pisotear a través de esa censura brutal la identidad de los conquistados y asesinarla así, con tanta eficacia como podría hacerlo una bala). Es posible, manteniendo en pie la duda razonable, que para equilibrar la crudeza de este otro texto ausente, se haya optado por aligerar los matices de la primera parte del programa. Pero como nos hemos quedado sin ver El lenguaje de la montaña, jamás podremos afirmar con certeza si esto ha sido así.

Espejo y dignidad
Mientras, del discurso de Pinter al recibir el Nobel, acaso valga recuperar de manera particular las líneas finales, aquellas en las que el guionista del filme La mujer del teniente francés detalla:
“Cuando miramos un espejo pensamos que la imagen que nos ofrece es exacta. Pero si nos movemos un milímetro la imagen cambia. Ahora mismo, nosotros estamos mirando un círculo de reflejos sin fin. Pero a veces el escritor tiene que destrozar el espejo, porque es en el otro lado del espejo donde la verdad nos mira a nosotros”.
“Creo que, a pesar de las enormes dificultades que existen, una firme determinación, inquebrantable, sin vuelta atrás, como ciudadanos, para definir la auténtica verdad de nuestras vidas y nuestras sociedades, es una necesidad crucial que nos afecta a todos. Es, de hecho, una obligación”.
“Porque si una determinación como ésta no forma parte de nuestra visión política, no tenemos esperanza de restituir lo que casi hemos perdido: la dignidad como personas”.

El encuentro nocturno de Colin y Mary con el taciturno Robert en Juego veneciano (Paul Schrader, 1990): un filme indispensable para aprehender el mundo de Harold Pinter.

Otra probadita de Pinter
Yo llegué tardíamente a la obra de Pinter. Y no a través del teatro, sino del cine. Mi primera experiencia fue hacia 1992 o 1993, con Juego Veneciano (Paul Schrader, 1990, sobre guión de Pinter, quien adaptaba la novela El placer del viajero, de su incisivo paisano Ian McEwan). El filme me caló y, de los amigos con quienes la ví, la Negra Esquivel afirmó haber tenido pesadillas. Se lo creo.
Más adelante llegaría a mis manos El retorno al hogar y, luego del 2005, cuando la entrega del Nóbel, su recopilación El amante, Escuela nocturna y sketches de revista (Ed. Losada, Argentina), así como la edición traducida por Carlos Fuentes donde figura, precisamente, El lenguaje de la montaña con otros dos títulos. Mi sugerencia a los que quieran conocer a fondo a Pinter es que busquen sus obras y las lean. Y sobre todo que procuren encontrar en alguna tienda de videos o DVD Juego Veneciano (título original en inglés: The comfort of strangers). He ahí una tragedia contemporánea en la que todos los temas propios de Pinter (las palabras como medio de ocultamiento, el erotismo enrarecido, el ejercicio del poder como forma de destrucción…) están a flor de piel, potenciados por la extraordinaria música de Ángelo Badalamenti, la vehemencia del siempre obsesivo director Paul Schrader y la fotografía, a la vez amenazante y melancólica, de Dante Spinotti sobre los paisajes de una decadente y esplendorosa Venecia. Un gran pastel coronado (factor clave para un quehacer tan sutil y contundente como el de Pinter) por un elenco de primera línea en el que sobresalen Helen Mirren, Christopher Walken, Natasha Richardson y Rupert Everett. Hasta anda por allí, perdido en un papel incidental en el epílogo, nuestro Antonio Serrano (Sexo, pudor y lágrimas, 1999; La hija del caníbal, 2003) interpretando a uno de los dos policías que interrogan a Mary.

EN VIDEO

Algunos instantes de Una noche con Harold Pinter, a cargo del grupo hondureño La Fragua.
Los perros, del grupo coahuilense La Gaviota

La ronda de la Fatalidad


El Hombre es lo que importa. El Hombre ahí, desnudo bajo la noche y frente al misterio, con su tragedia a cuestas, con su verdadera tragedia, con su única tragedia... la que se alza cuando preguntamos, cuando gritamos en el viento: ¿Quién soy yo?
León Felipe

La noche de San Miguel / a tu ventana toqué. / No te abro, está suelto / el perro de San Miguel
Folia popular canaria

Así ha sido y será siempre. El bien sigue al mal, y viceversa; el uno es la causa del otro. Se engañan quienes creen poder escapar a tales vicisitudes por la fuerza de la oración y del ayuno
Nicolás Maquiavelo

Sombras en medio de las sombras, Manuela y su hija Úrsula aguardan la hora del destino en la noche de San Miguel en una escena de Los perros, de Elena Garro.

Se abre la noche abismal, infinita. Una noche de epifanías en El Veintinueve, ese pueblito perdido en algún punto de la serranía mexicana, donde se conmemora la fiesta de San Miguel, el arcángel patrono local. Es una noche de alegría: la ocasión de pedir las bendiciones del personaje que derrota a las huestes infernales y que –dice la conseja popular– tiene al demonio sometido, en forma de perro, atado a una cadena. Pero también es una noche de zozobras, pues la superstición afirma que, por unas horas, hasta el mediodía de la jornada siguiente, el Perro de San Miguel es libre para hacer cuanto se le antoje.
En esa noche singular, en la que los manes de la Fatalidad tienen a su merced las vidas de los hombres, una madre y su hija verán cerrarse sobre ellas el puño del Destino, el sello de una maldición ancestral: la de ser depredadas por el macho, convertidas en festín para jaurías que arrebatan inocencias, virginidades y vidas, generación tras generación, en un ciclo milenario, interminable.
En la segunda jornada del II Encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, en Morelia, el grupo de teatro La Gaviota, de Coahuila, habló de todo esto con la puesta en escena de una tragedia antológica en la dramaturgia mexicana del Siglo XX: la pieza en un acto Los perros (publicada en 1983 por la UNAM pero muy probablemente gestada a comienzos de los años setenta), de Elena Garro (1916-1998).

Naturalismo fundacional
Si el encuentro Identidades comenzó con una propuesta absolutamente contemporánea (formalmente minimalista, estructuralmente lúdica, actoralmente ágil e inventiva) gracias a la participación del grupo Boliviano La Cueva, el grupo coahuilense La Gaviota, representante de México, ha venido a recordarnos, en esta segunda jornada, la gran vertiente de la que surge el teatro latinoamericano del siglo XX: la del naturalismo, sin el cual nuestra escena continental tal como la conocemos simplemente no existiría.
Los extremos, pues, se han tocado en estos dos primeros días del foro teatral. Origen y destino. He aquí dos trabajos que se miran a través del arco de las décadas y de los estilos que las distinguen, pero reunidas por una misma vocación: la de idear configuraciones que incidan en nuestra manera de comprender la realidad.
Como teatro naturalista, en Los perros cada acto de las protagonistas, cada detalle del ambiente que las rodea en su humilde jacalón, así como todos los pequeños giros y los grandes quebrantos de sus almas, aparecen descritos con fidelidad. El objetivo de este procedimiento es el de invitarnos a mirar la realidad en la que vivimos. A mirarla de veras, porque generalmente, ya por pereza o por rutina, en la vida cotidiana no la advertimos ni la reflexionamos, nos quedamos en sus apariencias. Dicho esto, hay que añadir que el de Elena Garro no es un naturalismo cualquiera, porque las convenciones realistas que surcan sus textos siempre están dialogando con los códigos de una dimensión fantástica (ya onírica, ya mítica, ya mágica) que se nutre de la inquietante sabiduría que subyace a las tradiciones populares mexicanas y, sobre todo, a esa ironía poética tan particular en la dramaturgia de la también autora de relatos como La culpa es de los tlaxcaltecas.

Javier, primo de Úrsula y oráculo de la fatalidad, deja asomarse a sus propios perros al regodearse con el vestido de fiesta de la niña.

Crueldad sin disimulos
Una aportación de Elena Garro en este texto es la de no andarse por las ramas y denunciar en toda su crudeza una realidad que no nos ha abandonado: la violencia de género contra la mujer, la condición de sometimiento en la que sigue viviendo a la luz de un mundo esencialmente patriarcal y, en el caso del mundo latino, intensamente machista. Nadie tiene por qué llamarse a engaño: en muchos lugares de la provincia mexicana la situación descrita en Los perros es literal, tal como la plasma esta obra. En muchos otros ámbitos, entre ellos el urbano cosmopolita de nuestras ciudades, la situación también perdura idéntica; cambian solamente los tonos, los modismos y las estrategias que la arropan, pero el acto esencial de rapiña (física y emocional) es el mismo. Aquí radica la vigencia y la universalidad de este trabajo, y esta es también la razón que lo convierte en un clásico: toca un tema fundamental de lo humano, exhibe una sombra que siempre acecha a nuestro lado.
La anécdota es (o debería ser) bien conocida. En la Noche de San Miguel, Manuela apremia a su hija Úrsula, de apenas 12 años de edad, a que termine de planchar su mejor vestido para bajar al pueblo, a la fiesta del santo patrón. Úrsula, por su lado, sólo manifiesta los intereses propios de la niña que es: disfrutar de la libertad de quien todavía tiene toda su vida por delante.
Pero la inocencia de la pequeña será trágicamente rota por la presencia de su primo Javier (oráculo de un futuro nefasto del que él mismo es cómplice), quien llega y le anuncia que Jerónimo pretende robársela esa misma noche con la ayuda de la pandilla de Los Tejones.
Lo terrible de esta situación es que la historia de Úrsula será la repetición exacta de la historia de su madre: raptada, violada y luego abandonada por un hombre al que nunca amó. La narración que le hace Manuela a su hija de todo esto devela un círculo inmemorial de desdichas, imposible de romper o siquiera de empezar a mitigar.

Oscura recurrencia eterna
Con una maestría desgarradora, la dramaturgia establece una serie de signos ominosos que recurren una y otra vez. Aquí ya no importa lo que haya dicho Baudelaire acerca de que “la fatalidad posee una cierta elasticidad que se suele llamar libertad humana”. Hay sinos que siempre serán adversos, así como hay pesadillas que muerden y arañan nuestros sueños, generación tras generación.
En el caso de Los perros, ¿qué otra cosa es Úrsula sino la reminiscencia de esa princesa desollada que forma parte de las leyendas fundacionales del imperio mexica (y que más tarde encontraría una formulación ritual en el culto a Xipe Totec), surcando las centurias hasta llegar al desahuciado México contemporáneo? Acentuando la fatalidad de tal signo, será recurrente en la obra la presencia de ese guayabo-refugio que, a pesar de todo, no logra salvaguardar al inocente a la hora de las sombras. Será recurrente el ladrido de esos perros centinelas incapaces de contener a esos otros perros que arriban, furtivos, listos para saltar sobre su presa, mientras las fieles mascotas guardan súbito silencio, muertas a machetazos. Será recurrente el sarape para envolver a la víctima y sustraerla del hogar materno, así como las turbias complicidades al seno mismo de la familia de la víctima (el primo Hipólito, en el caso de Manuela; el primo Javier en el caso de Úrsula), junto con la colaboración pandilleril (ora de Los Queditos, ora de Los Tejones).

"¡Qué silencios están los perros! Dios quiera y no les hayan mochado las patas". Manuela con el abandonado ajuar de su hija al cerrar la puesta, una de las tragedias mejor problematizadas de la dramaturgia mexicana del siglo XX.

Aciertos y apuntes
Atento al estilo naturalista y al género trágico de esta pieza, el director Gerardo Moscoso formula, ante todo, una puesta directa y muy atenta a lo sensorial: la olla humea, del comal se desprenden aromas penetrantes, los atuendos de Manuela y Úrsula están desgastados por el uso, mientras que la humildísima casa es reconstruida en todos sus detalles desde una escenografía de caja, tradicional: ahí están las paredes de cartón y láminas, la camita miserable y su colchón contrahecho, el mobiliario desvencijado, la imagen de la Virgen de Guadalupe desde un afiche barato a la cabecera del lecho, las telas que reemplazan a las puertas en los dos accesos a la estancia y escamotean cualquier protectora intimidad. También es valiosa la manera en la que se ha aprovechado el recurso de permitir que el tiempo escénico, ficcional, corra a la par del tiempo real.
Ha habido, pues, una atenta preocupación por la composición escénica y por la composición dramática, pero en este último ámbito es donde la obra no alcanza a convertirse en un modelo de lo que suele llamarse la piéce bien faite porque, aunque las acotaciones son precisas y están bien marcadas, el trabajo actoral (muy esmerado, hay que decirlo, especialmente a la hora de conseguir una indispensable uniformidad de tono, que es lo que lo saca adelante), se mantiene pese a todo en un nivel más bien estudiantil que impide administrar eficientemente el pathos dramático y mantener las tensiones en su cumbre.
No hay reproche aquí. La obra tiene suficiente dignidad como objeto estético y los actores son, precisamente, estudiantes que dan su mejor esfuerzo desde un contexto formativo que vendría a ser una variante de teatro campesino, en cuanto asume su labor escénica desde el enfoque del sociodrama (y desde esta perspectiva el mejor desempeño, sin duda, es el de Nancy Sosa en el papel de Manuela). Pero, como decía Racine, “en la tragedia sólo conmueve lo verosímil” y a los intérpretes, muy particularmente a Henry Serrano, les falta cultivar todavía la sagacidad escénica suficiente para sostener la muy exigente verosimilitud que demanda esta puesta.
Lo único que me parece excesivo y, en tal sentido, cuestionable en esta versión de Los perros (pero esta ya es una opinión mucho más personal), es el uso final de la pista de audio con los ladridos que se transforman en gemidos de agonía. Puedo comprender el recurso como un modo de acentuar la desgracia que hemos presenciado (que en cierta forma procura seguir la manera en que operan las líneas finales de Manuela: “Qué silencios están los perros de mi casa. Quiera Dios y no les hayan mochado las patas”, pues la frase establece por un lado la distancia y la resignación de esa mujer sencilla e indefensa ante una desventura que la supera en todos los ámbitos mientras que, por el otro, su compasión por los perros asesinados es la única forma en que puede verbalizar un dolor tan grande que es impronunciable, el de la pérdida de su única hija). Sin embargo, siento que el recurso sí entra en conflicto con la necesidad final de un silencio denso, que es lo que pide el texto de la madre. La noche está silenciosa. Esto es: vacía, despojada de cualquier esperanza. Tal como aparecen esos ladridos de cierre, pueden ser un recurso emotivamente eficaz ante públicos sencillos, pero también pienso que sobreexplican cuanto ha pasado y deslizan el tono trágico hacia el melodrama.

EN VIDEO

Una breve selección de momentos en Los perros, a cargo del grupo coahuilense La Gaviota.

Una nostalgia apellidada Villamil
Aparte de todo lo anterior, hay un motivo adicional para festejar esta escenificación de Los perros, a cargo del grupo La Gaviota, en Morelia, al seno de este encuentro escénico: Nos ha permitido recordar a algunos de los “de casa” a un realizador que vivió y creó en la capital michoacana durante casi dos décadas, hasta su muerte, acaecida en los años noventa, Rodrigo Villamil.
Fundador del Taller de Investigación y Experimentación Teatral (TIET) e integrante fundador de lo que alguna vez fue la Organización de Teatro Independiente de México (OTIM), Villamil emprendió una viva actividad teatral que le valió hasta un par de premios nacionales a sus puestas en escena.
Es antológica, entre algunos teatreros decanos de la ciudad, su versión de la pieza en un acto Las ruinas de Babilonia (Carlos Olmos, 1979), estrenada aquí en algún momento de los años ochenta. Yo ya no pude verla en 1986, cuando arribé a Morelia; de hecho, conocí a Villamil tres años más tarde y alcancé a ver, como se dice, solamente “la colita” de su genio. Conocí cuatro, probablemente cinco, de sus últimos trabajos: Los perros, El zoológico de cristal y La zorra alevosa y ventajosa, más uno o dos de los que no conservo sino imágenes imprecisas.
Pero para ponderar la elevada estatura escénica de su quehacer me basta recordar, precisamente, su versión de Los perros desde un tratamiento conceptual absolutamente audaz y contemporáneo: su formato de teatro de cámara (casi de teatro arena: la presentó en el teatro Ocampo, hacia 1991 o 1992, instalando al publico sobre el escenario, en sillas plegables dispuestas en tres de los cuatro costados del espacio escénico) y, sobre todo, su sintética y eficaz problematización escénica, que de forma minimalista prescindía de todo, salvo del comal y algunos otros mínimos enseres, para colocar a los personajes de Manuela y Úrsula al centro de un círculo que acotaba sígnicamente el destino cerrado y fatal de las mujeres, y cuya periferia era recorrida lenta y ominosamente por el propio Villamil en el papel de Jerónimo. Es sorprendente confirmar hoy, al paso de los años, una intrepidez para la adaptación escénica tan fecunda como esa. Pero tampoco quiero que se me comprenda mal. Este comentario no intenta en absoluto establecer alguna comparación con el trabajo, por completo pertinente, de La Gaviota y su correcta versión naturalista del texto de Garro. Es sólo que la nostalgia ha sido inevitable y quién sabe si alguna vez alguien recupere para la memoria a un personaje tan indispensable como Rodrigo.


Alasestatuas: robinsonada

al encuentro de la amistad

Bolivia inauguró el II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano con una notable propuesta contemporánea


No te quedes inmóvil / al borde del camino. / No congeles el júbilo, no quieras con desgana. / No te salves ahora. / Ni nunca.
No te salves / Mario Benedetti

Todo lo construimos sobre la arena, nada sobre la piedra, pero nuestro deber es construir como si fuera piedra la arena.
Jorge Luis Borges

Together we stand; divided, we fall.
Hey, you! / Pink Floyd


Los personajes de Aniceto (Darío Torres) y El Mario (Enrique Gorena) en una imagen de Alasestatuas, que abrió las jornadas del encuentro escénico en Morelia.

Pareja dispareja y, por lo mismo, absolutamente complementaria, el cerebral Aniceto (Darío Torres) y el impulsivo El Mario (Enrique Gorena) comparten un anhelo común: trascender, dejar una huella de su paso por el mundo. Quieren alcanzar la inmortalidad. A ese objetivo dedicarán sus empeños en la puesta en escena Alasestatuas (Darío Torres y Enrique Gorena, 2005), con la que la compañía La Cueva, de Sucre, Bolivia, descorrió este sábado el telón del II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano en la ciudad de Morelia, Michoacán.
Pero ante las lecciones que les va aportando la vida misma, ese “duro deseo de durar” (que Paul Eluard consideraba el impulso primario de la creación poética) les va mostrando a los personajes que el camino que quieren seguir es diferente a lo que ellos habían imaginado y que, a fin de cuentas, sólo perdura quien no se propone lograrlo. Los personajes comprenderán que sólo puede aspirar a la inmortalidad quien se reconoce mortal, porque en esa medida aprende a valorar los pequeños e irrepetibles tesoros depositados en cada instante de la vida.
Se trata, pues, en breve, de hacer propia la famosa frase de Quevedo: “Lo fugitivo permanece y dura”.
Es así como la ambición de inmortalidad, que sirve de motor al arranque de la obra, se transforma a la par de los personajes. Ansiosos por coquetear con la posteridad, Aniceto y El Mario terminan descubriendo lo esencial: los instantes maravillosos. Y en el último cuadro los veremos a ambos ya ancianos, sentados en la penumbra, con el peso del tiempo en la corva de la espalda, con días sin comer ni beber, pero siempre amigos, haciendo antesala a las puertas de una muerte que va a tocarlos gozosa porque los sorprenderá juntos, leales, camaradas. Dice El Mario, en el ámbito de la más íntima complicidad: “Al final, lo de ‘los inmortales’ se quedará en duda ¿verdad?; porque nadie nos lo podrá decir ¿no, Aniceto?” Y Aniceto recordará entonces que “momentos como este hay que guardarlos en el fondo del bolsillo”. Listos para ingresar a la Eternidad, cobija a estos dos entrañables amigos el mejor de los epitafios: “Vamos a probar el néctar de la vida. Y nuestra vida será eterna primavera: siempre bien acompañados”. No hay mejor inmortalidad.


El encuentro, al amparo del azar en una casa de juego y de la devolución de un par de zapatos perdidos en una apuesta.


Juego y contemporaneidad
Absolutamente contemporánea desde su mismo título, Alasestatuas es un juego. De palabras. De estructuras. De códigos. Su nombre sugiere la libertad etérea del vuelo y su antítesis: la firme perdurabilidad de la roca labrada. Sueños de barro cotidiano, con la mirada dirigida hacia lo alto y los pies bien anclados en una tierra primordial. Pero el término “Alasestatuas” también convoca al célebre juego infantil y a sus variantes (como Los encantados, en México). Siguiendo esta línea, Alasestatuas es puro juego, pura provocación, pura experiencia de super-esfuerzos.
Lo primero que llama la atención es la naturaleza antiestilística del trabajo.
Alasestatuas no es de ninguna manera teatro-clown. Sin embargo, es posible distinguir al Caralimpia (Aniceto) y al Augusto (El Mario) en esta pareja de amigos que nunca pierden, al paso y peso de los años, esa ternura propia de la mirada sencilla y transparente de la infancia.
Alasestatuas no es una pieza propiamente dicha, aunque conserva como rasgo una situación básica (la ocasión en que Aniceto y El Mario deciden abandonar la cómoda seguridad de su trabajo como asalariados de una carpintería y la primera noche que pasan juntos durante su nueva aventura en pos de trascendencia), que es absolutamente cotidiana. Aún así, tal situación es surcada constantemente por las estructuras de representación del sueño, del deseo y del recuerdo.
Alasestatuas tampoco es una farsa. Pero ahí están, circulando en ella, esas otras situaciones no cotidianas y esas conductas e imágenes extravagantes.
Sería igualmente difícil hablar de Alasestatuas como un ejemplar del teatro-documento que nos heredó Weiss en el hemisferio desde hace casi cuarenta años. No obstante, gajos enteros de realidad que son crítica, histórica y concientemente acometidos desde una perspectiva social se asoman a cada tanto entre las anécdotas, los guiños y las citas.
Así pues, desde el maravilloso caldero que llamamos hibridez, Alasestatuas es una no menos maravillosa operación alquímica. Acudiendo a procesos de simbolización y de resignificación en distintos ámbitos (desde la problematización para resolver el tratamiento mímico y gestual de cada personaje hasta la estructura definitiva del trabajo en sí), el tándem Torres-Gorena nos obsequia una obra arriesgada y cumplida, que transforma el cobre de la rutina y de las agrisadas experiencias cotidianas en el oro de las revelaciones que yacen, latentes, en la esencia de cada momento.
Y la mayor virtud de Alasestatuas, después de tan arduo y tan evidente trabajo, es su bella y eficaz sencillez sobre la escena.


Disfrutando de los pequeños placeres de la vida.

Una poética del instante
Uno de los atractivos de esta obra radica en la estructura espacio temporal que se le ha impreso a la docena de cuadros que la conforman. Esa estructura poco tiene que ver con la linealidad narratológica habitual.
Tras el breve preámbulo omni-abarcador del cuadro de la tormenta, en medio de la que los dos amigos se llaman a voces (una imagen que resume la lucha que emprenderán y para cuya recreación ha bastado el juego de las luces y una regadera de mano), la situación base de la puesta ubica a nuestros significantes anecdóticos en un momento decisivo de sus existencias: el día en que, treintañeros, Aniceto y El Mario deciden abandonar sus tibias certezas económicas y existenciales como mansos trabajadores asalariados y dejan la carpintería en la que se alquilaban.
Es un gran momento, porque es el primero en que ambos deciden ser “ellos mismos”. También es un momento terrible, ante el cual dudan y temen (“Es hora de dar el segundo paso: vámonos”. “¿Y si mejor nos damos otro mes, así nada más para redondear?”. “¡Vámonos ya!”), porque nada es más amedrentador que la experiencia de hacernos responsables de nosotros mismos.
Esta es la situación clave de la obra, pues a partir de ella los personajes fundan su porvenir y resignifican su pasado, ya que se están liberando y tomando las riendas de su vida.
Para acentuar este importante hecho, la obra comienza a partir de ahí un movimiento permanente de analepsis y prolepsis, con cuadros retrospectivos o anticipatorios que nos dan cuenta (a veces en ágiles y certeros brochazos) de lo que ha sido la historia de los personajes y de diversos atisbos de su futuro a lo largo del arco de cincuenta años que se han dado a sí mismos como plazo para “trascender”.
De esta forma, con la puesta poblada de imágenes sintéticas, en la que los signos de cada código se abren generosamente a lo polisémico (gracias a distintos mecanismos de alteración, dislocación, deformación y resemantización), Alasestatuas genera una poética del instante, de la impronta, que es sin duda su mayor triunfo estético. Más aún, gracias a las rupturas que se dan en la puesta a la hora de las confesiones, de los sueños y de las visiones, la historia nos va llevando a una experiencia parateatral en la que descubrimos constantemente una escenificación dentro de otra (verbigracia: Darío Torres interpretando a un Aniceto que a su vez rememora o anticipa al Aniceto que fue, al que será o al que pudo haber sido, así como a distintos personajes incidentales). Y nuevamente es maravilloso advertir, desde esta atención a la multiplicidad de posibilidades, la complejidad de una estructura que, a primera vista, parece muy sencilla. Debo repetirlo sólo una vez más. Uno de los mayores elogios que se le puede formular a este bello trabajo es precisamente este: observar cómo el andamiaje, el arduo trabajo de problematización en que se funda, no se nota en la puesta, que en sí misma resulta muy popular, muy asequible, plena de empatía hacia su público.

En Flor de Loto durante el cuadro dedicado a las estatuas.

Palabra e identidad
El Antonin Artaud que hacia 1932 cuestionaba duramente “la dictadura del texto” (“Si la palabra constituye uno y sólo uno de los códigos escénicos, ¿por qué se ha impuesto tan abusivamente a los demás sistemas comunicativos en Occidente?”) estaría contento con este trabajo por el lúdico e inteligente tratamiento a los signos de sus diferentes códigos.
Porque finalmente, si Alasestatuas tuviera que ser sujeta a alguna clasificación, sería a la de una forma de teatro simbolista o suprarrealista, en donde ningún signo es unívoco. Como mejor ejemplo están los diferentes tratamientos que se le dan, a lo largo de la obra, a los pocos y simples objetos que acompañan a los actores.
Pero ya que llegamos al tema de la palabra, esta tiene un peso decisivo en la puesta en escena, llena de regionalismos y de términos procedentes del caló boliviano, que contribuyen a reafirmar un asunto indispensable: el de la identidad.
A lo largo de Alasestatuas oiremos hablar de la timba (garito, casa de juego) del empedernido apostador don Humberto Malpartida, donde una noche se conocen Aniceto y El Mario; sabremos de la aspiración de nuestros personajes, un poco lúmpenes, por confundirse en las fiestas con los cachacos (los bien educados y de buenos modales, que además bailan muy bien). Compartiremos su entusiasmo por poseer “las tres ‘C’ de la diversión: comida, cariño y chago (tragos)” o asentiremos solidariamente con la confidencia de que “a mí me gusta el olor a nuevo porque lo nuevo está flama” (es llamativo, distinguido).
También tendremos la oportunidad de ver a Aniceto llegar a un taciturno antro en pos de Zucumbé (esa bebida particularísima de Bolivia, a base de una mezcla de leche y de esa especie de aguardiente llamado singani) para ahogar las penas. En estos y otros momentos, la palabra es un vehículo restitutivo, porque nada como la lengua materna y sus modismos para recuperar el sentido de nuestros mundos, de nuestra manera de sentir una realidad.

Mímica y gestualidad, dos de los códigos más explorados durante la puesta en escena.

Robinsonada y desafíos
Atravesando todo lo anterior, se encuentra el sentido de la puesta: aquello que nos quiere compartir.
Nunca con las dimensiones épicas de una odisea, pero sí con el sabor íntimo, cómplice, de la más auténtica robinsonada, Alasestatuas es un discreto viaje iniciático en el que estos dos inolvidables personajes van a encontrar en la amistad el sentido de sus vidas.
Las estaciones de este descubrimiento corren a la par del viaje. Un viaje por la memoria (a la vez individual y colectiva), que es otro rasgo que hace a la obra entrañable.
El viaje no está exento de acechanzas, pero es esencialmente luminoso. Esto es importante. Estamos en las antípodas de los personajes desahuciados y trágicos de Dos perdidos en una noche sucia (grupo Fora do serio 2007, sobre dramaturgia del brasileño Marco Plinio, vista en Morelia en el primer encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano, en 2008, y a la cual me han remitido por el empleo de los zapatos en la escena en la que se conocen). Por el contrario, el Aniceto y El Mario de Alasestatuas saldrán adelante tras encarar tentaciones, pistas falsas y hasta una proverbial separación de consecuencias casi suicidas.
Porque Alasestatuas es remontar la tentación de volver a ser lo que ya ha sido (el cuadro en que los amigos evocan los empleos que han compartido, siempre como criados o sirvientes, aspirando a confundirse con los elegantes invitados a las fiestas y a bailar con las distinguidas novias, punzados a la vez por la nostalgia de viejos amores: la Alicia, la Jocelyn, la Teresita…).
Es sobreponerse al padecimiento de las necesidades más primarias en pos de ideales elevados (el vehemente, feroz deseo de Aniceto de devorar un pollo enorme y bien sazonado).
Es salir delante de las incertidumbres, en esos momentos en los que nuestra más profunda conciencia nos reclama (el Aniceto que sólo quiere dormir mientras El Mario reflexiona, despierto a mitad de la noche por la angustia de perder lo Porvenir: “¿Cuántos años han pasado?”. “Nos quedan como treinta”. “Porque sí existe un punto exacto donde se cumplen los sueños ¿no?”. “Sí, pero déjame dormir”. “Porque el trabajo tiene su tiempo, la escuela tiene su tiempo. Todo tiene su tiempo. El tiempo tiene su tiempo… Oye, ¿dónde está nuestro tiempo?”. “Va a llegar, déjame dormir”. “Oye ¿y no podrá llegar mañana?”).
Es superar la visión onírica de una regresión a la lejana infancia, a los días de la escuela y del salón de clase, con la voz machacona del profesor que imparte clase y destaza inteligencias al demandarles memorizar fórmulas y capitales.
Es, sobre todo, salir airoso de la más cruel tentación de todas: la de tumbarse a la orilla del camino, abandonar la ruta, sentar cabeza y ver la vida pasar (“¿Dónde estará mi buen mozo / que a la cita no quiere venir?” canturrea Anita [Enrique Gorena] tras una ventana, y Aniceto llega y declara, con otra copla popular: “Ya estoy aquí / no te apasiones, mujer…”, para abrir paso al sueño fácil de la existencia perfecta, tranquila, inocua. La vida doméstica como la tumba de toda audacia. Felizmente, con unas líneas memorables, Aniceto se rebela contra ese destino: “Hay que pisar fuerte para poder dejar huella. Y para que sepan que es tu huella, hay que ir descalzo; es decir, hay que hacer sacrificios”, dicho lo cual se va en pos de El Mario, al que ha dejado solo.
Es sobreponerse al calvario de las separaciones, en el hilarante cuadro circense de Los hermanos Maluenda, donde un Mario frustrado, lejos de Aniceto, es incapaz de hallar la indispensable empatía con su nuevo compañero para resolver acrobacias en el Circo de las Estrellas.
Es, en fin, llegar a la alternativa del suicidio por desesperación, con todo y reflexión trascendente rota por la intervención del trivialismo mediático, que todo lo torna espectáculo de luz y sonido, muy a la Un mundo maravilloso (Luis Estrada, 2006, México), pero sin la tramposa tendenciosidad de ese filme que hacía de los miserables personajes perfectamente corrompibles a causa de su pobreza. Un trance de suicidio del que se sale indemne gracias al oportuno reencuentro de los dos amigos.

El hilarante momento de "la mariposa... ¡que vuelaaa!", durante el cuadro circense.

De las estatuas al Zucumbé
De una a otra cosa, hay dos cuadros en Alasestatuas que parecen indispensables dentro de su discurso de viajes e iniciaciones: el de las estatuas y el del garito de Zucumbé.
En el primero, el juego de las estatuas coloca a los amigos ante la acechanza más sombría de todas: las de asumir la inmortalidad como Poder.
Racional como es, Aniceto argumenta en cierto momento, ya hacia el final de la obra, que no habría mejor estampa de inmortalidad que la de convertirse en estatuas: “Quietos, duros, imponentes, majestuosos. Inmortales. ¡Nuestras estatuas, Mario! ¿Te imaginas? El sol sería el primero en darnos la bienvenida. Nos dedicarían versos, nos dejarían flores. Seríamos de piedra o de bronce o de cobre o de oro. Estaríamos en el centro de la plaza (….) Yo estaría en una pose más o menos así: dueño del mundo, de América, de México, de la más mínima forma de vida. ¡Hasta la mierda de las palomas valdría la pena, Mario! Es el precio de ser personajes públicos. Pero cuando tengamos nuestras estatuas significará que lo conseguimos, que logramos perdurar”.
He ahí un momento espeluznante. Porque el precio de semejante forma de inmortalidad exige a cambio recibir el beso fatídico de Medusa (sólo los muertos son invulnerables).
En el segundo de los cuadros citados, la bella metáfora del Zucumbé es una de las escenas más conmovedoras e inquietantes de la obra. Encontramos allí al Aniceto que llega a un taciturno antro en pos de esa bebida a base de leche y del aguardiente singani para ahogar su dolor, reprochando la deslealtad de El Mario (“A fin de cuentas Mario fue el primero que decidió irse; yo no tuve la culpa. Mario era muy impulsivo y así nunca iba a trascender. Y a mí no me importa desperdiciar mi vida aserrando maderitas o etiquetando cajas….cualquier trabajo. ¡Porque yo tengo ideas! Sólo necesito…. Nada. Ahora ya no tengo carga que arrastrar”).
En una de las muchas rupturas de la obra, esta escena se desdobla a un discurso paralelo, con la luz virando al rojo y el vendedor de alcoholes aleccionando a Aniceto con una metáfora deslumbrante: “Hay que remover muy bien al Zucumbé –le dice, intencionadamente– para que pueda ser. Si nadie te remueve a tu alrededor, nadie podrá ser. Como el singani: sin la leche, nada es”.
He ahí un instante de poesía suprema, donde una filosofía vital se manifiesta en los términos más coloquiales. Es el ideal del poeta Wordswoth cumplido sobre un escenario: (“Piensa con el culto, pero habla con el vulgo”. “Vive llano, piensa alto; no más”, en traducción al español de nuestro José Emilio Pacheco).


Un momento de intensidades. Aniceto y el hombre del Zucumbé.


Nuevas configuraciones
Habría más que decir, pero esto parece suficiente. Comparto, en todo caso, el juicio de Carlos Rojas cuando escribe en su blog de crítica teatral que “la agrupación de Teatro La Cueva recuerda en bastantes momentos a los hermanos Marx, lo mismo que Enrique Gorena y Dario Torres a comediantes del stand up comedy” (1) (con una altísima eficacia, muy similar a la del unipersonal Los días de Carlitos –Adrián Vázquez, Veracruz 2006–, agrego yo entre paréntesis).
Porque, finalmente, Alasestatuas es un cumplido ejemplo de ese teatro contemporáneo que va en pos de nuevas configuraciones para sus códigos y estructuras. Un teatro atento a las maneras en que se van transformando las alternativas de contar una historia y que lleva ese proceso al ámbito de lo escénico con una asombrosa economía de medios, que es una más de sus múltiples virtudes.

Es como escriben los argentinos Jorge Dubatti y Lía Sormani: “Gorena y Torres componen una poética de la sencillez con un efecto complejo y significativo. En esta difícil sencillez, de laboriosa concepción, vale todo lo descartado para acceder a lo esencial indispensable [...]. En la poética de La Cueva acaso pueda leerse que las raíces populares del teatro siguen intactas” (2). Y esta propuesta es absolutamente contemporánea porque ha abrevado del teatro de calle, del performance, del teatro clown, del teatro-danza, del cine (sus dinámicas elipsis son una herencia indudablemente fílmica) y de las artes visuales en general (no olvidemos que venimos de un siglo, el XX, que ha sido eminentemente visual), acopiando todas esas riquezas para transformar el lenguaje dramático y devolvérnoslo, revitalizado, de otra manera. Una velada inaugural inolvidable. Quién sabe para los demás, pero para mí será inmortal... por lo menos hasta que me muera.

EN VIDEO

Varios instantes de la puesta en escena de Alasestatuas, con la que el foro escénico latinoamericano inició sus actividades con un genuino, bello e hilarante pie derecho.

(1) La muy recomendable página donde Carlos Rojas comparte trinchera con otros analistas de la escena está en: http://www.criticateatral.wordpress.com/


(2) Cita tomada de la página del grupo La Cueva en: http://teatrolacueva.blogspot.com/2007/05/alasestatuas-2005.html

II Encuentro Identidades del Teatro en AL

Alasestatuas, de Bolivia, abre

hoy las ocho jornadas escénicas


Comienza hoy la segunda edición de este foro de encuentro y reflexión sobre la escena latinoamericana. Participan seis países. El teatro Melchor Ocampo, sede de las funciones

El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma
Bertolt Brecht

Una imagen de Alasestatuas, con la que abre hoy el encuentro. Imagen cortesía del grupo La Cueva. Fotos de Roland Steurli.

La segunda edición del encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano da comienzo esta noche en Morelia, a las 20:30 horas en el teatro Melchor Ocampo, con el estreno en la capital michoacana de la obra Alasestatuas (2005), de la compañía de teatro La Cueva, de Bolivia. Comienzan así, a partir de hoy, ocho jornadas escénicas que concluirán el sábado próximo y en las que participan ensambles de seis países.En forma paralela a las presentaciones teatrales se desarrollarán una serie de talleres y laboratorios dirigidos a los profesionales y estudiantes de teatro, el primero de los cuales comienza hoy mismo a las 9:00 horas en el auditorio del Centro Cultural Clavijero, dedicado a la crítica teatral y facilitado por la investigadora cubana Vivian Martínez.

Alasestatuas: en pos de trascendencia
Los dos personajes treintañeros de Alasestatuas, Aniceto y Mario (interpretados respectivamente por Darío Torres y Enrique Gorena) afrontan un problema: quieren trascender, hacer de sus vidas una experiencia maravillosa, a través de la cual sean capaces de mejorar o perfeccionar la realidad que comparten.

A partir de semejante voluntad, en Alasestatuas los dos actores que participan se despliegan en un abanico de personajes que ilustran casi siempre con humor y ternura, a veces de forma dolorosa, distintos modos de conjugar esa invocación a lo maravilloso; la clave, en todas ellas, serán la camaradería y la complementariedad.
En estos términos se acota lo esencial del estreno de hoy.
La segunda edición del encuentro Identidades inaugura así sus actividades escénicas con una obra exquisita, ganadora ya de por lo menos dos importantes premios internacionales en nuestro hemisferio, y a través de la cual los integrantes de la compañía de teatro La Cueva, oriunda de la ciudad de Sucre, elaboran una propuesta teatral absolutamente contemporánea (antiestilística, minimalista, con el acento colocado totalmente en la gestualidad corporal y que funda su poética desde metáforas populares y sencillas, no exentas de profundidad), para la cual ha devuelto su mirada, reflexivamente, hacia la milenaria herencia trashumante de su oficio.
Dice la reseña del grupo, acerca de esta puesta en escena: “Ciertos eventos que suceden en el cosmos, suceden también en la tierra, como el día en que Aniceto encontró a Mario (o en el que Mario encontró a Aniceto, nunca se supo); pero a partir de esa borrosa madrugada estos dos individuos se prepararon y trabajaron con sus manos, sudaron con su frente el pan que llenaba sus estómagos mas no así sus almas. Sobre este cuadro un poco desalentador, vacío ya de pasado, vacío ya de presente, Aniceto con las ideas y Mario con el empeño, desmenuzan los enigmáticos misterios de la palabra trascender, asuntos de lo que les compromete por el resto de sus vidas y, con suerte, por el resto de los días”.
La función de esta noche comienza a las 20:30 horas en el teatro Melchor Ocampo; la entrada es gratuita y para todo público.

Otras presencias
Bolivia es apenas uno de los cinco países invitados a este foro escénico
De los demás participantes extranjeros sobresale la presencia del grupo La Fragua, de Honduras, que a lo largo de tres décadas ha emprendido un notable trabajo de articulación entre el teatro como experiencia estética y las preocupaciones sociales y políticas de los integrantes del grupo, que en estos treinta años han emprendido muchas de sus acciones pensando en el contexto agrícola de las zonas cañeras y cafetaleras propias de su país. De este ensamble se representará en Morelia en los próximos días El tío Conejo, una puesta en escena que reúne historias clásicas del mundo rural hondureño.
También importa llamar la atención a la experiencia de El piano, a cargo de la Compañía de Teatro Experimental de Casa Cruz de la Luna, que representa a Puerto Rico. Esta puesta, legítimo ejemplo de teatro experimental, adapta cinco cuentos del escritor santurceño José Liboy Erba: Cada vez te despides mejor, Los enfermos del doctor Clemencio Batista y las tres versiones de El piano.
A su vez, la compañía Teatro Rodante, en representación de Colombia y México y en dirección de Francisco Lozano, ofrece Entre paréntesis. Esta agrupación llega a Morelia por segunda ocasión tras la excelente carta de presentación que fue, el año pasado, su tragicomedia A todos nos toca, dedicada al tema de la muerte desde una perspectiva al mismo tiempo lúdica y socialmente conciente.
De nuestro país se presentará la compañía de teatro La Gaviota, procedente de Coahuila, con una versión a Los perros, de Elena Garro, en dirección de Gerardo Moscoso. Esta compañía está conformada por estudiantes y trabajadores de los municipios de San Pedro, Francisco I. Madero y Torreón, Coahuila, con el objetivo de alentar inquietud en jóvenes y adultos como espectadores o artistas.
Mientras, representando a Michoacán, participan en este encuentro la Compañía Foro 4 (El ritual purépecha) y Producciones Cinema Teatro Artes Escénicas (Baños de secundaria).

Actividades de divulgación
Por lo que atañe a las actividades de divulgación, esta mañana comenzó un taller de crítica teatral impartido por Vivian Martínez (Cuba), el cual se extenderá hasta el día 22de septiembre en el Auditorio del Centro Cultural Clavijero. Mientras, mañana domingo el director Francisco Lozano y la actriz María del Carmen Cortez, se ocuparán de un taller dedicado al tema Voz y conciencia del cuerpo, cuya sede será el Teatro Melchor Ocampo. Finalmente, los bolivianos Enrique Gorena, Darío Torres y Alejandro González, de la compañía La Cueva, coordinarán un Laboratorio de Puesta en Escena, que comienza el miércoles 23.
Este escenario se completa con una serie de conferencias, entre las que figuran Discurso femenino en la escena latinoamericana, por Vivian Martínez; Las escrituras del teatro latinoamericano, por Óscar Armando García Gutiérrez, y Espacios alternativos del teatro latinoamericano, por Luis Mario Moncada.
La mesa está puesta, no resta sino compartir el festín.

ALASESTATUAS: un avance en video


Un fragmento de la obra que inaugura esta noche el II encuentro Identidades del Teatro Latinoamericano. El video corresponde al cuadro titulado Los hermanos Maluenda (Cortesía grupo La Cueva).
La campana de Dolores:

símbolo en perspectiva

Morelia posee un nuevo objeto de culto cívico: una réplica del esquilón de San José, donado por el municipio de Dolores Hidalgo, Guanajuato. La pieza se aloja en el museo de sitio Casa Natal de Morelos. Desde 1896, cuando Porfirio Díaz instituyó la ceremonia del Grito y del tañido de la campana, la versión gubernamental afirma que con este esquilón el cura Hidalgo convocó a misa el domingo 16 de septiembre de 1810, pero la historia no oficial afirma que la reliquia ya no existe: fue fundida en 1830

Aspecto de la réplica del esquilón de San José en el patio principal del museo de sitio Casa Natal de Morelos

Este agrisado mes de septiembre ha encontrado a Morelia con un nuevo objeto de culto cívico: una réplica del esquilón de San José, que de acuerdo a la versión oficial, es la misma campana que fue tañida la madrugada del domingo 16 de septiembre de 1810 en la parroquia del pueblito de Dolores, en Guanajuato, cuando Miguel Hidalgo y Costilla convocó a misa a sus feligreses y profirió una arenga pública que se convirtió en el comienzo de la lucha de independencia.
La pieza, donada por autoridades municipales de Dolores Hidalgo, en Guanajuato, puede ser visitada en el jardín de la Casa Natal de Morelos, justo frente al busto de nuestro héroe epónimo.
El acto de protocolo para develar la pieza se realizó el domingo 30 de agosto.

Versión de boletín
En un boletín del departamento de Comunicación de la Secretaría de Cultura, emitido el lunes 31 de agosto (pero fechado el viernes 28, como suele ocurrir con las constantes erratas que sufre ese departamento en sus envíos), se registraba la presencia en aquel acto del secretario de cultura, Jaime Hernández Díaz, representante del gobernador de Michoacán; de la doctora en historia Silvia Figueroa Zamudio, rectora de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo; de Rogelio Díaz Ortiz, secretario técnico del Consejo de la Ciudad, y de Fausto Vallejo Figueroa, presidente municipal de Morelia, así como de Raymundo Arreola Ortega, representante del Congreso estatal; del magistrado Gilberto Bribiesca Vázquez, del Supremo Tribunal de Justicia del estado; de María de Jesús Salgado Ortega por la Secretaría de Educación estatal y de Luis Gerardo Rubio Valdez, presidente municipal de Dolores Hidalgo, Guanajuato.
De acuerdo al comunicado, en la ceremonia “Rogelio Díaz expresó que esta es una fecha especial al contar con los representantes de los gobiernos municipales de las cunas ideológica y material de la independencia de México, con el fin de entregar una réplica de la campana con la que el Padre de la Patria llamó al pueblo a levantarse en armas contra el yugo español, iniciando con ello el movimiento libertario secundado por Morelos, Allende, Aldama, Abasolo, Matamoros, Galeana y Guerrero y muchos mexicanos más, para dejarnos identidad, pertenencia, patria y libertad.
“Por su parte Jaime Hernández Díaz consideró como importante que ambas ciudades hayan logrado dicho hermanamiento, pues siempre se ha considerado a Dolores como la cuna de la independencia, gesta encabezada por Miguel Hidalgo, el padre de la patria, lo cual no choca con la idea de Valladolid como cuna ideológica de dicho movimiento, ya que aquí se forjaron las ideas que hicieron concreción y realidad en la propia población de Dolores, hoy estado de Guanajuato.
“Recordó que será en el 10210 cuando se celebren los doscientos años del inicio de la Independencia, por lo que este es un buen momento para reconocer nuestro legado histórico.
“A su vez, Luis Gerardo Rubio Valdez, presidente municipal de Dolores Hidalgo, Guanajuato, refirió que con el obsequio de la réplica de la campana, la Cuna de la Independencia y capital del Bicentenario se hace presente en Morelia para estrechar los lazos de hermandad”.
Hasta aquí el informe institucional, oficiosamente reproducido por todos los medios, a ninguno de los cuales le ha interesado, por lo visto, ir más allá.
Pero hay mucho qué decir, tanto de las campanas en general, como de la de Dolores en particular. Desde que supe del asunto me pareció que el tema debía sernos particularmente significativo en la capital michoacana, porque si algo distingue al paisaje sonoro del centro histórico de Morelia es precisamente el sonido de sus campanas.

Inspiración y policromía
Las campanas son instrumentos fascinantes. La pureza de su sonido tiene peculiaridades acústicas que no posee ningún otro instrumento. Por ejemplo, las cuerdas de un piano, de una guitarra o de un violín (por tomar tres de los instrumentos musicales más populares y versátiles), siempre dan una nota fundamental que corresponde a la vibración total de la cuerda, y a esa nota-clave se le imponen distintas armónicas, siguiendo la división geométrica de la cuerda. Las campanas carecen de armónicas, ya que las vibraciones que emiten no siguen trayectorias transversales, sino tangenciales; pero a cambio poseen un conjunto de tonos que resuenan simultáneamente con su nota principal (la llamada “nota de timbre”).
Cualquiera que escuche con atención el repicar de una campana lo notará en seguida. Dependiendo de la campana –pues no hay dos iguales–, el sonido de su nota principal va acompañado de por lo menos otros cuatro tonos perceptibles al oído humano: el “hum” (que es esa especie de zumbido denso, que vibra en la octava inferior a la de la nota principal) y tres tonos más que, cuando la aleación del metal es la precisa y la campana ha sido correctamente forjada, suelen dar sus notas al mismo tiempo en la tercera superior a la principal, en la quinta superior y en la octava superior.
El efecto de esta policromía acústica (que con el uso de oscilógrafos y otros instrumentos permite distinguir unas veinte resonancias simultáneas) es el que ha hecho que en todas las edades se asocie el sonido de la campana con la divinidad. Todas las culturas que la han conocido le han atribuido un papel de mediadora o de puente con lo sobrehumano: con el mundo de lo sagrado, del espíritu o de los dioses. El tañido de una campana es, ante todo, un llamado, un “¡despierta!”, un reclamo para mantenerse alerta.

Nombre y evolución
Las campanas más antiguas se remontan a la China del siglo XII antes de Cristo, es decir, mil doscientos años antes de nuestra era, y hasta hoy perduran sus dos tipos esenciales: las Chung (sin badajo) y las Ling (con badajo). También aparecen muy temprano en el Egipto de los faraones, de donde pasan a los hebreos. Pero en la tradición occidental, que es a la que pertenecemos, su uso comenzó a popularizarse en Roma hacia el siglo III antes de Cristo. Aún así, no sería sino hasta comienzos de la Edad Media cuando se les dio el nombre definitivo por el que ahora las conocemos.
En Roma hubo varias voces latinas para hablar de ellas: una fue tintinnabulum (un vocablo claramente onomatopéyico, que imita el sonido del instrumento). A otras se les llamaba aesthermarum; a otras, petasius y a unas más, esquillas. Se empleó, sobre todo, la palabra signum (señal) para referirse a las campanas en lo alto de torres, precursoras de los campanarios propiamente dichos.
Más tarde se difundieron las voces clocca y nola.
La voz campana comenzó a popularizarse hacia el siglo VI de nuestra era y la teoría más difundida acerca del su origen dice que se les llamó campanas en honor a la provincia de Campania, en Italia, donde a la sazón las campanas se fabricaban en gran escala y con notable perfección, echando mano en sus talleres de una aleación especial llamada “aes campanum”.
Como haya sido, el primer documento histórico que registra el uso de la palabra campana es una carta escrita por un tal diácono Fernando, en Italia, hacia el año 515, es decir casi doscientos años después de que la campana se incorporó a las iglesias católicas, en el siglo IV de nuestra era (la tradición afirma que fue San Paulino, obispo de la ciudad de Nola, quien las introdujo hacia el año de 353 y su uso se fue difundiendo hasta que en el siglo VIII el instrumento ya aparecía en todos los templos de Europa).
Mientras, los campanarios más antiguos se levantaron en Roma, entre ellos el erigido por el papa Zacarías junto a la basílica del Laterano, en el año 742, y otro construido por órdenes de Esteban II en San Pedro, hacia el año 757. Ninguno de ellos existe hoy. Fueron destruidos en el siglo XVII, en 1610.

Táctica y tañido
Desde tales orígenes, las campanas han tenido usos muy diversos a lo largo del tiempo.
Como bien sabemos, han sido el instrumento favorito en los templos católicos (pero también en el Islam, entre los budistas y en el taoísmo). Y aunque el uso religioso es muy significativo e incluye su empleo en diferentes modalidades de exorcismo, su papel también ha sido clave en la vida civil, donde se han usado para convocar a consejos ciudadanos –como en las antiquísimas provincias de Roma y, mucho más tarde, en las villas del siglo XII–, para anunciar el comienzo o el final de turnos laborales, para congregar a la población en las plazas, para anunciar el arribo o la salida de diversos transportes o para proferir señales y alertas de muy distinta clase. También se les ha empleado como señales bélicas. En el caso de la Europa occidental, desde el siglo XII se les llevó a la guerra.
Este uso táctico fue, precisamente, el que Miguel Hidalgo le dio al esquilón de la parroquia de Dolores el 16 de septiembre de 1810. Nadie puede decir que el Padre de la Patria le haya faltado al respeto al instrumento, ya que lo usó “como Dios manda”: para convocar a la misa de aquel domingo (pues de acuerdo a la tradición católica, las campanas que han sido bendecidas no deben emplearse sino para el culto). Pero una vez reunidos sus feligreses, el cura de Dolores lanzó ante ellos su famosa arenga.
El episodio no es un caso aislado. La historia está llena de momentos en los que las campanas y específicamente las campanas de los templos, han jugado roles similares. Baste recordar solamente tres acontecimientos significativos:
Por ejemplo, el tañido de las campanas de la iglesia del Espíritu Santo, en Palermo, llamando al oficio de Vísperas durante las fiestas de Pascua del año de 1282, en Sicilia, fue la señal que desató un alzamiento popular que concluyó con la masacre de unos tres mil franceses invasores que, bajo el mando de Carlos de Angjou, habían ocupado el territorio siciliano durante casi veinte años.
Tres siglos después, uno de los episodios más sangrientos de la historia universal: la matanza de hugonotes (calvinistas franceses) durante las guerras de religión entre católicos y protestantes en Europa, la noche del Día de San Bartolomé, en 1571, fue desatada por la señal de las campanas de la iglesia de San Germán-Auxerrois llamando al oficio de Maitines. Sólo en París hubo unos diez mil muertos; en toda Francia se llegaron a contabilizar setenta mil.
En nuestro continente, vale la pena recordar que durante la segunda campaña por la conquista de Yucatán, a cargo del adelantado Francisco de Montejo, es célebre la anécdota de cómo, hacia 1530, los mayas cercaron la guarnición de los españoles en Chichén Itzá. Para poder escapar, los hombres de De Montejo ataron un perro a la cuerda de una campana de iglesia. El animal hizo sonar la campana toda la noche, haciendo creer a los mayas que los españoles permanecían en la ciudad y sólo por eso las fuerzas de De Montejo pudieron escabullirse hacia la comunidad de Dzilam. Sin embargo, no fue una huída con saldo blanco, ya que al descubrir la estratagema los mayas se enfurecieron y persiguieron a los españoles. Alcanzaron a matar a unos 150 hombres.

Esquilón, conspiración y festejos
El llamado “grito de Dolores”, como se ve, participó de una lógica que no ha sido excepcional. En este caso, el sonido de la campana marcó el inicio de un alzamiento popular cuyo objetivo era expulsar a los peninsulares del poder en la Nueva España y decomisar su riqueza.
Pero antes de ir tan lejos importa recordar que la campana de Dolores es un esquilón y no una campana propiamente dicha.
La diferencia entre ambos instrumentos es simple. Una campana es aquella que se hace sonar moviendo su badajo, para que esa pieza de percusión golpee la superficie interna de la campana. En cambio, se denomina “esquilones” a aquellas campanas que han sido dotadas de una pieza de madera, a modo de corona y generalmente muy voluminosa, que les sirve de contrapeso y facilita un movimiento pendular de la propia campana, que hace que el badajo golpee al instrumento. Toda campana con esta corona es un esquilón y al movimiento pendular con que se le hace sonar se le llama comúnmente “echar al vuelo” las campanas.
El cura Miguel Hidalgo y Costilla Gallaga tenía 57 años de edad el día que conmemoramos, cuando llamó al levantamiento popular contra la influencia de la invasión napoleónica en España, acontecida en 1808. Lo que hizo Hidalgo fue convocar a independizarnos, sí, pero no de España, sino de la visión imperial de Napoleón, en espera de la libertad de Fernando VII El Deseado y de la restitución de la corona española, puesta por Napoleón en la cabeza de su hermano José.
Para los conspiradores de Querétaro, como antes para los de Valladolid en 1809 y los de la ciudad de México en 1808, un alzamiento popular era en ese entonces el único camino viable para asegurar la autonomía de la legítima corona española contra los usurpadores franceses, así como para salvaguardar la lealtad que la Nueva España le debía a su rey.
Y es que, en lo esencial, la conspiración planeaba difundir en las principales ciudades la inconformidad contra los españoles y contra Carlos IV, por entregarle la corona a Fernando VII, quien a su vez, rehén de Napoleón, se la entregó a los franceses, e impedir que los galos se apoderaran de la Nueva España.
Así las cosas, lo que hoy conocemos como “La Conspiración de Querétaro”, comenzó formalmente en el mes de febrero de 1810, que fue el momento en que los principales impulsores del movimiento alcanzaron acuerdos indispensables y se pusieron a diseñar una estrategia de acción.
Generalmente se piensa que los cabecillas de la conspiración eran Ignacio Allende (a la sazón capitán del Regimiento de Dragones de la Reina) y el sacerdote Miguel Hidalgo, a quienes secundaban el teniente Mariano Abasolo, el corregidor de Querétaro, Miguel Domínguez, y su esposa, Josefa Ortiz. Pero valdría mucho la pena, quizá en otro momento, recuperar a un personaje tan olvidado y tan indispensable como el doctor Manuel Iturriaga,
Como sea, también es bueno recordar que si las cosas hubieran ocurrido tal como las planeaban los conspiradores de Querétaro, no estaríamos conmemorando el comienzo de la independencia el 16 de septiembre, sino el 1 de diciembre, ya que tal fue la fecha acordada originalmente para convocar a unos cien mil fieles en San Juan de los Lagos, en el actual estado de Jalisco, donde se celebrarían las populares fiestas a la Virgen. Sin embargo, el lunes 10 de septiembre de 1810, en Querétaro, la conspiración fue delatada. El apremio habría exigido actuar de inmediato, pero Hidalgo decidió esperar toda una semana, hasta el 16 de septiembre, porque ese día era domingo y tenía posibilidades de convocar a un mayor número de feligreses a la insurrección contra el gobierno virreinal.
Esa es, lisa y llanamente, la historia.
En cuanto al esquilón de San José, al que el gobierno mexicano reconoce oficialmente como la “campana de Dolores”, se trata de un instrumento que tiene grabada la fecha 28 de julio de 1768, que es el día en el que fue consagrado (como se hace con muchas campanas eclesiásticas). La pieza mide 1.60 metros del borde de la boca hasta la parte superior del contrapeso de madera de encino; tiene un diámetro de 1.05 metros, su espesor es de 9 centímetros en la parte más gruesa y pesa 785 kilogramos.
Luego del célebre “grito”, el instrumento permaneció en Dolores por más de 80 años, hasta que en 1896 Porfirio Díaz, convencido por el fotógrafo Guillermo Valleto (a la sazón regidor de festividades del ayuntamiento de la ciudad de México) y del periodista Gabriel Villanueva, entre otros, decidió trasladarlo a Palacio Nacional, donde ha permanecido desde entonces, encima del balcón central.
Este último dato es importante. Si la conmemoración de la independencia de México es un rito que comenzó a festejarse oficialmente con la presencia de mandatarios el 16 de septiembre de 1864 (y por partida doble, ya que en esa ocasión lo encabezaron tanto Maximiliano de Habsburgo como Benito Juárez, uno en la ciudad de México y el otro en Durango), la celebración del Grito y del tañido de la campana la noche de la víspera se remonta al gobierno de don Porfirio.
Es bien sabido que durante el régimen de Díaz se festejaba, como ya era costumbre, la fecha del 16 de septiembre. Sin embargo, como el mandatario cumplía años el 15 de septiembre, a partir de 1887 se determinó darle más formalidad al onomástico presidencial, enlazándolo a las conmemoraciones independentistas. De allí la ocurrencia de adelantar el “grito” a la noche del 15 de septiembre (idea precedida por antecedentes de fiesta popular nocturna que se remontan a 1825). Esa acción fue secundada más adelante por el traslado a la ciudad de México, desde Guanajuato, de la histórica campana, en el año de 1896.

Una autenticidad polémica
Como ocurre con la mayor parte de los actos de conveniencia, la idea de llevar a la capital del país la campana de la independencia fue objeto de fuertes debates. El más importante de todos tuvo que ver con la certeza de que el instrumento fuera realmente el que convocó a misa el domingo 16 de septiembre de 1810.
A estas alturas, la anécdota es bien conocida por los historiadores, para muchos de los cuales, además, el asunto está definitivamente zanjado a favor de la versión oficial. Pero ha sido muy poco difundida a nivel popular y vale la pena recuperarla; sobre todo por el trabajo que le han dedicado dos historiadoras.
En septiembre de 2003, las investigadoras Carmen Nava (de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco) e Isabel Fernández (de la Universidad de Nottingham), publicaban en el boletín del Archivo General de la Nación (AGN) el artículo La campana de Dolores en el imaginario patriótico, que es uno de esos documentos de colección por el acucioso proceso de documentación que lo sustenta.
En breve, el artículo se ocupa del siguiente asunto: si los testimonios, la historiografía y los registros establecen claramente que el llamado Grito de Dolores ocurrió la mañana del 16 de septiembre de 1810, ¿por qué y desde cuándo se acostumbra en México “dar el Grito” en la noche del 15 de septiembre? El documento se ocupa, pues, de dilucidar quiénes inventaron la tradición y, sobre todo, cuáles fueron las referencias simbólicas para dejar plasmada la impronta de la campana en el imaginario patriótico y la memoria colectiva de los mexicanos.
A la luz de este tema, acudiendo a la prensa de la época (entre ellos los diarios El Noticioso, El Globo y El Monitor Republicano) y otras fuentes documentales, las autoras vuelven a poner sobre la mesa el tema de la legítima identidad del esquilón de San José como la campana de Dolores. El texto no tiene desperdicio y se reproduce aquí, íntegro, el fragmento más significativo. Al final de esta entrega, como de costumbre, hay un vínculo que conduce al documento completo, cuya lectura se recomienda ampliamente. Las autoras escriben:

Los dolorenses repudian la suplantación del símbolo
“En paralelo a las gestiones oficiales para trasladar el esquilón San Joseph de su lugar de origen, los periódicos El Noticioso, El Globo y El Monitor Republicano se enzarzaron en una polémica acerca de los inexactitudes históricas y el trasfondo zalamero que se advertía en la promoción de la imagen de la Campana de la Independencia. Andrés Suárez, un lector del Noticioso, colocó a la propaganda oficial en torno a la famosa campana al mismo nivel que las fabulaciones de “patrioteros ignorantes” que ubicaban a Hidalgo dando el Grito a media misa el 16 de septiembre, lanzando tiros, y tocando personalmente la campana.
“El grupo oficialista respondió a los ataques aduciendo el peso de la historiografía ‘seria’ (pasajes de Lucas Alamán, El Diccionario de Historia y Geografia y los episodios de México a través de los siglos) que, según él, con ciertas discrepancias, aseguraba que Hidalgo había ordenado se llamara a misa.
“La controversia subió de tono con los días, pero no tiene mucho sentido reproducirla para los fines de este artículo, pues lo que nos interesa es llamar la atención al hecho de que el debate indica la importancia de que los inventores de las tradiciones, de un lado, y los cuestionadores de la falsificación de los hechos que sustentan las invenciones, por el otro, indagan en su pasado para rastrear asideros legitimadores de sus percepción de la historia.
“La polémica permitió también revelar un aspecto poco atendido, en su momento: el profundo malestar de la población de Dolores por la elección de la campana San Joseph como el bronce que llamó a misa esa mañana. La inconformidad se advierte nítidamente en la entrevista realizada por un reportero de El Globo al ex notario de la parroquia de Dolores. Éste, afirmó contundentemente que el esquilón San Joseph había permanecido mudo el domingo 16 de septiembre de 1810 (1). Para fundar su dicho, el entrevistado adujo la lógica del sistema de comunicación tradicional subyacente al lenguaje de las campanas, que trasmite en los repiques de las campanas un mensaje reconocible y descifrable por los parroquianos. De tal modo que, el conocimiento y la experiencia sonora comunitarias distinguen diferencias, tanto en la forma del repique como en el sonido que proviene de cada una de las campanas. El ex notario explica que la campana mayor, que se usaba en caso de alarma, incendio o desastre, fue refundida en 1830, y prosigue: ‘En la parroquia de Dolores teníamos una campana que ahora esta pintada de verde, que siempre ha servido para llamar a misa’(2). El 16 de septiembre, deduce el ex notario, el campanero, que no estaba enterado de lo que estaba ocurriendo en las inmediaciones de la casa de Hidalgo, llamó a la misa dominical, como siempre, con la campana verde o la campana mayor (3). De acuerdo a las explicaciones del ex notario, la memoria auditiva de la campana que llama a misa no corresponde al sonido del esquilón San Joseph (4).
“El testimonio razonado del ex notario, desmiente las ‘investigaciones’ vertidas por el cronista local, Pedro González en su libro Apuntes históricos de la ciudad de Dolores Hidalgo (1891), según las cuales, el esquilón era la ‘auténtica’ Campana de la Independencia (5). Pedro González argüía a favor de su tesis, que el esquilón San Joseph fungía de campana mayor (6) alrededor de 1810 y siempre había tenido el badajo atado “con una cuerda que cae hasta el suelo”(7). El detalle de la cuerda, es obvio, responde más a la fantasía y al intento del cronista por acreditar la ‘autenticidad’ del esquilón, como la histórica campana, que a un conocimiento profundo del lenguaje de las campanas y de la memoria que los dolorenses guardaban del paisaje sonoro.
“En suma, los dolorenses se rebelan porque consideran que la campana elegida es una suplantación, dado que se le ha atribuido una función y un sonido que perturba la memoria auditiva de la localidad que la albergó durante ciento treinta años. Por ello, los dolorenses desautorizaron la falsificación histórica perpetrada por Pedro González y se explicaron su elección del esquilón San Joseph, como la ‘auténtica’ campana de la libertad, porque tenía un timbre muy sonoro (8).
“Tres años después del despojo de su preciada reliquia sufrido por los dolorenses, el gobierno federal resarció la pérdida con el envió una réplica del esquilón, consagrada con el nombre de San Juan Crisóstomo”.

(1) El Globo, 27 de agosto de 1896, el ex notario de la parroquia de Dolores funda sus reflexiones en la información proporcionada por don José María Soria, sargento 1º, nombrado en la noche de la insurrección, hombre instruido que tenía una alfarería en el pueblo de Dolores. El señor Soria no acudió a la invitación del presidente Juárez para acompañarlo a la visita a la casa de Hidalgo, durante su estancia en Dolores, por ser de ideas conservadoras; y contestó, en cambio, el brindis durante el banquete ofrecido por Maximiliano de Habsburgo a los insurgentes supervivientes.
(2) En un tratado de campanología se afirma que las campanas mayores eran empleadas por el cura para dar avisos públicos y anunciar solemnidades como misas. La campana verde mencionada por el ex notario pudo servir para llamar a misa no dominical.
(3) El Globo, 27 de agosto de 1896.
(4) El esquilón es un tipo de campana de hombro estrecho y forma alargada y esbelta, lo que explica su sonoridad de tonos agudos.
(5) Alfonso Alcocer. La campana de Dolores. México, Departamento del Distrito Federal, 1985, pp. 32-35.
(6) Las campanas mayores y menores que son tañidas para llamar a misa y otros fines tienen un hombro ancho y cuerpo amplio y corto, su sonido es de tono grave.
(7) Alfonso Alcocer. Op. cit., pp. 35-40 apud Pedro González, Apuntes históricos de la ciudad de Dolores Hidalgo, Celaya, Imprenta Económica, 1891.
(8) El Globo, 27 de agosto de 1896.

La campana de Dolores en el imaginario patriótico
Un ensayo de Carmen Nava e Isabel Fernández acerca del origen de la conmemoración de la Independencia la noche de cada 15 de septiembre y una exploración sobre la autenticidad del esquilón oficialmente reconocido como la campana tañida en 1810.