Alamar, de Pedro González Rubio

El adiós como reencuentro

Se exhibió en la segunda jornada en competencia el primer largometraje de ficción del realizador del notable documental Toro Negro


No se podía esperar menos del director de Toro Negro (2005), que hace cuatro años se alzó en el FICM con el premio al mejor documental y que desde entonces ha ido cosechando merecidos reconocimientos en distintos foros internacionales. El primer largometraje de ficción de Pedro González Rubio, Alamar, es una experiencia de vida en términos absolutos: el relato ficcionado que le sirve de andamio no le arrebata un ápice de su frescura, de su ternura y, sobre todo, de su autenticidad.
Sin embargo, entre Alamar y Toro Negro también hay una distancia enorme.
Si Toro Negro era una historia de desamor en la que conocíamos las luces y las sombras de ese torero de feria peninsular, golpeador de mujeres encintas pero también capaz de jugarse la vida a cada momento (ya en el espacio ritualizado de la arena, ya en el espacio cotidiano de lo real), conmovedor por la orfandad de sus confusas nieblas de hombre común, en Alamar vamos a encontrar lo contrario: una experiencia de amor de tal pureza que acaso sólo pudiéramos hallar otra similar en algún filme de Dreyer o en clásicos como Madre e hijo (Alexandr Sokurov, 1997). Es probable que en todo lo que resta de este festival no volvamos a encontrar en otra película emociones tan íntimas, tan simples y tan verdaderas como las del encuentro que protagonizan Jorge y su hijo, Nathan.
En esos términos el filme participa en la competencia oficial del Festival Internacional de Cine de Morelia, junto con otros seis títulos, por el galardón a la Mejor Opera Prima o Segunda Producción en Largometraje.
Alamar se proyectó este lunes en función de prensa, en la segunda jornada dedicada al certamen oficial.

Crónica de encuentro
Obligados a la separación porque habitan “mundos distintos”, pero sin que la distancia haga mella en su amor, entre los padres del pequeño Nathan (Nathan Machado) va a mediar todo un océano. Ella, Roberta (Roberta Palombini), se irá a Roma, en Italia, inserta en una cultura completamente cosmopolita. Él, Jorge (Jorge Machado), vive una de las muchas y empobrecidas comunidades de pescadores del Caribe mexicano, en la pauperizada región de la península, en la isla principal de los callos que se ubican en el arrecife Chinchorro, a unas tres horas de Chetumal, la capital quintanarroense. Así las cosas, y de común acuerdo para que el niño pueda convivir con su progenitor antes de irse a Europa, Nathan será enviado a Quintana Roo para que pueda pasar una semana en el hogar paterno. El filme se ocupa de mostrarnos ese periodo de convivencia entre Nathan, su padre Jorge y su abuelo paterno Néstor (Néstor Marín Matraca).



Mosaico de sutilezas
Lo más sorprendente de Alamar es la manera en que nos concita a devolver la mirada hacia las cosas más cotidianas y sencillas. La vida en Callo Centro, esa isla de pescadores enclavada en un arrecife de coral, es de un minimalismo radical. La vida transcurre, dura pero con persistente gozo, entre levantarse de madrugada, emprender distintas faenas domésticas (todas realizadas por hombres, quienes ocupan la isla por temporadas más o menos largas, pues sus mujeres se quedan en tierra firme), preparar los arreos para la jornada del día y lanzarse al mar para realizar diferentes tipos de pesca que concluyen al ocaso.
En un mundo así, la existencia es un delicado mosaico de matices y el logro de esta película consiste en aprehenderlos y compartirnos las pequeñas felicidades, las íntimas tristezas y las aventuras diminutas de cada jornada.
Es la felicidad de ese reconocimiento entre Jorge y Nathan a medida que transcurren los días y uno y otro se entregan risas, regaños, juegos, descubrimientos y aprendizajes mutuos.
Es el suculento placer de un desayuno humildísimo al filo del agua con Nescafé, frijoles y filete de barracuda fresca, recién capturada en la jornada previa mediante la técnica ancestral del anzuelo y del garrotazo al animal sobre la lancha para prevenir las mortíferas dentelladas.
Es la precariedad de esas desconcertantes casitas de pescadores llamadas palafitos, que se alzan acrobáticamente por encima de las aguas, sostenidas por delgadas vigas de madera.
Es la discreta majestuosidad de las gaviotas que sobrevuelan lanchas y muelles (gambusinas de pescado gratis), captadas en breves contrapicados por una cámara que nos contagia de la serenidad con que planean las palmípedas.
Es la delicada melancolía de una tupida llovizna sobre las aguas del atolón y una tarde “en casa”, compartiendo el padre y el hijo entrañables juegos de estrecho contacto físico.
Es la sensorialidad recuperada de una jornada en la playa limpiando la eslora de las lanchas con el no menos milenario método de frotar su superficie con agua de mar y arena a modo de lija, o de recorridos y juegos con los cangrejos.
Es la faena ardua, minuciosa, pero también risueña, de “escamar” a los peces capturados y prepararlos para la venta, mientras las sobras se le arrojan al cocodrilo-mascota (muy fotogénico, por cierto) que aguarda por su ración del día cerca de los trabajadores.
Es, sobre todo, el regodeo íntimo con el mundo natural, que cobra un peso singular con la aparición de esa nívea garza garrapatera que un día llega como si nada al palafito y se convierte por derecho propio en el cuarto personaje de la película: Blanquita.
El tratamiento dado a la anécdota con el ave es particularmente valioso porque, renegando de cualquier folclor ecoturístico de moda (léase mariposas Monarca, tiburones “dormidos”, pelícanos borregones, ballenas grises, tortugas Golfinas, et al), el director Pedro González permite que lo maravilloso se filtre y respire con una naturalidad plena y humilde desde una especie tan común, tan “sin chiste” como esta garza garrapatera. La sorpresa puede tocarnos en lo más vivo cuando Jorge le comparte a su hijo la historia secreta de Blanquita y sus congéneres. Las asombrosas Bubulcus Ibis serán muy comunes hoy en América Latina, pero el hecho es que llegaron a nuestro continente emprendiendo una migración audaz y peligrosa. Han remontado con sus propias alas todo el océano Atlántico, desde sus natales tierras africanas. Y tan emotiva es la presencia de la zancuda durante las breves escenas que se le dedican, que todos podemos, llegado el momento, compartir la genuina nostalgia del Nathan que pregunta varios días después, tras una búsqueda infructuosa: “¿A dónde se fue Blanquita?”.

La vuelta al Cine Directo
Hijo digno y legítimo del Cine Directo (que a su vez derivó del Cine Verdad) y de algunas premisas del Nuovo Cinema brasileño, Alamar es un largometraje que hace realidad el caro anhelo de cineastas-ideólogos tan consecuentes como el deliciosamente excéntrico Glauber Rocha: la aspiración de hacer cine sólo con “una cámara en la mano y una idea en la cabeza”.
Porque, finalmente, la riqueza de Alamar reposa en esto. Es una película rodada con bajísimos recursos, cámara al hombro, sin grandes despliegues luminotécnicos que interfieran con la naturalidad de lo que se quiere filmar. Incluso las correctas tomas submarinas a cargo de David Torres y Alexis Zabe son sabiamente austeras, sin distraernos de lo auténtico con espejitos o bisuterías. A partir de este modo de producción, Alamar es una historia de intimidades reales que nos convida, a partir de sus planos largos y de su ritmo sereno y cadencioso, a dejarnos contagiar por los sentimientos y las sensaciones implícitos en cada encuadre, en cada escena y en cada secuencia. Y la idea que se ocupan de expresar tales emociones es una sola: la potencia (verdadera, pero tan huérfana en nuestros días) del amor filial.
Pero a propósito del Cine Directo, ya desde la jornada del domingo, con la proyección de La mitad del mundo, se había dejado sentir cierto aliento de este movimiento fílmico, gracias a los personajes incidentales de aquel filme, algunos interpretados por los propios habitantes del pueblito zacatecano donde se rodó.
Lo que apenas era un aura en La mitad del mundo, en Alamar se ha convertido en revelación completa. Y si Jean Rouch viviera o si el septuagenario Frederick Wiseman pudiera verlo, me parece que aplaudirían el hermoso ejercicio desplegado por Pedro González Rubio.
Para comprender esto, baste recordar que los dos principios establecidos para el movimiento por Jean Rouch (su Crónica de un verano, 1961, es considerada la obra pionera) son la autocrítica y la autoconciencia, a través del procedimiento denominado “observación participante”.
Para Rouch, como escribe Rosa Elena Gaspar de Alba en un texto cuyo link les comparto al final, “era indispensable experimentar con la cámara en la vida real y lograr plena espontaneidad (…). Al filmar, sostenía Rouch, debe permitirse que la realidad hable por sí misma y se ‘revele’. El Cine Directo se construye entonces sobre la base de la participación e incluso de la provocación: de otra manera la realidad filmada permanece oculta, disimulada y sin expresar su autenticidad”.
De esto, y no de otra cosa, se ocupa Alamar en sus 75 minutos de metraje.

La elegía luminosa
Desde esta postura de concepto, Alamar es una elegía. La nostalgia es inevitable desde el momento en que la película comienza con un adiós. Y la despedida se va a prolongar en el tiempo compartido por padre e hijo, que también será un tiempo de cambios.
Pero estamos ante una elegía muy luminosa.
Como si fuera una versión costeña de El Principito (Antoine de Saint-Exupéry, 1943), el pequeño Nathan está allí para mostrarle y confirmarle a Jorge esa fe en lo Porvenir que está implícita en su inocencia, en sus candorosos soliloquios de autodescubrimiento y, sobre todo, en la frescura de su risa infantil franca, abierta, incapaz del menor disimulo.
Nathan, como el principito en el relato francés, no necesitaría siquiera decir o hacer algo. Basta con que sea; con que esté allí. Pero aún así lo vemos haciendo y diciendo de manera memorable: ya sea templando su carácter con ese entrañable “no hay prisa de llegar, no hay prisa”, mientras nada a solas; ya sea aprendiendo de su padre a “ser delicado con las aves”, para despertar a la sensibilidad del ritmo de los otros; ya sea plasmando en un dibujo con crayones sus amorosos hallazgos o ya sea lanzando esa botellita hacia altamar, que no es una llamada de auxilio, sino una invitación al reencuentro con hechos esenciales de la vida.
En cuanto a Jorge, procura recuperar para su hijo (idílica y edénicamente) toda la fortaleza implícita en el hecho de legarle una raíz, una conciencia del origen, una certeza protectora que lo ayude en el futuro con las batallas que todos emprendemos, al madurar, contra las acechanzas propias de nuestro tiempo: la indolencia, el desarraigo, el cinismo y, muy particularmente en nuestras sociedades latinoamericanas, contra esa ausencia del padre que surca como un hilo rojo toda la historia y todas las deformidades (individuales y colectivas) de naciones como México.

ALAMAR / videoclip


Entre padre e hijo
Ya durante la conferencia de prensa, posterior a la proyección del filme en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el lunes, el director declaraba acerca del último asunto:
“En México estamos muy acostumbrados a que las relaciones entre hombres sean machistas. Un poco bruscas. En este proyecto yo quería explorar la ternura en este mundo masculino, expresar ternura entre hombres. Me parece importante recurrir a esa ternura, a ese amor y darnos cuenta que somos también raíces y que si les agregamos agua daremos flores”.
A su vez, Jorge Machado apuntaría: “Tengo la fortuna de tener un padre que me enseñó lo que ahora estoy tratando de transmitirle a mi hijo: el trabajo en el agua, el trabajo en el monte. Durante mi infancia hubo regaños, pero también afecto. Y qué mejor pago puedo hacerle a mi padre, que el de transmitirle todo eso que aprendí de él a Nathan, mientras que el amor de un hijo tan hermoso nos recuerda a los adultos cómo es ser niño y nos hace felices”.
El director concluiría: “Yo vivo en playa del Carmen. Al concluir Toro Negro quise explorar la relación de un padre y un hijo y nos encontramos con Jorge en el centro ecológico de Xiancán, donde se estudian varias fases de la naturaleza en esa reserva, como la anidación de tortugas y la migración de aves. Allí conocí a Jorge y a Nathan y vi que había una relación muy pura, una relación de padre e hijo muy hermosa y muy cercana, de mucho contacto, de cosas que olvidamos muchas veces quienes vivimos en las ciudades y lo que me llamó mucho la atención fue eso: poder regresar y presenciar ese amor entre ellos”.

“El medio es el mensaje”
Desde esta última propuesta, del todo pertinente, Alamar es también una película-exorcismo. Una película-conjuro. Navegando absolutamente a contracorriente de todo el cine actual, Alamar prescinde de cualquier violencia, de cualquier frivolidad. No hay ni siquiera un asalto a la emoción, porque todas las que revela brotan delicadamente, con la misma transparencia y fragilidad de las pompas de jabón que nos recuerdan lo delicada que es la construcción de cualquier felicidad.
Y desde este discurso cinemático hermoso, porque se toma el tiempo preciso para que las ideas y las emociones respiren y circulen a su propio ritmo, esta discreta obra maestra nos lega un mensaje sencillo e indispensable. No “sé buen padre”. No “sé buen hijo”. Es algo mucho más universal, mucho menos didáctico, mucho más imprescindible. El mensaje es la película misma. Su discurrir. A través de él, Alamar nos está diciendo, a cada segundo de pietaje: “Ve y busca”. “Ve y toca”. “Ve y ama”. “Ve y ábrete”. “Ve y cúrate”.

Recursos en la red

Para quienes deseen empaparse un poco más del tema del Cine Directo, dejo este vínculo:

Jean Rouch: El Cine Directo y la Antropología Visual / Rosa Elena Gaspar de Alba.
Un excelente y sucinto texto en formato PDF que repasa el quehacer fundacional de Rouch. El ensayo se publicó en la Revista de la Universidad, que edita la UNAM. No tiene desperdicio. De hecho, es consulta obligatoria para el neófito. El enlace, en:


2 comentarios:

  1. Una excelente y sensible apreciación pero quisiera, bajo el deseo de no quitarle ni un ápice de mérito al escrito en su totalidad, intercedir respetuosamente en una pequeña línea del autor:

    "Y si Jean Rouch o Frederick Wiseman vivieran..."

    Tomando en cuenta las siguientes menciones que hace de Jean Rouch a lo largo de lo que resta del texto, está claro que lo tiene muy en mente como debe ser; sin embargo, no se puede decir lo mismo de Frederick Wiseman ya que este último sigue, de hecho, vivo y sigue, en efecto, dirigiendo con vitalidad, contrario a lo que el autor asume quizás algo perdonablemente considerando la avanzada filmografía y edad del autor.

    ResponderEliminar
  2. Totalmente cierto, Benjamín. Wiseman, a sus nada desperdiciados 74 años de edad, vive. Lamento la errata. La ventaja de la internet es que, a diferencia de la prensa escrita, permite corregir los errores publicados para que dejen de serlo. Pero también es cierto que hubo una errata y doy fe de ella. Muchas gracias por la observación.

    ResponderEliminar