Festival de Títeres: de

ciclos y resurrecciones


Títeres confeccionados por Gabriela Ortiz Monasterio para la puesta en escena de De la cuna a la mortaja, homenaje a la muerte en la cultura nacional estrenada a mediados de los años noventa. Los personajes figuran en la exposición de títeres en el foro La Bodega.


Hasta los públicos más jóvenes podrán recordarlo. Durante nueve años, entre 1996 y 2004, el Festival Internacional de Títeres de Morelia se erigió como uno de los escaparates escénicos más cautivadores de la capital michoacana. El proyecto, impulsado por la promotora Gabriela Ortiz Monasterio y promovido por el Instituto Michoacano de Cultura, a la sazón dirigido por Jaime Hernández Díaz, hacía eco al festival que organizaba anualmente en la ciudad de México Mihail Vasiliev.
En esos nueve años, Morelia pudo disfrutar no sólo de notables puestas en escena dirigidas a los niños, sino de deslumbrantes trabajos para adultos, concebidos en naciones de gran tradición titiritera y marionetista como Inglaterra y distintos países de Europa del Este, sin olvidar genuinos bastiones hispanos de ese arte como el autor Jordi Bertrán.
A pesar de su atractivo y de su potencial, el festival moreliano tuvo una muerte súbita en 2005, justo cuando el extinto Instituto Michoacano de Cultura (IMC) emprendía su debut como Secretaría de Cultura (Secum), con Luis Jaime Cortés como capitán del barco y Antonio Zúñiga como jefe del departamento de Teatro de la institución.
Varios disparates profirieron en su momento los institucionales para lavarse las manos del asunto, desde un antológico “y al fin y al cabo ¿quién es esa Gabriela Ortiz Monasterio?” (como si la vesiánica ignorancia del personaje que inquirió tal cosa de veras hubiera podido esgrimirse como la medida decisiva ante una cuestión de evidente perfil socio-cultural), hasta un no menos lamentable “de todos modos el festival ya no era rentable” (frase que en el mejor de los casos mostraba la absoluta falta de visión estratégica para apoyar un evento que hoy estaría maravillosamente consolidado y que en el peor de los casos desnudaba, mondo y lirondo, el cómodo chambismo del personaje durante su breve paso por la burocracia).
Valga recordar (por no dejar), que pocos meses después, hacia junio de ese mismo 2005, las declaraciones públicas fueron moduladas, hablando más bien del rescate de un festival que podía ser rentable. Dada la forma en que desde entonces se han comportado los personajes citados, quizá habría que agradecer que no hayan logrado, finalmente, rescatar al festival al que tan activamente colaboraron a darle matarili.
Cuatro años han pasado desde aquel 2005 y, remontando los escollos y reconectándose a sus líneas naturales de proyección, el impulso del Festival de Títeres retoma el cauce perdido.
Cierto: los proyectos y los programas, como las tradiciones, no pueden remendarse. La ruptura de su continuidad siempre es una herida grave. Pero los programas sí pueden reconfigurarse y adoptar perfiles nuevos.
Es la prerrogativa de su resurrección.


La actriz Berenice Reyes Luna y la titiritera Gabriela Ortiz Monasterio durante la inauguración del Festival Nacional de Títeres de Morelia.

Esto es lo que se vive por estos días en Morelia con la apertura del Primer Festival Nacional de Títeres, que recoge no sólo la estafeta michoacana enarbolada hace casi trece años, sino la del mismo festival de la ciudad de México, que naufragó a su vez por esos sinsentidos tan lamentables y comunes en los ámbitos de la administración y la promoción culturales.
Muy grata ha sido, desde esta perspectiva, la capacidad de convocatoria de los organizadores del nuevo festival, que no solamente han podido confirmar el contundente atractivo de esta vertiente escénica para el público (llevamos dos noches con “casa llena” en el teatro Stella Inda del IMSS, más las que se acumulen en lo que resta de la semana), sino que han logrado algo que no es habitual en el gremio: reunir a la mayor parte (si no es que a todos) los artífices del arte del títere de la capital michoacana y de algunas regiones del interior del Estado.
Un ciclo comienza, respondiendo a la herencia de ciclos anteriores, y lo hace con gran vigor. Como se ve, el festival no estaba tan “muerto”, por más que le hayan querido expedir el acta de defunción los que se la vivieron en la parranda. Bienvenidas sean, pues, las posibilidades que se abren de cara a este discreto pero prometedor retorno.

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