Superviviente de la leucemia infantil, una Carmelita ya adulta (Yareli Muñoz) comparte con el público los recuerdos de su experiencia de casi cuatro años con la enfermedad, cuando tuvo entre siete y diez años de edad. Esta es la anécdota del monólogo Carmelita, la niña del mechón (Santa Herejía Producciones, 2008), que nos narra la historia de una pequeña confinada con otros niños en el pabellón oncológico de un hospital, pero también (y sobre todo) que nos muestra a un personaje que reconstruye y nos comparte los escenarios de su mundo de infancia.
Esta idea de recrear la niñez es el rasgo más sobresaliente de la dramaturgia emprendida por José Luis Pineda Servín dentro de un proyecto que ganó la convocatoria Apoyos al Fomento de la Producción Teatral, en la categoría de Teatro para Niños, emitida por el Departamento de Teatro de la Secretaría de Cultura de Michoacán en 2008.
El trabajo abrió este sábado 28 de agosto las audiciones en las que seis obras de teatro morelianas han competido para figurar en la XXX Muestra Nacional de Teatro, que este año se celebrará en Guadalajara.

Uno
Dirigida a un público específico, el de niños en situación de hospital, Carmelita es una obra esencialmente positiva y juguetona; su tema alude a la fuerza de un amor capaz de vencer incluso a la muerte (una muerte que se muestra ella misma afable o, en todo caso, mitigada a partir de los queridos rasgos de una abuela ya fallecida).
Mientras, la estructura se organiza en una sucesión de cuadros que, narrativamente, cumplen dos objetivos: hacer avanzar el relato y mostrar el mundo de Carmelita: un mundo que comienza hablando de la fugacidad de la existencia y de su cualidad ilusoria (“parecemos nubes que van y que vienen, que cambian de color con el día”) y que concluye con un voto de confianza hacia las razones de la vida (“hoy tengo la esperanza de que todos podemos ser felices, pase lo que pase”).
En medio de este arco, Carmelita, la niña del mechón es una sucesión de estampas que comienzan con la imagen de cierto ocaso, cuando la abuela de Carmelita abre una ventana para disfrutar de la noche y le anuncia a su nieta que un día morirá (“Carmelita, un día saltaré por esta ventanita y me iré cuando menos te lo esperes. Te aviso para que no te asustes ni te pongas triste porque yo estaré feliz […]. Cada quien tiene su ventanita, a cada quien se le aparece cuando llega el momento oportuno, ni antes ni después”). Pero la fatalidad también será compensada en el mismo cuadro escénico con el paso de una estrella fugaz y la petición de deseos que, hacia el final de la historia, redimirán tragedias y abrirán oportunidades a favor de la vida.
Entre una y otra cosa, Carmelita describirá los placeres y anécdotas de un día de campo familiar; nos compartirá su pasión por el futbol y el rechazo de Beto ante la idea de aceparla en las cascaritas callejeras; nos revelará su indiferencia a los juegos de muñecas; nos confesará su primer amor de infancia hacia Pepe (“el más guapo de la cuadra”), con quien sueña tener “una granja de hijos”; describirá los recurrentes desmayos que terminarán enviándola durante varios meses a un pabellón para el tratamiento de niños con cáncer, en el que nos presentará a los otros internos y desde el cual se enterará de la muerte de su amada abuela, a cuyo funeral no podrá acudir. Finalmente, restablecida y de vuelta al hogar paterno, Carmelita nos narrará el episodio, durante una tormenta, en el que estará a punto de morir, pero del que será salvada por una abuela que le indica que su hora no ha llegado y que es tiempo de volver al mundo para cumplir una vida plena.

Dos
Concebida como monólogo, Carmelita, la niña del mechón busca y logra implicar a su público (que, no hay que olvidarlo, es mayoritariamente infantil).
Desde el primer momento del trabajo, una Yareli Muñoz que suple con su desenvoltura natural ciertas carencias actorales, anuncia al público que va a necesitar de su colaboración para la creación de paisajes sonoros y “efectos especiales” a lo largo del relato. Un primer y ágil ensayo que captura el entusiasmo de la concurrencia conduce a recrear onomatopeyas que aluden al canto de un gallo o el rechinido de ventanas que se abren y se cierran. El ejercicio va aumentando paulatinamente su grado de complejidad al demandar sonidos que ilustren el paso de una estrella fugaz, la risueña presencia de un ermitaño o la lucha de una gallina que es devorada por un zorro, entre otras viñetas acústicas.
Otro elemento que acierta a conseguir la empatía del público es la música en vivo, a cargo del propio dramaturgo y director. José Luis Pineda se instala a un lado del espacio escénico, apenas visible, para acompañar a Yareli con un acordeón que lo mismo ambienta que acentúa matices con vivacidad.
En tanto, la escenografía se reduce a un atril que se emplea solamente durante el comienzo del monólogo y la presencia de tres estilizados rehiletes.
Pero dentro de la configuración anterior, el desafío más exigente de la dramaturgia es aquel que le impone a la actriz veloces transiciones para pasar de un personaje a otro, pues a lo largo de la obra Yareli debe representar a una docena de personajes o poco menos (desde un pequeño escarabajo-rinoceronte hasta los amiguitos de Carmelita en el pabellón del hospital, pasando por padres, abuela, médicos, ermitaño, un pájaro azul, etcétera).
Evidentemente, es difícil manejar los diversos pesos escénicos que exige tal anecdotario de presencias y, sobre todo, responder al tempo de interacción preciso entre ellas. No sólo hace falta la correcta administración de la energía en sí, sino el entrenamiento fisio-vocal más riguroso.
En este sentido, hay un momento de particular riqueza durante el episodio de Carmelita y el escarabajo que se posa en su brazo: aquel en el que nuestro personaje se desdobla entre la Carmelita que, asustada por la presencia del insecto y en crisis de pelos parados y dientes pelones, se demanda, histérica, a sí misma: “¡Pregúntale si es peligroso!”, mientras otra Carmelita, ecuánime, es la que interroga muy educadamente al pequeño coleóptero: “Disculpe, ¿es usted peligroso?”, las dos acotadas por una tercera Carmelita, totalmente dueña de la situación, que se dice a sí misma, observando sagaz y reflexiva al inofensivo insecto: “Ese cuernito no me inspira nada de confianza”.
Pero en realidad, y con absoluta franqueza, sólo recuerdo dos experiencias teatrales en las que esta elevada demanda de pesos escénicos y transiciones bien establecidas se ha cumplido a cabalidad: durante el monólogo Divino Pastor Góngora (visto en Morelia en 2003, durante la Muestra Nacional de Teatro de aquel año, protagonizado por Carlos Cobos) y durante el unipersonal Los días de Carlitos (visto en Ciudad Juárez en la Muestra Nacional de 2008 y aquí en Morelia en 2009, a cargo de Adrián Vázquez). Y en esos dos excepcionales casos estamos hablando, sin eufemismo, de súper-actores.
Sin embargo, si el desafío es muy alto, también es necesario puntualizar que Yareli Muñoz saca adelante el compromiso con una estrategia correcta, la de deslizar su desempeño actoral hacia otra dirección, desde la cual sus posibilidades sí le permiten cumplir con lo que se espera de ella: la de la fluida oralidad propia del cuentacuentos, desde cuya eficacia, a medio camino entre lo relatológico y la representación, logra ilustrar las situaciones que describe.
Es esta solución, desde mi punto de vista, la que consigue que el trabajo conserve un encanto indispensable y, sobre todo, una conexión genuina con el público (que es lo más importante en cualquier experiencia teatral), a despecho de las limitaciones que existen. Es claro que falta mucho más entrenamiento, pero el teatro está ahí.



Algunos instantes del monólogo de Santa Herejía Producciones, con el que abrieron las funciones de audición en las que seis grupos morelianos compiten para acudir a la Muestra Nacional de Teatro.

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