Acorazado, de Álvaro Curiel de Icaza


Silverio durante la celebración de su fiesta de cumpleaños, en Cuba.

Con un ángel enorme, cautivador, el largometraje Acorazado, de Álvaro Curiel de Icaza, cumple exitosamente un arriesgado desafío: brindar un retrato crítico del mexicano. Para conseguirlo, sólo el humor pudo brindar la conjugación precisa. Es a través del humor como Curiel de Icaza logra captar aquello que nos define, nuestros matices de relativismo moral, de culto a la güeva, de falta de compromiso y de muy aceitada corrupción.
La historia, que comienza y culmina en México con un interregno en la isla de Cuba, tiene como protagonista al jarocho Silverio (Silverio Palacios, absolutamente a la altura del papel), un personaje sin oficio ni beneficio pero con grandes dotes como merolico. Aconsejado por uno de sus camaradas, El Alacrán (Salvador Sánchez), Silverio pone en práctica un descabellado plan: lanzarse al mar en una barca improvisada y tratar de alcanzar las costas de Miami, haciéndose pasar por un cubano renegado de la Revolución, es decir, un gusano (“Si te hubieras largado en el ’94 –durante la Crisis de los Balseros–, ya estarías trabajando allá, legal, y mandándole dinero a tus cetáceos”).
Así pues, sólo armado de su desesperación, de sus no muchas luces y del deseo de un futuro mejor, Silverio se prepara a emprender (literalmente) su Viacrucis y se embarca en un destartalado vocho para surcar el Golfo de México y alcanzar el Sueño Americano, no cruzando el desierto, sino el mar.
Pero la brújula descompuesta que le han dado y las corrientes predominantes en el golfo conducen al personaje, no a los Estados Unidos, sino a la isla de Cuba, donde supera el primer desconcierto y se declara, ya no un renegado del régimen de Castro, sino un disidente del capitalismo salvaje que asuela las tierras mexicanas.
Recibido con la tradicional hospitalidad cubana, pero también con un ávido interés de explotar el suceso mediáticamente, Silverio es incorporado a la sociedad cubana y se le dispensan los privilegios posibles, dada la condición de la isla: un cuarto propio y un buen trabajo como taxista en la zona turística del país.
Es precisamente aquí donde comienza la parte más agridulce del retrato. Si desde el principio habíamos descubierto (y gozado) las dotes verborréicas y, por consecuencia, demagógicas del personaje, y si más adelante habíamos confirmado la ligereza con la que podía declararse a favor de una causa o de su opuesta, ahora vamos viendo hasta dónde Silverio puede llevar consigo las prácticas que nos definen: nuestra impuntualidad proverbial, por ejemplo, o los hábitos corruptos que son el sello de la clase política mexicana (el tráfico de influencias, el acopio de bienes…), todas antagónicas a los principios de una cultura que, como la cubana, conserva aún ciertos pudores que por aquí hemos perdido.
Es preciso, ante todo, no perder de vista lo esencial: es este estudio de “lo mexicano” el verdadero leit motiv de un filme que aprovecha la perspectiva que le da el colocar al personaje en un entorno distante y extraño, a fin de hacer más explícita su conducta. Silverio se dedicará a ganar dinero de manera ilegal traficando exitosamente con tabacos, licores y otros bienes y servicios ajenos a su oficio de taxista. Mientras, se enamora de una bella cubana, cumple con los compromisos mediáticos que le piden y procura disimular las apariencias.
Pero en este filme, tan importante como las anécdotas exteriores lo es el proceso interior, que moviéndose entre la nostalgia por el terruño y la angustia y el horror que sufre cuando comprende su conducta, lleva a Silverio a embarcarse de regreso a México, a donde llega inconfundiblemente transformado, luego de esa sana pero (entre nosotros) poco frecuente costumbre de mirarse de cuerpo entero frente a un espejo que no disimula ninguna verdad. Una comedia atractiva y muy, muy inteligente.

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