Bajo la premisa de que “el amor no termina, sólo cambia de rumbo”, el cineasta Dylan Verrechia y la actriz y ahora guionista Aideé González colaboran por segunda ocasión (debut en 2007 con Tijuana makes me happy) en el filme Tierra madre: un drama que recrea autobiográficamente algunas experiencias de la propia Aideé en su triple faceta como madre soltera, como lesbiana y como trabajadora del table dance. El filme se presentó en la jornada dominical del FICM dentro de la sección oficial de largometraje mexicano en competencia.
Más interesada en confirmar que el amor ofrece los mismos tropiezos y satisfacciones en las relaciones heterosexuales que en las de tipo homosexual, y que –en general– las rutinas, gozos y desafíos son similares en ambos casos, Tierra madre es una película que opta por condensar anecdóticamente la biografía del personaje de Guadalupe “Gío” (Aideé González interpretándose a sí misma, tal como ocurre con casi todo el resto del reparto), que en concentrarse y, como se dice, “extraerle el tuétano” a cualquiera de los distintos temas que van surcando la trama. La misma voluntad, supongo, conduce al filme por caminos que evitan cualquier irrupción de los excesos y de la violencia que habitan, por ejemplo, el mundo de los espectáculos nocturnos, especialmente en ciudades tan extremas como la fronteriza Tijuana, y que pueden llegar a ser radicalmente sórdidos.
De esta manera, Tierra madre se ocupa de exhibir un mosaico de situaciones que pasan indistintamente por la vida doméstica y laboral de Lupe, por su convivencia cotidiana con vecinas y colegas y por las estrategias y confidencias que comparte con algunas de sus amigas mientras cada cual “hace por la vida” en el día a día. La cinta también aborda, desde luego, las altas y bajas de las relaciones de pareja que va construyendo Lupe.



El tratamiento tiene sus bemoles, pero también sus aciertos.
Hay momentos que captan con éxito encantadoras experiencias de vida directa (la escena en la que la hija de Lupe, Yesenia, y su prima, Carla, se van a acostar porque ya es hora de dormir, pero la primera de ellas, a causa del nerviosismo, hace un movimiento violento y se da un sopapo contra la cabecera de la cama, a pesar de lo cual la cámara continúa grabando, la escena sigue corriendo y las dos niñas concluyen su trabajo con frescura).
Hay momentos que crean auténtica anticipación y enganchan al público (la escena en que Lupe y Angélica acuden como paleras de Patricia para ayudarla a consumar la venta de un auto de segunda mano) y otras en las que se manifiestan críticas pertinentes sobre la calidad del sexo que pueden disfrutar las mujeres con sus compañeros varones (la escena en que Lupe y Amalia comparten sus puntos de vista sobre el desempeño de los hombres que han conocido, a la hora del coito).
Sin embargo estos y algunos otros inspirados momentos (entre ellos la secuencia de apertura, con el encuadre a ese miserable jacalito donde Lupe nació, mientras se escuchan las primeras estrofas de Paloma Negra y el sonido del viento se va avivando) son como islas en medio de un discurso desafiantemente plano. La consecuencia final es que una propuesta que apuntaba a la construcción de vitalistas matices de metafórico rojo (vehementes, intensos, apasionados) va virando a la tibia neutralidad del rosa.

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