Las musas huérfanas

Maternidades negadas

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Después de muchos años, los cuatro hermanos Tanguay (Martina, Catalina, la joven Isabel y Luc) se reencuentran en la casa familiar, una vez que el padre ha muerto, con la perspectiva de volver a ver a la madre que los abandonó a todos veinte años atrás para fugarse con un seductor ingeniero español. Durante la reunión los hermanos convocan los fantasmas, monstruos y demonios propios de una familia desintegrada. Esta es la anécdota de Musas huérfanas, del dramaturgo quebequense Michel Marc Bouchard, que a su vez da paso a los temas de la maternidad y la mentira… o, si se prefiere, de la orfandad y la mentira. La pieza, en dirección de Alfredo Durán y emprendida por alumnos del grupo 4-02 de la Escuela Popular de Bellas Artes, figuró entre los casi veinte títulos presentados durante las jornadas dedicadas a celebrar el Día Mundial del Teatro en Morelia.
Teatro realista, el bello texto de Bouchard es un verdadero diamante cuyas facetas más finas se pierden por una puesta en escena más plana de lo conveniente y por personajes que aún no alcanzan una construcción sólida y profunda. Recién estrenado en marzo, el trabajo tiene la oportunidad de calentarse y crecer a lo largo de una temporada que se extenderá hasta mayo entrante. Mientras tanto, aquí se da cuenta de la cuarta función, celebrada el pasado 17 de marzo en el auditorio Silvestre Revueltas de la Escuela Popular de Bellas Artes.
Ambientada en el pueblito quebequense de Saint-Ludger de Milot, en 1965, Las musas huérfanas habla en principio de la forma en que estos cuatro hermanos han sobrellevado el desamparo de su orfandad. Las tres hermanas mujeres y el hermano varón (poéticamente feminizado al portar los atuendos de la madre ausente), representan, cada uno, las desviaciones ocasionadas por la desaparición de la progenitora: las posibilidades fallidas de distintas alternativas de maternidad.
Conforme avanza la historia, aparece y cobra fuerza el segundo tema, el de la mentira, porque el encuentro de estos hijos de la ausencia los va a obligar a “enmendar la plana” y a develarse verdades que fueron ocultas hasta entonces con la idea de “proteger” a la menor de las hijas, Isabel.
En el inter, la dramaturgia nos irá mostrando la naturaleza de cada uno de los personajes. Sus muletas esenciales, su cuota de dolor. Así conoceremos al Luc que idealiza a la imagen materna equiparándola con cierta reina de España que sostuvo una conmovedora comunicación epistolar con un hijo distante y que además se esfuerza por asimilarse a la sombra maternal portando sus vestidos. Descubriremos la esterilidad de Catalina, que a pesar de sus muchos amantes ha sido incapaz de engendrar un hijo y cuya maternidad fracasada se vuelca en la sobreprotección que le dedica a la menor de sus hermanas. Veremos, en fin, a la hombruna Natalia, oficial del ejército cuyo lesbianismo es, en sí mismo, una negación de la maternidad.
Queda, finalmente, la pequeña Isabel, eterna refugiada de libros, enciclopedias y diccionarios; la niña que toca el piano, que hace preguntas a las que pocos responden y cuya candidez termina por dar un giro extremo en el desenlace de la obra, como réplica insólita pero inevitable a tantos engaños y autoengaños.
Un gran texto, insisto, porque hace de cada uno de sus personajes entidades multidimensionales, de matices muy finos, pero al que la dirección de actores, –por ahora– no alcanza a cumplirle a la hora de bordar los catetos del abandono, del desengaño y de la redención.

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