La perfecta


fábula política


-Si ordeno a un general que vuele de flor en flor como si fuera mariposa, que escriba una tragedia o que de pronto se transforme en un ave marina y no lo hiciera, ¿quién estaría en falta, él o yo?
-Vos-contestó el Principito con tono seguro.
-Correcto. Se debe pedir a cada cual, lo que está a su alcance realizar. La autoridad posee un primer sustento, que es la razón -dijo el rey-. De tal forma que si ordenas a tu pueblo arrojarse al mar, seguramente este se inclinará a una revolución. Me creo con el derecho de exigir obediencia ya que mis órdenes están dentro de lo razonable.


El Principito, capítulo X
Antoine de Saint Exupery


La actriz y titiritera Adriana Martelli durante el cuadro en el que los gatos arriban para acabar con la plaga de roedores.


Cuando el Reino de los Perros es castigado por una plaga de ratas, a causa de la basura que generan los canes con sus malos hábitos de higiene, la solución de los científicos reales es simple: contratar gatos para que libren a la ciudad de los roedores.
Pero una vez resuelta la amenaza ratonil, el ministro real le anuncia a su majestad, Perrey, que ahora hay un problema más difícil: nadie sabe qué hacer con todos los gatos que han quedado en la ciudad.
El dilema será resuelto de manera muy desafortunada por un soberano que ignora lo peligroso que pueden ser los caprichos a la hora de dirimir problemas políticos, es decir, aquellos asuntos que involucran el bienestar y la sana convivencia de toda una comunidad.
Y es que el rey, nublado en su juicio por un afecto, considera que la presencia felina es ideal para cumplir un viejo sueño acariciado por un abuelo suyo: hacer que los gatos canten y ofrezcan un concierto, pero no maullando, como corresponde a su naturaleza, sino ladrando como si fueran perros.

En su papel de ministro, Martelli le anuncia al monarca Perrey la crisis generada por el exceso de basura en el reino de los perros.


El disparate del soberano da pie a un conflicto con visos de Holocausto en la obra El desconcierto de los gatos, un unipersonal para titiritera con máscaras, títeres de mesa y títeres de vara que fue ofrecido en la penúltima jornada del Festival Nacional de Títeres, a cargo de la compañía Badulake Teatro, del DF.
En el escenario, la carioca Adriana Martelli se ocupó de la actuación (interpretando a dos narradores, al ministro real y a un detective) y de la animación de media docena de personajes con un gran encanto y una técnica que se movió indistintamente y con soltura entre los territorios del titiritero, del cuentacuentos y del actor.


Una vista general de la titiritera y su mesa-escenario.

Respeto y libertad
El rasgo más hermoso de El desconcierto de los gatos reside en la sabiduría de un relato que, detrás de su aparente inocencia, se ha convertido en la experiencia más política de cuantas hemos visto en este festival de títeres. Teatro político, en efecto… pero emprendido de la manera correcta: sin aludir directamente a ninguna anécdota coyuntural de la realidad ni a la menor parodia, sino trasladando los sentidos de lo real al ámbito de lo fantástico para transformarlos en metáfora poética.
Así, el gran tema del respeto (valor fundamental de cualquier relación política) ha sido el leit motiv de un cuento soberbio, original del cubano Enrique Pérez, en el cual un deseo inaudito: el de violentar la naturaleza de los seres, deviene una fábula acerca de la intolerancia y de la violencia en contra de lo diferente.
Adoctrinados por un maestro de canto a ladrar como canes, los gatos seguirán maullando de todas maneras y, al término de los fracasados ensayos, mientras nadie se atreve a decirle al rey la verdad, harán un desastre del concierto de gala, empecinados en lanzar sus inevitables “miau-miau” y reafirmar su esencia durante la interpretación de la Quinta Sinfonía de Bethoveen (cuya obertura es una suprema manifestación de miedo, de temor reverente ante el advenimiento del Destino). Así desencadenarán la ira de Perrey, quien considerará el asunto como una afrenta y ordenará que a todo gato que maúlle en su reino se le corte la cabeza.
Acosados, los gatos huirán para salvar su vida y, acorralados en lo más alto de una montaña, a orillas del mar, en las costas del Reino de los Perros, en un maravilloso gesto de audacia poética desplegarán unas alas que no tenían para realizar lo que parecía imposible: escapar del yugo de los perros y alcanzar su libertad.


Hacia el final de la representación, en el número musical que cierra el trabajo.

Relato y virtuosismo
Lo que a la razón le podría parecer un disparate, la conciencia estética lo transforma en un momento sublime. Los gatos con alas, ya representados con burbujas de jabón o como diminutas figuritas en los extremos de un abanico de hilos de alambre, se convierten en un signo teatral de inapelable veracidad, gracias al ejercicio de Martelli.
Es que la belleza de toda la puesta en escena ha radicado, precisamente, en la capacidad de la actriz de asumir seriamente su compromiso con el juego y de convocar incesantemente a una imaginación activa, que codifica y transmuta cada imagen en un detonador de sentidos.
A esta habilidad se suma el encanto en la confección de unos títeres en los cuales se exploran ingeniosas variantes de técnicas tradicionales (los gatos como títeres de vara, pero realizados como si se tratara de acordeones de hule-espuma, con dos varas, una en la cola y otra en la cabeza, para dotarlos de una eficaz y absoluta flexibilidad felina, por ejemplo).
Esto, y el constante movimiento de Martelli en los terrenos de la actriz, de la cuenta-cuentos y de la titiritera (pasando sucesivamente a las canciones y al empleo de máscaras y disfraces muy simples) ha redondeado una experiencia singularmente memorable: poética, sencilla, poderosa y juguetona. Inolvidable.


EN VIDEO


Alguos momentos al comienzo de la obra.


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