I Jornadas Dionisiacas

El ángel y el vagabundo

Los actores Alicia Lara y Fernando Axkaná en la puesta en escena El ángel y el vagabundo.

Un ángel cae al mundo y se rompe un ala, abstraído por las formas y movimientos de la esfera terrenal. Aquí es ayudado por un vagabundo, vendedor ambulante que se ha dedicado a vivir ofreciendo variados tipos de calzado a cambio de recibir un nombre. Este es el punto de partida de El ángel y el vagabundo: una inteligente adaptación al cuento breve El ángel caído, original del poeta modernista Amado Nervo. La puesta, notable sobre todo en el desempeño de sus dos actores, fue presentada dentro de las jornadas Dionisiacas por los grupos Artemisa Teatro (Jalisco) y Punto de Fuga (DF), en dirección de Juan Carlos Cuéllar, quien también ha adaptado el texto original.

Entre el cuento y la adaptación
Una de las delicias de El ángel y el vagabundo es que parte de una de las más antiquísimas claves del conflicto dramático: la reunión de una pareja dispareja cuyos personajes antitéticos resultan, finalmente, complementarios. Físicamente, por ejemplo, el ángel (Fernando Axkaná) resplandece, mientras que el vagabundo (Alicia Lara) es un personaje encorvado y contrahecho. El ángel es una presencia sobrehumana (aunque perfectamente vulnerable en su propia naturaleza), en tanto que el vagabundo es un personaje terrenal, carcomido por las dudas y el desencanto. Pero si esto se advierte de primera mano, el gozo crece al descubrir que la adaptación de Juan Carlos Cuéllar al cuento de Nervo, absolutamente libre, ha prescindido prácticamente de todos los elementos anecdóticos del texto para conservar lo esencial de un encuentro entre lo humano y lo sobrehumano. No será, pues, la historia de ninguna madre y sus hijos asistiendo al ángel desvalido, ni mucho menos el desenlace de unos pequeños que ruegan al mensajero que se los lleve a todos con él para seguir reunidos, cuando llega la hora en que el ángel debe partir, sino un encuentro que acentuará incluso con cierta crueldad las distancias que separan a los personajes. Esas distancias serán exhibidas, confrontadas y finalmente conciliadas con un rigor exquisito. Para advertir mejor este proceso, hay que acudir primero al cuento original.

Paráfrasis de La Piedad, uno de los diversos guiños intertextuales durante la puesta en escena.

El cuento de Nervo
El cuento El ángel Caído, de Amado Nervo es un relato muy breve, de apenas mil 700 palabras, que comienza así:

Érase un ángel que, por retozar más de la cuenta sobre una nube crepuscular teñida de violetas, perdió pie y cayó lastimosamente a la tierra.
Su mala suerte quiso que, en vez de dar sobre el fresco césped, diese contra bronca piedra, de modo y manera que el cuitado se estropeó un ala, el ala derecha, por más señas.
Allí quedó despatarrado, sangrando, y aunque daba voces de socorro, como no es usual que en la tierra se comprenda el idioma de los ángeles, nadie acudía en su auxilio.
En esto acertó a pasar no lejos un niño que volvía de la escuela, y aquí empezó la buena suerte del caído, porque como lo niños sí suelen comprender la lengua angélica (en el siglo XX mucho menos, pero en fin), el chico allegóse al mísero y sorprendido primero y compadecido después, tendióle la mano y le ayudó a levantarse.
Los ángeles no pesan, y la leve fuerza del niño bastó y sobró para que aquél se pusiese en pie.
Su salvador ofrecióle el brazo y vióse entonces el más raro espectáculo: un niño conduciendo a un ángel por los senderos de este mundo.
Cojeaba el ángel lastimosamente, ¡es claro! Acontecíale lo que acontece a los que nunca andan descalzos: el menor guijarro le pinchaba de un modo atroz. Su aspecto era lamentable. Con el ala rota, dolorosamente plegada, manchado de sangre y lodo en el plumaje resplandeciente, el ángel estaba para dar compasión.
Cada paso le arrancaba un grito; los maravillosos pies de nieve empezaban a sangrar también.
– No puedo más –dijo al niño.
Y, este, que tenía su miaja de sentido práctico, respondióle:
– A ti lo que te falta es un par de zapatos. Vamos a casa, diré a mamá que te los compre.
– ¿Y qué es eso de zapatos? –preguntó el ángel.
– Pues mira –contestó el niño mostrándole los suyos–: algo que yo rompo mucho y que me cuesta buenos regaños.
– ¿Y yo he de ponerme eso tan feo?
– Claro..., ¡o no andas! Vamos a casa. Allí mamá te frotará con árnica y te dará calzado.

El relato continúa, acentuando la situación de una madre y sus dos hijos que conviven con el ángel (a quien pueden ver a causa de su pureza, ella como mujer y ellos como niños), mientras este se cura de sus heridas, hasta que llega el momento en que el personaje está completamente sano y debe volver al Cielo; entonces los niños le ruegan que se los lleve con él, lo cual implica (naturalmente) la muerte de los pequeños. No hay mayores complicaciones en el texto. El conflicto es muy tenue, nunca oscuro y sí, en cambio, bastante complaciente. No es el mejor cuento de Nervo, pero es precisamente en este punto donde sobresale lo que teatralmente le ha conseguido extraer al material Juan Carlos Cuéllar.

Otro de los momentos en la puesta de los grupos Artemisa Teatro y Punto de Fuga.

La puesta de Cuéllar
Lo diré de una vez. Si anecdóticamente El ángel y el vagabundo se inspira en El ángel caído, la verdad es que temáticamente el trabajo tiene muchas más deudas e intersecciones con esa obra maestra del cine alemán llamada Las alas del deseo (Wim Wenders, 1987).
Ante todo, la puesta en escena ha hecho de los personajes arquetipos (y, en consecuencia, los actores han alcanzado el altísimo requisito de transformarse en signos). El vagabundo encarna a la humanidad: errante y llena de incertidumbres. Nada es seguro acá abajo, en el mundo terrestre. El ángel, a su vez, se encuentra por primera vez ante lo imprevisible, ya que ha caído de su estado de gracia natural (que implica un orden perpetuo e inmutable) hasta una esfera donde lo que predomina es la ley del accidente, del azar.
Más aún: adaptado al vuelo, como ser celeste, para el ángel es ajena la experiencia de caminar. De hecho, le duele hacerlo. Es aquí donde el vagabundo va a ofrecerle una alternativa que en otras condiciones le habría estado vedada al ángel: “Necesita unos zapatos –le dice–. Para proteger sus pies; para caminar. Para andar la vida”.
Desde el primer contacto entre los dos personajes, el tema de ese calzado indispensable para transitar firme por la existencia es el tema esencial. El vagabundo aparece ante nosotros ofreciendo sus zapatos a los marchantes. A cambio, su única demanda es la de recibir un nombre de parte de ellos. El asunto del nombre es esencial. Después de todo, sin un nombre nadie es.
Es así como el vagabundo le ofrece al ángel, primero, unos zapatos exóticos, “traídos desde la lejana China”, y se da el primer reconocimiento. El primer “Hola”. Y el “¿De dónde vienes?”.
Pero la relación de los personajes no será fácil en absoluto. El conflicto se desata cuando el ángel le confiesa al vagabundo que no tiene un nombre para él. No habrá ningún bautismo, por lo menos en principio. Pero la relación ya está establecida. El vagabundo ha curado el ala del herido y le ha ayudado a dar sus primeros pasos verdaderos por el mundo.
A su vez, mucho más adelante, el ángel le permitirá a su salvador compartir la posibilidad del vuelo. Pero como una experiencia como esta no es impune para ningún humano, el vagabundo terminará precipitándose… no a su muerte, sino a su desnudamiento ante el contacto con lo numinoso. Es el cuadro de las preguntas que duelen, a todas las cuales el ángel da respuestas reafirmadoras de la vida: (¿“Valdrá la pena matar a Dios, a ver si se arregla el mundo?” “Claro que sí. Vale la pena” “¿Valdrá la pena luchar por un ideal que puede resultar falso? “Sí. Vale la pena” “Pregunto yo: ¿Valdrá la pena comer migajas, criar hijos que se volverán en contra de sus mayores?” “Vale la pena”).
El clímax de esta situación vendrá cuando el vagabundo se libere de todas sus ilusiones, de todos sus autoengaños. Es decir, de todas las muletas que le han servido para vivir, pero que ahora ya no tienen sentido. Porque la verdad final es que él no es ningún vendedor de zapatos y no tiene más calzado que ofrecer que las gastadas prendas que lleva en sus pies. Esa es la verdadera razón de que nadie hasta entonces le haya dado un nombre… pero también es cierto que esa mentira ha sido el motor que le ha permitido, hasta ese momento, mantenerse vivo y encontrarse con el ángel.
El diálogo del vagabundo, a la hora de su confesión más profunda, aquella que al mismo tiempo lo explica y lo significa, es un gran momento: “Hubo una vez un niño que anduvo conmigo largo tiempo. ‘¿Cómo te llamas?’, me preguntó. No supe qué contestar. ‘Yo puedo darte un nombre’, dijo, ‘sólo dame tus zapatos’. Pero mis zapatos estaban viejos, rotos, sucios. Así que le inventé una historia y el niño se puso tan contento que se echó a correr. Y se olvidó de darme un nombre”.

EN VIDEO

Algunos fragmentos de El ángel y el vagabundo.

Poética del actor
Si la adaptación que va de lo literario a lo escénico es una experiencia notable, la transcripción técnica, en términos de ejercicio actoral también amerita una mención sobresaliente.
En El ángel y el vagabundo la relación del espacio escénico y la estructura dramática van de la mano. El espacio se libera. Por un lado, la palabra figura la representación en la que los personajes ajustan el espacio escénico hacia una poética del actor. De allí que sea tan relevante su versión dramática, ya que el uso del escenario vacío (de hecho, desaforado, sin dispositivos escenográficos salvo ese enorme carrete) exige del actor una interpretación semiológica del texto dramático la cual, a su vez, deviene de la construcción estética que hacen de éste para la escena. Es allí cuando los actores de este trabajo se revelan como una estructura sígnica que le otorga, al desarrollo de ese espacio escénico, las condiciones de una obra donde lo orgánico (la corporeidad del actor o la actriz) se impone.
El dueto Lara-Axkaná ha ofrecido precisamente lo que le faltaba al elenco de Comida para gatos: orden y potencia en la significación. La construcción de personajes ha pasado por un atento diseño de formas, movimientos, gestos y trazos en los que se exhibe una sinergia absoluta entre los dos personajes. Hay una exploración profunda del espacio escénico, de las posibilidades expresivas de los cuerpos, de las pausas, las transiciones, los silencios. De los conflictos y los momentos de sincronía.
Al observar el trabajo corporal de los actores uno sólo puede preguntarse cuáles son las fuentes de de su entrenamiento. Hay varias posibilidades: teatro-danza, relaciones quinestésicas, butoh, teatro del Punto de Vista. En todos ellos, la concentración sensible es fundamental para establecer enlaces y vínculos estrechos, psicofísicos, entre los oficiantes en escena.
Y es que, en más de un sentido, los actores de este ejercicio son precisamente eso: oficiantes de un ritual del cual convierten al público en privilegiado colaborador.
Una noche plena, henchida de sensaciones, gracias a la cual las jornadas han ido avanzando “de menos a más”, que es el mejor de los procesos posibles.

No hay comentarios:

Publicar un comentario