Anna Pavlova vive en Berlín

Los urbanitas nómadas




No sólo la atrabancada vida de la casi treintañera Anna Pávlova pierde y recobra su sentido alternativamente, mientras intenta vivir en lo inmediato, de fiesta en fiesta, día y noche, por las calles de un país que no es el suyo en el documental Anna Pávlova vive en Berlín (Theo Solnik, 2011). Al lado de la propia Anna, el espacio público de la capital alemana se desdibuja, reverbera, oscila y se reconfigura con todas las significaciones y contradicciones sociales del nuevo milenio. Este es el mayor valor que encuentro en esta película, que figura en la sección Observatorio de la gira Ambulante 2012, en Morelia.
Y es que la microhistoria de esta niña bien que se ha dedicado a fugarse de sí misma no se limita en absoluto al retrato narcisista de una joven que busca sobrevivir a la fugacidad, sino que a través de los paisajes y personajes con los que Anna interactúa se nos ofrece un retrato amplio y agridulce acerca de las relaciones que se configuran entre el individuo y el espacio público en estos tiempos en los que el espacio virtual (la web) y los espacios confinados destinados al consumo masivo (esos monstruos de impersonalidad llamados centros comerciales) se vienen convirtiendo en nuevos y poderosos paradigmas.

Desde este puto de vista, lo interesante de Anna Pávlova vive en Berlín es la doble lectura que permite. Sus contenidos más obvios, epidérmicos, tienen qué ver efectivamente con la crisis de sentido de las jóvenes generaciones, esas que pretenden hacer de su vida un reventón perpetuo, yendo de una a otra pachanga sin mayor compromiso que el de sobrevivir (de preferencia dormidos) hasta que llega la hora de colarse a la siguiente fiesta. En este tenor, la siguiente reseña da cuenta de los elementos más literales de la cinta de una forma inmejorable: “Música a todo volumen, bebidas, pastillas, paseos, cae la noche, comienza el día, más música a todo volumen y vuelta a empezar. Anna Pavlova vive para salir de festejo, se siente el alma de la fiesta, la que conoce y recorre la noche de Berlín como nadie. Hija de una familia rusa de gran prestigio, dedicada a las artes y de raíces aristocráticas, Anna ha elegido un camino algo más rebelde y bastante más destructivo. Theo Solnik la sigue durante meses y, a veces, interactúa con ella, con un nivel de intimidad que les permite halagarse y reprocharse hasta el punto de llegar a pelearse por dinero. Mientras la cámara esta prendida, se la puede ver de juerga permanente, buscando trabajos temporales que le den algo de dinero para seguir saliendo y contando su historia –los que han sido sus éxitos y también sus penas–. Hasta llega a reflexionar acerca de la sociedad alemana, la vida en Europa, sus excesos con el alcohol… sin olvidarse de dedicarle algunas palabras crueles a su abuela materna”.

Más allá de lo anterior, la almendra del filme tiene que ver con esa identidad-nómada con la que personajes de la generación de Anna y aún más jóvenes responden al reto de dialogar con espacios urbanos cada vez más despersonalizados, a los cuales resignifican con sus prácticas, encuentros y ritos de socialización.
Una parte importante de este proceso tiene que ver con la forma en que, en nuestras sociedades actuales, se diluyen los límites entre lo público y lo privado. El tema tiene muchísimas aristas, que pasan por el asunto de los estados policiacos y la “era de la vigilancia”, así como con los efectos de las nuevas tecnologías en materia de cámaras de seguridad e incluso de espectáculos que se transmiten por la red en tiempo real… pero también con las formas inéditas en que las personas ejercen prácticas que trastocan esa delicada frontera entre lo íntimo y lo colectivo a la hora de darle una nueva identidad a los ya multicitados espacios públicos.

Echando mano de los recursos del cine directo a la Wiseman, Theo Solnik se aplica inmejorablemente a recorrer el amplísimo abanico de estas nuevas configuraciones de la realidad, ya en lo luminoso, ya en lo grotesco, y lo hace desde la capital del país que es el ojo del huracán de las grandes contradicciones de la comunidad europea: la Alemania que no termina de conciliar la xenofobia con las legislaciones de integración.

Desde Jurgen Habermas sabemos que somos las personas quienes definimos el sentido del espacio público. Esto sigue siendo así, a pesar de la manera en que los espacios virtuales de actividad humana continúan una expansión que era inimaginable hace apenas treinta años.
Los nuevos paradigmas espaciales no parecen haber significado pérdidas para el uso y consumo del espacio público tradicional, que es el que contribuye a contar una historia común, una herencia, una pertenencia, una identidad, dentro del nuevo panorama de la globalización cultural.

De esto se ocupa el filme en sus entrelíneas más finas. Un testimonio que dejará huella.

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