Cuando un político falta a su cita con los vecinos de San Felipe Otlatepec y la banda de música que le iba a dar la bienvenida se dispersa, tras aguardarlo varias horas, el afanoso Armancio, encargado de la tuba, se da el gusto de quedarse tocando a solas bajo el calcinante sol. Después de todo, no va a permitir que un político que falta a su palabra le eche a perder los grandes esfuerzos que ha invertido ensayando con su instrumento durante tantas noches en vela, en su apartado jacalito, lidiando con los maullidos de los gatos y atendiendo a su bebé como padre soltero. De esto se ocupa el muy convincente corto La bienvenida, de Fernando Eimbcke, con el que comienza el filme Revolución (Canana, 2010), que reúne los trabajos de diez cineastas mexicanos.
La película se exhibió este domingo, a las 21:00 horas, en dos salas de Cinépolis Morelia centro.


Dispareja, como toda película colectiva, Revolución ofrece a cambio de sus desniveles diez miradas honestas y, en ese sentido, directas e inconfundibles. Por ejemplo, Carlos Reygadas (en Este es mi reino), no podía sino ofrecer un testimonio a medio camino entre el documental y la ficción, al registrar el desarrollo de una fiesta en Tepoztlán, en la cual se funden visitantes y lugareños y muestran algunos colores de nuestra identidad nacional actual. A su vez, Rodrigo Plá (30-30), no podía sino irse por el lado de la denuncia panfletaria, mientras que Amat Escalante (El cura Nicolás colgado) resuelve una historia de contrastes y zarpazos irónicos entre un pasado de luchas revolucionarias y un presente sembrado de franquicias trasnacionales.
En términos de problematización argumental y de estudio de personajes, yo definitivamente me quedo con el bellísimo corto Tienda de raya, de Mariana Chenillo, que aparece justo a la mitad de la película. La realizadora de la excelente Cinco días sin Nora (2008) sabe aprovechar, ya con humor, ya con crueldad, todas las vulnerabilidades y fortalezas del personaje de Yolanda en el supermercado del que es empleada.


Por otro lado, desde un asunto de sintaxis visual, la obra notable del filme es Séptima avenida y Alvarado (a la que corresponde la imagen, arriba de estas líneas), de Rodrigo García. El segmento bajo su responsabilidad no tiene un solo diálogo. Todo es discurso de la imagen, acompañado por una cuidadísima edición de audio y de una banda sonora en cressendo que consigue una poderosa epifanía allí donde todo había comenzado como una esquina común y cotidiana del centro de Los Ángeles.
Otros momentos del filme están dominados por un humor ágil y agridulce (Lindo y querido, de Patricia Rigger, que también anoto entre mis cortos favoritos y al que corresponde el fotograma debajo de este párrafo) por su agilidad y su humor; por tempranas dudas metafísicas que imponen drásticos cambios de punto de vista (Lucio, de Gael García Bernal); por tibios e indecisos conformismos (Pacífico, de Diego Luna), y por descarnadas fábulas de alevosía y revanchismo (R-100, de Gerardo Naranjo).


No está mal. Sobre todo por la fidelidad de cada realizador a sí mismo. No hay el menor disimulo, ni en la complacencia ni en el rigor. Un filme colectivo que radiografía el temperamento y el grado de agudeza de una importante camada de cineastas de nuestro momento.

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